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Authors: George Bernard Shaw

Tags: #Teatro

Pigmalión (4 page)

BOOK: Pigmalión
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HIGGINS
.—
(Colocándose a su izquierda.)
¿Se ha cansado de escuchar sonidos?

PICKERING
.—¡Claro! Es un ejercicio muy absorbente. Yo, que estaba orgulloso por saber pronunciar veinticuatro vocales distintas, me considero vencido por las ciento treinta de usted. En muchos casos no percibo la más ligera diferencia entre ellas.

HIGGINS
.—
(Sonriéndole satisfecho y yendo hacia el piano a comer dulces.)
¡Oh! Eso viene con la práctica. Al principio no se percibe la diferencia entre ciertas vocales afines; pero luego, a fuerza de aguzar el oído, se las encuentra tan diferentes como la “a” y la “b”.
(
MISTRESS PEARCE
, el ama de llaves de
HIGGINS
, asoma la cabeza por la puerta.)
¿Qué pasa?

MISTRESS PEARCE
.—
(Vacilante, evidentemente perpleja.)
Ha venido una joven que desea verle a usted.

HIGGINS
.—¡Una joven! ¿Qué quiere?

MISTRESS PEARCE
.—Pues dice que usted se alegrará de verla cuando se entere del objeto de su visita. Parece una muchachuela ordinaria, muy ordinaria. Yo la hubiese despedido; pero pensé que tal vez la necesitase usted para impresionar algún cilindro. Espero que no habré cometido una falta; usted me dispensará; a veces no sabe una lo que debe hacer.

HIGGINS
.—No se apure, señora. Y esa joven, ¿tiene un acento interesante?

MISTRESS PEARCE
.—Yo de eso no entiendo. Lo que a mí me parece es que es una… cualquiera. ¡Tiene unas expresiones!… ¡Bendito sea Dios!

HIGGINS
.—
(A
PICKERING
.)
La mandaremos pasar, ¿no le parece?
(A
MISTRESS PEARCE
.)
Dígale que pase.
(Va a su mesa de trabajo y coge un cilindro para colocarlo en el fonógrafo.)

MISTRESS PEARCE
.—
(Moviendo la cabeza.)
Allá usted. Yo me lavo las manos.
(Se retira.)

HIGGINS
.—Pues es una feliz casualidad. Ahora le voy a mostrar a usted cómo registro las voces. La haremos hablar y, mientras tanto, haré funcionar el aparato Bell, llamado de sonidos visibles; luego ampliaré todo en el Romie y, finalmente, lo fijaremos en el fonógrafo, de modo que podamos oír sus palabras siempre que se nos antoje.

MISTRESS PEARCE
.—
(Volviendo.)
Aquí tiene usted a la muchacha.
(La
FLORISTA
entra vestida de gala. Su peinado está muy cuidado. Su falda de percal, cuidadosamente remendada, está casi limpia. Lleva una blusa de color chillón, que revela a primera vista que más bien que de los talleres de alguna gran modista, procede de una prendería. Lo que más llama la atención es su sombrero de paja con tres plumas de avestruz: amarilla, azul oscura y colorada. Sus botas apenas si tienen tacón.
PICKERING
queda conmovido ante aquella figura, deplorablemente patética, con su inocente presunción. En cuanto a
HIGGINS
para quien las personas sólo tienen interés desde el punto de vista de sus estudios fonéticos, entra en materia sin más preámbulo.)

HIGGINS
.—
(Brusco, al reconocerla, con no disimulada desilusión.)
Pero… ¡qué! ¡Si ésta es la muchacha cuya pronunciación transcribí anoche! No me sirve para nada. Con media docena de frases de su jerigonza me basta y me sobra. No quiero gastar un cilindro en ello.
(A la muchacha.)
No haces falta; puedes retirarte.

LA FLORISTA
.—¡No se ponga tan bufo, hombre! Un griyo sólo vale medio penique y se l’oye. Entéres’usté tan siquiera del ojezto de mi vesita.
(A
MISTRESS PEARCE
, que se ha quedado en la puerta esperando más órdenes.)
Señora, ¿l’ha dicho usté que he venío en taxi?

MISTRESS PEARCE
.—No hable tonterías. ¿Qué le importa a un caballero como míster Higgins si usted ha venido en taxi o a pie?

LA FLORISTA
.—¡Anda Dios! Aquí toos a una. ¿Qué s’habrán figurao? Pues sepan ustés que s’equivocan de medio a medio. Aquí menda, tal como la ven, tie con qué pagar. De modo que al trigo, como quien dice. El señor aquí, según le oí decir anoche, da leciones de prenunciación. Pues yo quiero aprender a prenunciar correztamente, así como suena. Creo que mi dinero vale tanto como el de otros; y si no, decirlo d’una vez. Con ir a otro profesor, asunto acabao, y tan amigos como antes.

HIGGINS
.—Pero ¿qué está diciendo la tonta?

LA FLORISTA
.—El tonto será usted si desperdicia la ocasión. Fíjese que estoy dispuesta a pagar las leciones.

