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Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Relatos 1927-1949

BOOK: Relatos 1927-1949
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La obra narrativa de Bertolt Brecht (1898-1956), cuyos inicios coinciden con la cristalización de su temprana vocación literaria, se entrecruzó a lo largo de la vida del autor con el resto de su labor creativa y estuvo animada por los mismos objetivos que guiaron su producción teatral y poética. Los RELATOS —divididos en dos volúmenes— recogen la totalidad de la obra brechtiana en este campo siguiendo un orden cronológico. Si el primer tomo reúne sus narraciones publicadas en diversos periódicos y revistas entre 1913 y 1927, además de algunos inéditos, este segundo volumen agrupa los relatos correspondientes al período que abarca de 1927 a 1948. Escritos a lo largo de un difícil exilio que condujo al autor desde Dinamarca a la Unión Soviética y Estados Unidos pasando por Finlandia y Suecia, los relatos aquí recogidos —aparecidos varios de ellos más tarde en "Historias de almanaque"— proporcionan algunas claves fundamentales para la comprensión del autor alemán.

Bertolt Brecht

Relatos 1927-1949

Narrativa completa - 2

ePUB v1.1

Chachín
20.08.12

Título original:
Prosa. Aus «Gesammelte Werke» Band II

Bertolt Brecht, 1927-1949.

Traducción: Juan J. del Solar B.

Diseño/retoque portada: Orkelyon

Editor original: Chachin (v1.0 a v1.1)

ePub base v2.0

El paquete del Buen Dios
Cuento de Navidad

Acercad vuestras sillas y vuestros vasos de té aquí detrás, junto a la estufa, y no olvidéis el ron. Es bueno estar al calor cuando se cuenta una historia sobre el frío.

Mucha gente, sobre todo cierta clase de hombres poco proclives al sentimentalismo, siente una fuerte aversión hacia la Navidad. En mi vida, sin embargo, hay al menos
una
Navidad de la que realmente guardo el mejor de los recuerdos. Fue la Nochebuena de 1908 en Chicago.

Había llegado a Chicago a principios de noviembre, y cuando me informé sobre la situación general, en seguida me dijeron que aquel sería el invierno más duro que quizás tuviera que soportar esa ciudad, ya bastante desagradable de por sí. Cuando pregunté qué posibilidades tenía un calderero, me dijeron que los caldereros no tenían posibilidad alguna, y cuando busqué un lugar medianamente asequible donde dormir, todo era demasiado caro para mí. Y eso mismo les pasó a muchos, gente de todas las profesiones, aquel invierno de 1908 en Chicago.

Y durante todo diciembre el viento sopló horriblemente desde el lago Michigan, y a finales de mes cerraron sus puertas varias grandes fábricas de conservas cárnicas, que arrojaron un torrente de desocupados a las gélidas calles.

Nos pasábamos días enteros yendo desesperadamente de un barrio a otro en busca de trabajo, y por la noche nos alegrábamos cuando podíamos refugiarnos en cualquier minúsculo local del barrio de los mataderos, repleto de gente exhausta. Allí al menos hacía calor y podíamos sentarnos tranquilamente. Y mientras no nos dijeran nada, permanecíamos sentados frente a
un
vaso de whisky, y ahorrábamos durante todo el día para aquel vaso de whisky, que incluía asimismo calor, bullicio y camaradería, cosas todas en las que aún podíamos cifrar cierta esperanza.

Allí pasamos también la Navidad de aquel año, y el local estaba más lleno que de costumbre, y el whisky más aguado, y el público más desesperado. Resulta comprensible que ni el público ni el propietario logren crear una atmósfera festiva cuando todo el problema de los clientes se reduce a cómo pasarse una noche entera con un solo vaso, y todo el problema del propietario a cómo echar del local a quienes tengan ante sí vasos vacíos.

Pero hacia las diez de la noche entraron tres individuos que, el diablo sabrá de dónde, llevaban unos cuantos dólares en el bolsillo y, como era Nochebuena y el aire rezumaba sentimentalismo, invitaron a todos los presentes a tomarse unas copas más. Cinco minutos después, el local entero era irreconocible.

Todos renovaron su ración de whisky (esta vez muy atentos a que les sirvieran la medida correcta), se juntaron las mesas y se pidió a una joven de aspecto aterido que bailase un
cakewalk
, mientras la totalidad de los participantes marcaban el compás palmeando. Pero, a decir verdad, el diablo debió de meter su negra mano en el asunto, pues la animación dejaba mucho que desear.

Sí, el espectáculo adquirió desde el principio un cariz decididamente malévolo. Pienso que era la obligación de aceptar esas copas de más lo que irritaba tanto a todo el mundo. Los promotores de esa atmósfera navideña no eran mirados con buenos ojos. Y tras los primeros vasos de aquel whisky invitado surgió el plan de organizar una auténtica Nochebuena con regalos, una fiesta con todas las de la ley, como quien dice.

Como los artículos de regalo no abundaban, se prefirió hacer obsequios pensando menos en su valor intrínseco que en su adecuación a los obsequiados, para quienes quizá tuvieran un significado más profundo.

Y así obsequiamos al propietario con un cubo de aguanieve sucia de la calle, donde había más que suficiente «para que hiciera durar su viejo whisky hasta bien entrado el nuevo año». Al camarero le regalamos una vieja lata de conserva abierta, «para que al menos tuviera una bandeja decente en la cual servir», y a una de las chicas que trabajaba en el local le dimos una navaja mellada, «para que al menos pudiera rascarse la capa de polvos del año anterior».

