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Authors: George Bernard Shaw

Tags: #Teatro

Pigmalión (5 page)

BOOK: Pigmalión
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MISTRESS PEARCE
.—Señor, no le llene la cabeza de viento a la chica.

ELISA
.—
(Levantándose y cuadrándose con decisión.)
Yo salgo de aquí ahora mismo. Éste señor está guillado. No quiero de profesor a un loco.

HIGGINS
.—
(Ofendido por el poco aprecio que se hace de su elocuencia.)
¡Vaya, renuncio! Mistress Pearce, no hace falta mandar por ropa para ella. Que se vaya con viento fresco

ELISA
.—
(Quejumbrosa.)
Yo quería decir…

MISTRESS PEARCE
.—Ya ve usted lo que resulta de ser deslenguada.
(Indicándole la puerta.)
Por aquí se sale, muchacha.

ELISA
.—Yo no necesito ropa de naide. Puedo comprarme lo que me hace falta.
(Tira el pañuelo.)

HIGGINS
.—
(Recogiendo al vuelo el pañuelo y cortándole el paso.)
Eres una desgraciada. Así me pagas por haberte ofrecido sacarte del arroyo y regalarte hermosos vestidos y hacer de ti una señora.

MISTRESS PEARCE
.—Déjela, señor; que vaya a casa de sus padres y les diga que la eduquen mejor.

ELISA
.—No tengo padres. En la casa donde me criaron me dijeron que ya tenía bastante edad para ganarme la vida, y me echaron a la calle.

MISTRESS PEARCE
. ¿Dónde está su madre?

ELISA
.—No la he conocido. La que me echó a la calle era mi tercera madrastra. Pero a mí, ¡plin! Yo me las arreglo sin ellos.

HIGGINS
.—Pero, entonces, ¿qué están ustedes diciendo? La chica no depende de nadie. A mí me sirve para mis experimentos, pues me quedo con ella. Mistress Pearce, lo dicho: llévesela y aséela.

MISTRESS PEARCE
.—Pero, señor, ¿en qué calidad se va a quedar aquí? Habrá que señalarle un salario. Las cosas no se hacen así.

HIGGINS
.—Bueno; páguele lo que le parezca a usted; tómelo del dinero de la compra.
(Impaciente.)
¿Para qué demonios querrá dinero, si aquí ha de tener todo lo que necesita: comida, cama y ropa? Los cuartos no han de ser más que para vicios.

ELISA
.—Pero ¿qué s’ha figurao usté? Que soy alguna golfa borracha? Pues, hijo, es lo que faltaba.
(Vuelve a su silla y se sienta con aire altanero.)

PICKERING
.—
(Reprendiéndole con suavidad.)
Oiga, Higgins: ¿no se da cuenta de que también la muchacha tiene sentimientos?

HIGGINS
.—
(Mirándola con aire crítico.)
Me parece que no tenemos que preocuparnos.
(De buen humor.)
¿Verdad, Elisa?

ELISA
.—Creo que mis sentimientos se merecen tanta consideración como los de cualquiera.

HIGGINS
.—
(Reflexivo, a
PICKERING
.)
Ahí está la dificultad.

PICKERING
.—¿Cómo? ¿Qué dificultad?

HIGGINS
.—Hacerla hablar gramaticalmente; la pronunciación es bastante buena.

ELISA
.—Yo no quiero hablar gramaticalmente. Quiero hablar como las señoras.

MISTRESS PEARCE
.—No nos apartemos de lo que importa. Yo deseo saber en calidad de qué ha de estar aquí la muchacha. ¿Ha de cobrar algún salario? ¿Qué ha de ser de ella después que acabe su enseñanza?

HIGGINS
.—
(Impaciente.)
Dígame usted, mistress Pearce: ¿qué ha de ser de ella si la dejo en el arroyo?

MISTRESS PEARCE
.—Este es asunto de ella, señor, no de usted.