HIGGINS
.—
(Divertido.)
Sí, ¿eh? ¡Vaya, vaya!

LA FLORISTA
.—Vamos, parece que se ablanda. ¡Aaaayyyy!

HIGGINS
.—
(Crispado.)
¡A esa pílfora la tiro por el balcón!
(Avanza amenazador.
PICKERING
le retiene. La muchacha lanza gritos de terror y se refugia detrás del piano.)

LA FLORISTA
.—¡Aaaaayyyyy…, aaaaayyyyy!… No me pegue, que no he hecho nada.
(Llorando.)
¡Y me ha llamado pílfora, cuando ofrezco pagar como una señora!

PICKERING
.—
(Acercándose al piano.)
No se asuste, hija, que mi amigo no es tan fiero como parece. Hablando se entiende la gente. Vamos a ver: ¿qué es lo que desea usted?

LA FLORISTA
.—
(Con voz temblorosa.)
Pues mire usté: yo querría entrar de vendedora en una tienda elegante de flores. Me han dicho que mi tipo no les disgustaba, pero que mi manera de hablar no era bastante fina. Como el señor se dedica a enseñar a hablar, he venido a ver si nos entendíamos.

MISTRESS PEARCE
.—Pero, muchacha, ¿está usted loca? ¿Cómo va usted a pagar las lecciones?

LA FLORISTA
.—¡Nos ha amolao! Sé yo tan bien como usté lo que valen las leciones. Estoy dispuesta a pagar lo que pidan en razón. ¡Anda, chúpate ésta, Ruperta!
(
MISTRESS PEARCE
, roja de indignación, quiere contestar; pero a
HIGGINS
le ha hecho gracia la cosa, lanza una carcajada franca y levanta el brazo para imponer silencio al ama; se dirige a la muchacha.)

HIGGINS
.—¿Cuánto pagarías?

LA FLORISTA
.—¡Ah, vamos! Ya sabía yo que bajaría usté los humos al ver la probabilidad de recoger algo de lo que tiró anoche.
(Con confianza, bajando la voz.)
Vamos, confiese: estaba algo alegre, ¿no?

HIGGINS
.—
(Imperioso.)
Siéntate.

LA FLORISTA
.—No haga usted cumplidos… Yo…

HIGGINS
.—
(Con voz de trueno.)
Siéntate, te digo.

MISTRESS PEARCE
.—Ande, muchacha; haga lo que le mandan.
(Le acerca la silla de rejilla.)

LA FLORISTA
.—Yo quiero irme.
(Se queda en pie, medio asustada, medio reacia.)

PICKERING
.—
(Muy cortés.)
Tome usted asiento, hija mía.

LA FLORISTA
.—Gracias, caballero.
(Se sienta y mira a
PICKERING
con gratitud.)

HIGGINS
.—¿Cómo te llamas?

LA FLORISTA
.—Elisa.

HIGGINS
.—Elisa, ¿qué más?

LA FLORISTA
.—Pues Elisa Doolitle.
(Dúctil.)

HIGGINS
.—Perfectamente… Pues dime ahora: ¿cuánto piensas pagarme por lección?

ELISA
.—Pues mire: yo sé por dónde ando. Una muchacha, amiga mía, tiene un profesor de francés al que paga un chelín y medio por hora. Es un francés de Francia, no se crea usté. Supongo que usté no se atreverá a exigirme lo mismo para enseñarme mi propia lengua. Yo le ofrezco un chelín, ni un penique más. Haga lo que quiera.

HIGGINS
.—
(Se pasea, haciendo sonar sus llaves en el bolsillo.)
Sí, vamos a ver, amigo Pickering: un chelín, en comparación con los ingresos de esa muchacha, equivale a sesenta o setenta guineas pagadas por un millonario.

PICKERING
.—¿Cómo?

HIGGINS
.—Pues sí, verá usted: un millonario tiene un ingreso diario de ciento cincuenta libras. Ella cobra al día media corona.

ELISA
.—
(Altanera.)
¿Quién le ha dicho que yo sólo…?

HIGGINS
.—
(Prosiguiendo.)
Ella me ofrece dos quintas partes de su ingreso diario. Dos quintas partes del ingreso de un millonario vienen a ser unas sesenta libras. Es espléndido, es enorme. Es la oferta mayor que me han hecho hasta ahora.

ELISA
.—
(Espantada.)
¡Sesenta libras! Pero ¿qué está usté diciendo? Yo nunca le he ofrecido sesenta libras. ¿Cómo podría yo…?

HIGGINS
.—Cállate, mujer, si puedes.

ELISA
.—
(Quejumbrosa.)
Pero si no voy a poder…

MISTRESS PEARCE
.—Tranquilícese, muchacha, que nadie le quitará su dinero. ¡Habrá simple!

HIGGINS
.—Sí, tranquilízate y no te apures. Y cuidado con dar bien las lecciones; que si no, habrá azotes. Siéntate.

ELISA
.—
(Obedeciendo despacio.)
¡Aaayyy…! Ni que fuá usté mi padre.

