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Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Relatos 1927-1949 (14 page)

BOOK: Relatos 1927-1949
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Desde la calleja llegó un ruido de cascos. Un grupo de jinetes se detuvo ante la casa y, con paso alado, hizo su entrada en ella Alcibíades.

—Buenos días, Antístenes. ¿Qué tal va el negocio de la filosofía? Están fuera de sí —exclamó radiante—. En el Areópago están furiosos por tu respuesta, Sócrates. Por gastarles una broma, cambié mi petición de que te ciñeran la corona de laurel por la de que te dieran cincuenta bastonazos. Y claro que esto los irritó, porque era exactamente lo que estaban deseando. Pero tendrás que ir. Iremos los dos juntos, a pie.

Sócrates suspiró. Se llevaba muy bien con el joven Alcibíades. Muchas veces habían bebido juntos. Era muy amable de su parte haberlo buscado esta vez. Seguro que no lo había hecho sólo por incordiar al Areópago, deseo éste por demás honroso y digno de ser apoyado. Por último dijo en tono circunspecto, sin dejar de mecerse en su hamaca:

—Prisa se llama el viento que derriba el andamio. Siéntate.

Alcibíades se rió y acercó una silla. Antes de sentarse, le hizo una cortés reverencia a Xantipa que, de pie en la puerta de la cocina, se estaba secando las manos mojadas en la túnica.

—Vosotros los filósofos sois gente muy extraña —dijo un tanto impaciente—. Quizá ya estés arrepentido de habernos ayudado a ganar la batalla. Apostaría a que Antístenes te ha hecho ver que no existían razones suficientes para ello.

—Estábamos hablando de álgebra —se apresuró a decir Antístenes y volvió a toser.

Alcibíades sonrió burlonamente.

—No me esperaba otra cosa. ¡Sobre todo no dar importancia a algo semejante! ¿Verdad? Pues, en mi opinión, fue simple y llanamente valentía. Nada extraordinario, si queréis, pero ¿qué de extraordinario tiene un puñado de hojas de laurel, después de todo? Aprieta los dientes y aguanta, viejo. Aquello pasa pronto y no duele. Y luego iremos a empinar el codo.

Miró con curiosidad al ancho y robusto personaje que ahora se columpiaba con bastante fuerza.

Sócrates reflexionó a toda prisa. Acababa de ocurrírsele algo que sí podía decir. Podía decirles que la noche anterior o esa misma mañana se había torcido un pie. Cuando los soldados que lo llevaban cargado lo bajaron al suelo, por ejemplo. En ello había incluso una agudeza. Su caso demostraba con qué facilidad puede uno verse perjudicado por los homenajes de sus conciudadanos.

Sin dejar de columpiarse, el filósofo se inclinó hacia adelante hasta quedar sentado, se frotó con la mano derecha el brazo izquierdo, que llevaba descubierto, y dijo pausadamente:

—Pues ocurre que mi pie…

Al pronunciar esta palabra, su mirada, no del todo firme porque había llegado el momento de pronunciar la primera auténtica mentira en todo ese asunto —hasta entonces se había limitado a guardar silencio—, recayó sobre Xantipa, que seguía en la puerta de la cocina.

Sócrates se quedó sin habla. De pronto se le fueron las ganas de contar su historia. No se había torcido el pie.

La hamaca se inmovilizó.

—Escucha, Alcibíades —dijo por último en un tono de voz enérgico y muy fresco—, no se puede hablar de valentía en este caso. Tan pronto como empezó la batalla, es decir en cuanto vi aparecer a los primeros persas, puse pies en polvorosa y, además, en la dirección adecuada: hacia la retaguardia. Pero era un campo lleno de arbustos espinosos. Se me clavó una espina en el pie y no pude continuar. Al punto empecé a repartir golpes a mi alrededor como un salvaje y poco faltó para que alcanzara también a varios de los nuestros. En mi desesperación, me puse a chillar algo acerca de otros destacamentos para que los persas creyeran que había varios, idea absurda, pues claro está que no entendían griego. Parece ser, sin embargo, que ellos también estaban bastante nerviosos. Supongo que no pudieron aguantar aquel griterío después de todo lo que habían tenido que soportar durante el avance. Se quedaron paralizados un instante, y entonces llegó nuestra caballería. Eso es todo.

Durante unos segundos no se oyó el menor ruido en la habitación. Alcibíades miró fijamente al filósofo. Antístenes tosió haciendo pantalla con la mano, esta vez con toda naturalidad. Desde la puerta de la cocina, donde estaba Xantipa de pie, llegó una sonora carcajada.

Y Antístenes dijo en tono seco:

—Es evidente que no podías ir así al Areópago y trepar cojeando la escalinata para recibir tu corona de laurel. Ahora lo entiendo.

Alcibíades se retrepó en su silla y, entornando los ojos, contempló al filósofo tumbado en su lecho. Ni Sócrates ni Antístenes lo miraban.

Luego volvió a inclinarse hacia delante y ciñó con ambas manos una de sus rodillas. Su fino rostro adolescente se contrajo ligeramente, pero no dejó traslucir nada de sus pensamientos o sentimientos.