HIGGINS
.—Pues cuando yo acabe con ella, puede volver al arroyo, y ello es de su incumbencia y en paz.

ELISA
.—Usté no tiene corazón. Sólo piensa en sus negocios, y a los demás que los parta un rayo.
(Se levanta resueltamente, dirigiéndose a la salida.)
Yo estoy ya harta de todo esto. Vaya, ustés lo pasen bien.

HIGGINS
.—
(Cogiendo, con una sonrisa maliciosa, unos bombones de chocolate de la bandeja.)
Toma, Elisa, unos bombones.

ELISA
.—
(Deteniéndose, tentada.)
¿Y qué sé yo lo que habrá dentro? Algún fieltro envenenado, como dicen en el “Tenorio”. De menos nos hizo Dios.
(
HIGGINS
saca su cortaplumas, corta un bombón en dos, se mete una mitad en la boca, lo mastica, y le ofrece la otra mitad.)

HIGGINS
.—¿Ves? Aquí no hay trampa ni engaño. Mejor prueba de mi buena fe…
(Ella abre la boca, para replicar; él le mete el medio bombón entre los labios.)
No seas tonta. Tendrás montones de dulces si quieres, podrás atracarte de ellos todos los días.

ELISA
.—No me gusta despreciar.
(Masticando con visible satisfacción.)
¡Gachó, qué rico!

HIGGINS
.—Escucha, Elisa: ¿no has dicho que has venido en taxi?

ELISA
.—Pues sí, ¿y qué? ¿No tengo yo derecho a tomar un taxi como cualquiera?

HIGGINS
.—¿Quién lo duda, mujer? Mira: de aquí en adelante tendrás tantos taxis como gustes. No darás un paso por Londres si no es en taxi. ¿Qué te parece?

MISTRESS PEARCE
.—Señor, no enloquezca a la chica. Luego, al freír será el reír. En lo que debe ella pensar es en el porvenir.

HIGGINS
.—¡A su edad! ¡Vamos! Tiempo hay para pensar en el porvenir…, cuando ya ha pasado. No seas tonta, Elisa. Haz lo que esta señora: piensa en el porvenir de los demás, nunca en el tuyo. Piensa en el presente, en bombones de chocolate, en taxis, en vestidos y alhajas.

ELISA
.—Pues no, yo no pienso en vestidos y alhajas. Soy una muchacha honrá.
(Se sienta con aire de dignidad.)

HIGGINS
.—Y seguirás siéndolo, Elisa, bajo el maternal cuidado de mistress Pearce, mi digna ama de llaves. Y más adelante serás la virtuosa esposa de un oficial de la Guardia, con unos hermosos bigotes, el hijo de un marqués, al que su padre desheredará por haberse casado contigo, pero luego se humanizará al ver tu hermosura y tu gracia…

PICKERING
.—Dispense, Higgins; esto pasa de la raya. Doy la razón a mistress Pearce. Si esta muchacha ha de estar en manos de usted para un experimento de seis meses, es preciso que sepa exactamente lo que ha de hacer.

HIGGINS
.—Pero si es imposible, hombre. ¿Hay alguien de nosotros que sepa lo que hace? Si lo supiéramos, ¿lo haríamos?

PICKERING
.—Eso será muy agudo; pero, francamente, no es de buen sentido.
(A
ELISA
.)
Oiga usted, Elisa.

ELISA
.—Usté dirá.