HIGGINS
.—Una vez que yo sea tu profesor, seré peor que “dos” padres. Toma.
(Le ofrece su pañuelo de seda.)

ELISA
.—¿Pa qué es eso?

HIGGINS
.—Para que te seques los ojos, para que te seques cualquier parte húmeda de tu cara. No olvides, ¿eh? Este es tu pañuelo, y ésta es tu manga. No confundas una cosa con otra, si quieres llegar a ser una vendedora de categoría.
(
ELISA
, completamente confusa, le mira con ojos extraviados.)

MISTRESS PEARCE
.—No le hable usted así, míster Higgins, que no le entiende. Por lo demás, mucho cuidado
(Le quita el pañuelo.)

ELISA
.—
(Arrebatándole el pañuelo.)
Venga, ¡caray! Si me lo dio a mí.

PICKERING
.—
(Riendo.)
Es verdad; creo, mistress Pearce, que el pañuelo le pertenece a ella.

MISTRESS PEARCE
.—Bien empleado le está, míster Higgins.

PICKERING
.—Hombre, se me ocurre una idea. ¿Se acuerda usted de lo que dijo de la “garden-party” de la Embajada? Le proclamaré a usted el primer profesor del mundo si lo lleva a cabo. Yo le apuesto todos los gastos del experimento y el precio de las lecciones encima.

ELISA
.—¡Oh, qué bueno es usté, mi general! Muchísimas gracias.

HIGGINS
.—
(Mirándole, pensativo.)
¡Menuda faena! Si no fuera por el amor propio que pongo en estas cosas… Hay que ver sus modales y su facha. Pero no importa. Lograré mi empeño. Haré una duquesa de esa criatura sacada del arroyo.

ELISA
.—¡Aaaaayyyyy…! Del arroyo ha dicho, cuando precisamente en donde me paso yo la vida es en las aceras.

HIGGINS
.—
(Entusiasmándose con la idea.)
Sí, dentro de seis meses, dentro de tres, si tiene buen oído y lengua suelta, la presento en la buena sociedad y doy el timo. Mistress Pearce, llévesela y límpiela. No ahorre el jabón. ¿Hay buena lumbre en la cocina?

MISTRESS PEARCE
.—
(Protestando.)
Sí, pero…

HIGGINS
.—
(Con el tono de quien no tolera objeciones.)
Nada de peros. Quítele todo lo que lleva encima y quémelo. Mande usted al criado o al portero por ropas nuevas, y mientras tanto, envuélvala, aunque sea en papel de estraza.

ELISA
.—No sé lo que usté querrá hacer conmigo. Yo soy una muchacha honrá, ¿entiende?

HIGGINS
.—No necesitamos aquí tus remilgos de la calle de Lisson Grove, chicuela. Tienes que aprender a comportarte como una duquesa. Llévesela, mistress Pearce, y si le da guerra, déle usted azotes.

ELISA
.—
(Levantándose precipitadamente y corriendo a colocarse entre
PICKERING
y
MISTRESS PEARCE
, como buscando protección.)
A mí no me martiricen, que llamo a los guardias.

MISTRESS PEARCE
.—¡Pero si no tengo sitio para ella!

HIGGINS
.—Métala usted en la carbonera.

ELISA
.—¡Aaaaayyyyy…!

PICKERING
.—Oiga usted, Higgins.

MISTRESS PEARCE
.—Reflexione, señor. Estas cosas no traen nada bueno.
(
HIGGINS
se serena. Una racha de buen humor sucede a su excitación anterior.)

HIGGINS
.—
(Con calma y dulzura.)
Tranquilícense ustedes. Mis intenciones son las mejores del mundo. Quiero tratarla con todos los miramientos posibles. Cuento con la colaboración de usted para moldearla y adaptarla a su nueva posición.
(
ELISA
, tranquilizada, vuelve a ocupar su silla.)

MISTRESS PEARCE
.—¡Qué cosas tiene el señor! No tiene una más remedio que bajar la cabeza. ¡Dios quiera que la empresa le salga bien!

PICKERING
.—Claro que el caso ofrece sus dificultades.

HIGGINS
.—Pero ¿qué quieren ustedes decir?

MISTRESS PEARCE
.—Pues que no puede usted recoger así a una muchacha, como recogería una piedra en la calle.

HIGGINS
.—¿Por qué no?

MISTRESS PEARCE
.—¿Por qué no? Pues porque no sabe usted quién es ella. Tendrá padres. Tal vez esté casada.

ELISA
.—¡Aaaaayyyyy…!

HIGGINS
.—¡Casada! ¡Vamos! ¿No sabe usted que las mujeres de su clase, al año de casadas están ajadas como bestias que tiran de un carro?

ELISA
.—¿Quién s’había de casar conmigo?

HIGGINS
.—
(Volviendo a su tono amable.)
Ten por seguro, ¡oh Elisa!, que antes que salgas de mis manos, las calles de Londres resultarán estrechas para la muchedumbre de hombres que se morirán por tus pedazos.

BOOK: Pigmalión
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