—¿Por qué no dijiste que tenías cualquier otra herida? —preguntó.

—Porque tengo una espina en el pie —repuso Sócrates en tono brusco.

—¡Ah! ¿Por eso? —dijo Alcibíades—. Ya entiendo.

Y levantándose de prisa, se acercó al lecho.

—Lástima que no haya traído mi propia corona. Se la di a mi asistente para que la guardase. De lo contrario, te la hubiera dejado. Créeme si te digo que, en mi opinión, eres un hombre muy valiente. No conozco a nadie que, en circunstancias similares, hubiese contado lo que tú acabas de contar.

Y salió rápidamente.

Más tarde, cuando Xantipa hubo lavado el pie y extraído la espina, comentó malhumorada:

—Te hubiera podido venir una septicemia.

—Como mínimo —dijo el filósofo.

Los trofeos de Lúculo

A principios del año 63 a. de C. vivía Roma momentos de gran inquietud. Pompeyo había conquistado Asia para los romanos tras largos años de expediciones militares, y ahora éstos aguardaban atemorizados el retorno del triunfador. Después de su victoria, claro está que no sólo Asia, sino también Roma se había sometido incondicionalmente a sus designios.

Uno de aquellos días de tensión, un hombre pequeño y delgado salió de uno de los palacios situados en los enormes jardines a orillas del Tíber y avanzó hasta la escalinata de mármol para recibir a un visitante. Era el ex general Lúculo, y su visitante, que además venía a pie, era el poeta Lucrecio.

El viejo general había iniciado en su día la campaña de Asia, pero Pompeyo lo había desplazado del mando mediante toda suerte de intrigas. Como Pompeyo sabía que, a los ojos de mucha gente, Lúculo era el verdadero conquistador de Asia, éste tenía sobrados motivos para aguardar con preocupación la llegada del vencedor. No recibía demasiadas visitas por aquellos días.

El general saludó cordialmente al poeta y lo condujo a una salita para que tomara un refrigerio. Pero el poeta sólo comió unos cuantos higos. No andaba muy bien de salud. El pecho le ocasionaba molestias; no soportaba las nieblas primaverales.

En la conversación no se dedicó, al principio, una sola palabra a los acontecimientos políticos. Se discutieron algunos problemas filosóficos.

Lúculo expresó ciertas reservas sobre el tratamiento que Lucrecio brindaba a los dioses en su poema didáctico
Sobre la naturaleza de las cosas.
Señaló que, en su opinión, era peligroso rechazar la religiosidad como si fuera simple superstición. Religiosidad era lo mismo que moral. Renunciar a una suponía renunciar a la otra. Las ideas supersticiosas que podían refutarse estaban, según él, vinculadas a otras ideas cuyo valor no se podía demostrar, pero que, pese a todo, eran necesarias, etc., etc.

Por supuesto que Lucrecio le llevó la contraria, y el viejo general narró entonces, en apoyo de sus opiniones, un sueño que había tenido durante sus campañas asiáticas; en la última, para ser preciso.

—Fue después de la batalla de Gasiura. Nuestra situación era casi desesperada. Necesitábamos conseguir victorias rápidas. Triario, a la sazón mi sustituto, había caído en una emboscada con sus tropas de reserva. Si no lo socorría de inmediato, todo estaría perdido. Y justo en aquel momento la insubordinación adquirió proporciones amenazadoras en el seno del ejército, debido a la prolongada suspensión de pagos.

»Estaba agotado por el exceso de trabajo, y una tarde me quedé dormido sobre el mapa y tuve el sueño que ahora quiero contarle.

»Habíamos acampado a orillas de un gran río, el Halys, que estaba muy crecido, y soñé que me encontraba en mi tienda, de noche, elaborando un plan que destruyera definitivamente a mi enemigo Mitrídates. En ese momento era imposible cruzar el río que, en mi sueño, dividía al ejército de Mitrídates en dos partes. Si yo atacaba a la mitad que se encontraba en nuestra margen, ésta no podría recibir ninguna ayuda del otro lado del río.

»Y llegó la mañana. Mandé formar al ejército y realizar los sacrificios en presencia de las legiones. Había hablado con los sacerdotes, y todos los augurios resultaron excepcionalmente favorables. Pronuncié una gran arenga, hablé sobre la incomparable oportunidad de destruir definitivamente al enemigo, del respaldo que nos brindaban los dioses, que habían hecho crecer el río, de los presagios extraordinariamente propicios que demostraban que los dioses deseaban la batalla, etc., etc. Y mientras hablaba, ocurrió algo extraordinario.

»Me encontraba a bastante altura y podía dominar perfectamente la llanura que se extendía tras las líneas de combate. A una distancia no muy grande se veía el humo de las fogatas del campamento de Mitrídates. Entre los dos ejércitos había campos cultivados; los cereales estaban ya bastante crecidos. A un lado, junto al río, había una granja a punto de ser inundada por las aguas. Una familia campesina estaba rescatando sus pertenencias de la casa de abajo.