HIGGINS
.—Déjese usted de quijotismos, Pickering; con cierta clase de personas, cuantas menos complicaciones, mejor. ¡Caramba! Como militar ya podía usted saberlo. Que sepa lo que exijo, y punto concluido. Fíjate, Elisa: has de vivir aquí durante seis meses; aprenderás a hablar correctamente para luego poder ser vendedora en una tienda elegante de flores. Si te portas bien y haces lo que te mando, tendrás un bonito dormitorio, comerás opíparamente y dispondrás de dinero abundante para comprarte dulces y pasearte en taxi. Si eres holgazana y reacia, dormirás en la despensa y te darán de palos. Al cabo de seis meses irás en automóvil de lujo a palacio, vestida a la última moda y adornada con muchas alhajas. Si el rey descubre que no eres una señora de verdad, mandará apresarte y bajarte a una cueva, donde serás decapitada, ¿entiendes?, donde te cortarán la cabeza, como escarmiento de floristas presumidas. Si, por el contrario, no descubren tu verdadera condición; en una palabra, si das el timo, tendrás un regalo de siete libras y seis peniques para que los gastes en lo que más te guste.
(A
PICKERING
.)
Qué, ¿está usted satisfecho ahora?
(A
MISTRESS PEARCE
.)
Vamos, señora, ¿es esto hablar como se debe?

MISTRESS PEARCE
.—
(Con paciencia.)
Está bien; pero creo que lo mejor será que me deje usted hablar a solas con la muchacha. Yo no sé si podré admitirla aquí. No dudo de que las intenciones de ustedes sean buenas; pero todos podemos incurrir en grandes responsabilidades. Usted nunca repara en pelillos cuando se encariña con alguna idea. En fin, bueno… Venga conmigo, Elisa.

HIGGINS
.—Muy bien. Ande usted y llévela al cuarto de baño.

ELISA
.—Yo, ¿pa qué voy a ir al cuarto de baño? Ya estoy yo escamá hasta las cachas. ¿Qué s’han figurao? A mí nadie me da de palos. ¿Qué tengo yo que hacer en Palacio? ¿Qué falta me hace a mí jugarme la cabeza?

MISTRESS PEARCE
.—Muchacha, no sea tonta. Venga conmigo, que le explicaré todo.
(Va hacia la puerta y la abre.)

ELISA
.—Como usted quiera; pero a mí no me la dan, coste… ¡Pa chasco!
(Vase.
MISTRESS PEARCE
cierra la puerta y las quejas de
ELISA
ya no se oyen.
PICKERING
va de la chimenea a la silla y se sienta en ella a horcajadas, apoyando los brazos cruzados en el respaldo.)

PICKERING
.—Dispense usted la pregunta, Higgins: ¿qué opinión tiene usted de las mujeres?

HIGGINS
.—Bastante mediana, si he de decir la verdad.

PICKERING
.—Hombre, explíquese.

HIGGINS
.—
(Sentándose en el taburete del piano.)
Pues mire: siempre he visto que en trabando amistad con una mujer, ésta se vuelve celosa, envidiosa, exigente, desconfiada y cargante por todos los estilos. Si me enamoro de ella, entonces todavía peor: se hace tiránica y egoísta. Las mujeres no valen más que para trastornarlo todo. Si permitimos que se inmiscuyan en nuestra vida, nos encontramos con que ellas tiran por un lado y nosotros por el otro.

PICKERING
.—No comprendo.

HIGGINS
.—
(Violento, levantándose y andando con intranquilidad.)
Pues es bien sencillo. Sucede que cada uno tiene sus gustos y que éstos son incompatibles con los del otro, y cada uno trata de imponer al otro los suyos. El uno quiere ir en dirección Norte y el otro en dirección Sur, y el resultado es que ambos tienen que ir en dirección Este, aunque ambos aborrezcan el viento de Levante.
(Vuelve a sentarse en el taburete.)
Así, pues, me ve usted hecho un solterón y así he de morir.

PICKERING
.—
(Levantándose y acercándose con aire serio.)
Vamos, Higgins. Usted sabe lo que quiero decir. No tergiversemos. Si he de ser copartícipe en este asunto, tengo que poner los puntos sobre las íes. Me cabe cierta responsabilidad en cuanto a la chica. Espero que por ningún estilo habrá de abusarse de ella.