»De pronto vi que los labriegos hacían señas en dirección a nosotros. Algunos de mis legionarios parecían oír voces y se volvieron hacia los campesinos. Cuatro o cinco se pusieron en marcha hacia ellos, primero a paso lento e inseguro, luego a toda carrera.

»Pero los labriegos señalaban en la dirección opuesta. Y entonces comprendí lo que querían decir. A nuestra derecha se alzaba un terraplén que el agua había socavado y estaba a punto de desmoronarse.

»Todo esto es lo que vi mientras hablaba sin parar. Y se me ocurrió una idea.

»Señalé con la mano extendida el terraplén, de suerte que todas las miradas convergieron en él, y dije, alzando la voz: “¡La mano de los dioses, soldados! Ellos han ordenado al río que destruya el dique del enemigo. ¡Adelante, en nombre de los dioses!”

»Por cierto que mi sueño no era del todo claro, pero recuerdo perfectamente el momento en que todo el ejército, en cuyo centro me encontraba, observó el vacilante dique mientras yo hacía una breve pausa.

»Duró muy poco. Y de pronto, sin transición de ningún tipo, cientos de soldados echaron a correr en dirección al dique.

»Los pocos que ya habían acudido antes en auxilio de los campesinos empezaron a vociferar también, al tiempo que ayudaban a la familia a sacar el ganado de los establos. Yo oía solamente: “¡El dique! ¡El dique!”

»Ya eran miles los que corrían hacia allí, todos.

»Los que estaban detrás pasaron corriendo a mi lado, hasta que sentí que me arrastraban. Era un torrente humano que se precipitaba hacia el torrente de agua.

»Grité a los que estaban más cerca —o, mejor dicho, corrían más cerca—: “¡Al enemigo!’’ “¡Sí, al río!”, chillaron ellos como si no me hubieran entendido. “Pero ¡y la batalla!”, exclamé yo. “¡Más tarde!”, me consolaron.

»Entonces me interpuse en el camino de una cohorte desbandada:

»“¡Os ordena deteneros!”, les grité con voz de mando.

«Dos o tres se detuvieron. Entre ellos había un larguirucho de cara torcida al que no he podido olvidar hasta ahora, pese a haberlo visto sólo en sueños. En algún momento se volvió hacia sus compañeros y les preguntó: “¿Quién es ése?” Y no era ninguna insolencia. Su pregunta era sincera. Y con toda sinceridad, según pude ver, los otros le respondieron: “No tenemos ni idea.” Y siguieron corriendo en dirección al dique.

»Poco después me quedé solo. A mi lado aún ardían los sacrificios en los altares de campaña. Pero hasta los sacerdotes corrían tras los soldados en dirección al río. Algo más lentamente, claro está, porque eran más gordos.

»Obedeciendo a un impulso de excepcional violencia, decidí inspeccionar yo mismo el dique. Intuía vagamente que también ahí hacía falta cierta organización. Y me puse en marcha, presa de sentimientos encontrados. Mas pronto eché a correr, preocupado por la idea de que los trabajos no se hubieran organizado debidamente y el dique acabara cediendo. En tal caso, pensé por un momento, no sólo se perdería la granja de esos campesinos, sino también los campos con los cereales a medio crecer. Como ve, ya estaba totalmente contagiado por los sentimientos generales.

»Sin embargo, cuando llegué reinaba el orden más perfecto. Fue una gran ayuda que nuestros legionarios llevaran consigo palas para construir muros defensivos en torno al campamento. Nadie dudaba en clavar la espada en las fajinas para aumentar la resistencia. Los escudos se empleaban para acarrear tierra.

»Viéndome deambular por ahí inactivo, un soldado me cogió de la manga y me puso una pala en las manos. Empecé a cavar, siguiendo las indicaciones de un centurión. A mi lado alguien comentó: “En mi tierra, el Piceno, también se rompió un dique el año ochenta y dos. Se perdió la cosecha.’’ Lógico, pensé, la mayoría eran hijos de campesinos.

»Sólo una vez, recuerdo, volvió a mi mente el enemigo. “Espero que el enemigo no aproveche esta oportunidad’’, dije al hombre que tenía a mi lado. “¡Qué va!”, replicó él chorreando sudor, “no es el momento”. Y al levantar la vista, pude ver que, en efecto, también había soldados de Mitrídates trabajando en la reparación del dique, río abajo. Colaboraban con los nuestros y se entendían por señas y gestos, pues hablaban otro idioma (observe la precisión de mi sueño hasta en esos detalles).

El viejo general interrumpió aquí su relato. Su pequeño rostro amarillento y surcado de arrugas tenía una expresión entre preocupada y divertida.

—Hermoso sueño —dijo el poeta plácidamente.

—Sí. ¿Cómo? No.

El general lanzó una mirada insegura. Luego se rió.

—No me hizo nada feliz —añadió a toda prisa—. Al despertar me sentí desagradablemente afectado. Me pareció la prueba de una gran debilidad.

—¿De veras? —preguntó el poeta, asombrado.

Se produjo un silencio. Luego Lucrecio reanudó el diálogo:

—¿Qué conclusión sacó en aquel momento de su sueño?

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