HIGGINS
.—Pero, ¡hombre!, con qué sale usted ahora. Para mí ha de ser sagrada.
(Levantándose.)
Ella será mi discípula, nada más, y ya sabe usted que no se puede enseñar no respetando escrupulosamente a los discípulos. Estoy bien fogueado, descuide usted. He dado lecciones a docenas de millonarias americanas, entre ellas mujeres de soberana hermosura; pues, para mí, como si hubiesen sido zoquetes de madera. Yo mismo soy un zoquete.

PICKERING
.—No exagere usted, amigo mío. Ya sabe usted que no hay peor cuña que la de la misma madera. Cuando los zoquetes son hombres y mujeres, pueden encenderse y echar llamas… por el simple roce.

HIGGINS
.—No soy ningún muchacho. No olvide, Pickering, que tengo mis cuarenta años bien cumplidos.

PICKERING
.—No importa, no importa. Quedemos en nuestro símil. Antes arde la leña seca que la verde, y la yesca, tan inflamable, se cría en los troncos añejos…

HIGGINS
.—
(Riéndose.)
¡Qué adulador es usted, amigo Pickering!
(La entrada de
MISTRESS PEARCE
interrumpe el coloquio. El ama lleva en la mano el sombrero de
ELISA
.
PICKERING
se retira al sillón de cuero cerca de la chimenea y dice a
MISTRESS PEARCE
:)
¿Ya se arregló aquello?

MISTRESS PEARCE
.—Sí, señor. Ha tomado su baño, aunque con algún trabajo. Porque estaba demasiado caliente el agua, emitió algunas interjecciones que no eran de las más correctas.

HIGGINS
.—
(Al reparar en que
MISTRESS PEARCE
trae entre las manos el sombrero de
ELISA
.)
Pero ¿qué es eso? ¡Su famoso sombrero!

MISTRESS PEARCE
.—Sí, señor; me suplicó que no lo quemara con el resto de la ropa.

HIGGINS
.—
(Se lo quita de las manos.)
Bueno; lo guardaremos como recuerdo.

MISTRESS PEARCE
.—Ande usted con cuidado. No lo quemaré, pero bueno será meterlo un rato en el horno. ¿Quién sabe…?

HIGGINS
.—
(Lo pone precipitadamente sobre el piano.)
¡Ah, bueno! ¿Qué más?

MISTRESS PEARCE
.—Pues nada: me he permitido hacerle algunas advertencias, no solamente respecto a sus modales, sus expresiones, ademanes y aseo personal, sino también en cuanto al orden y método de la vida diaria. Le he dicho que procure dejar todas las cosas en el sitio que les corresponde y no tirarlas en cualquier lado.

HIGGINS
.—Ha hecho usted perfectamente. Ya sé, mistress Pearce, que es usted un ama de llaves incomparable. Bajo la dirección de usted, Elisa aprenderá seguramente a ser hacendosa y amante del orden.

MISTRESS PEARCE
.—Agradezco mucho el inmerecido elogio, pero permítame una observación de carácter personal.

HIGGINS
.—Hable usted.

PICKERING
.—Si el asunto es reservado, puedo retirarme al gabinete.

HIGGINS
.—No haga usted caso. Lo que hablamos mi excelente ama de llaves y yo puede decirse delante de todo el mundo. Desembuche, querida mistress Pearce.

MISTRESS PEARCE
.—Pues, como tengo entendido que de más efecto es el ejemplo que el predicar, creo, míster Higgins, y no me lo tome a mal, que usted, a su vez, debiera procurar tener un poco más de orden y de compostura. Así, por ejemplo, perdone la franqueza, cuando viene usted de la calle, debiera quitarse la levita y no echarse con ella a dormir la siesta; no debiera comer todo en el mismo plato, como a veces hace. Acuérdese de que ayer, sin ir más lejos, se encontró una cabeza de sardina en la mermelada, porque no había cambiado el plato.

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