Todos estos regalos fueron celebrados con un desafiante aplauso por los presentes, excepción hecha, quizá, de los propios obsequiados. Y luego vino la broma principal.

Había entre nosotros un hombre que sin duda tenía un punto flaco. Se instalaba allí cada noche, y por más indiferencia que quisiera aparentar, debía de tener un temor insuperable a todo lo relacionado con la policía, según creían poder afirmar con seguridad quienes sabían algo de esas cosas. De todas formas, cualquiera podía advertir que no se hallaba nada a gusto en su pellejo.

Para él nos inventamos un regalo muy especial. Con permiso del propietario arrancamos de un viejo directorio tres páginas en las que sólo figuraban comisarías, las envolvimos cuidadosamente en un periódico y entregamos el paquete a nuestro hombre.

Se hizo un gran silencio en el momento de la entrega. El hombre cogió el paquete con gesto vacilante y nos miró de abajo arriba con una sonrisa un tanto desvaída. Observé cómo palpaba el paquete con los dedos para determinar lo que podía haber en su interior ya antes de abrirlo. Pero luego lo abrió rápidamente.

Y entonces ocurrió algo muy extraño. El hombre estaba desatando el cordel con el que habían atado su «regalo», cuando su mirada, en apariencia ausente, recayó en la hoja de periódico donde iban envueltas las interesantes hojas del directorio. Y al instante la mirada dejó de ser ausente. Su delgado cuerpo (era muy alto) se curvó todo entero sobre aquella hoja, como quien dice, y él agachó la cara hasta rozar casi el papel y leyó. Jamás, ni antes ni después, he visto yo a un hombre leer de esa manera. Sencillamente devoraba lo que iba leyendo. Y luego alzó la mirada. Y tampoco he visto nunca, ni antes ni después, una mirada tan radiante como la de aquel hombre.

—Acabo de enterarme por este periódico —dijo con una voz ronca, que apenas lograba mantener serena y contrastaba de modo ridículo con su radiante cara— de que el asunto se aclaró hace tiempo. En Ohio todo el mundo sabe que yo no tuve nada que ver con esa historia.

Y entonces rompió a reír.

Y todos nosotros, que lo habíamos contemplado atónitos porque esperábamos una reacción muy distinta y sólo entendíamos que el hombre había estado bajo alguna acusación y, como acababa de enterarse por la hoja de periódico, había sido rehabilitado, entretanto, también rompimos a reír de pronto a mandíbula batiente y casi de corazón, y aquello animó muchísimo la reunión, la amargura fue olvidada por completo y empezó una extraordinaria Nochebuena que se prolongó hasta la mañana y dejó satisfecho a todo el mundo.

Y claro está que, en medio de la general satisfacción, no tuvo ya importancia alguna que Dios, y no nosotros, hubiera elegido aquella hoja de periódico.

Breve visita al museo alemán.

—Buenos días.

—¿Sí?

—Quisiera visitar la sección de astronomía.

—¡Ajá! ¿No sabe usted leer?

—Por supuesto.

—¿Y no ve que allí dice que hoy está cerrada la sección de astronomía?

—Sí…, pero es que, sabe…, voy a estar aquí sólo un día.

—Y tiene que visitar precisamente la sección de astronomía.

—Así es.

—¿Y precisamente hoy, que está cerrada?

—Bueno. Quisiera hablar con el director.

—¿Con el señor director? ¿Y qué desea usted del señor director?

—Ver si el señor director puede hacer algo por mí.

—Pues ya puede ahorrarse la visita. Yo le digo a usted que el señor director no puede hacer nada.

—Buenos días.

—¿Sí?

—Disculpe, ¿es usted el señor director?

—Sí, ¿qué desea?

—Me gustaría visitar la sección de astronomía, que hoy está cerrada.

—¡Ajá! ¿Y para qué?

—Tengo que hacer un trabajo. Soy escritor.

—Ajá. Con que es escritor. ¿Y cómo se llama?

—Brecht.

—Ajá.

—Sólo puedo quedarme un día aquí.

—¿Y de dónde viene?

—De Berlín, usted perdone.

—Ajá. Y quiere visitar la sección de astronomía.

—Sí, por favor.

—Y justamente hoy, que está cerrada.

—Así es. ¿Por qué no sería posible? Basta con que uno de los guardianes me acompañe. Alguna excepción tiene que haber. Sobre todo cuando no se trata de turistas, sino de gente que necesita algo para su trabajo.

—Pero, ¿por qué no mira antes un poco lo que hay en Berlín?

—Pensaba que aquí habría un material de primera.

—En otro sitio puede ser tan bueno, y hasta mejor.

—¿De veras?

—Que se lo digo yo.

—¿Hay salida por aquí?

—¿No sabe usted leer?

—Por supuesto.

—¿Y no ve que allí dice «salida»?

—¿Es usted el señor portero?

—Sí. ¿Qué desea?

El viaje más largo

He hecho todo tipo de viajes, pero el más largo de todos los que he hecho fue un viaje desde la estación de metro Kaiserhof hasta la Nollendorfplatz. Intentaré explicarle por qué fue tan largo aquel viaje.

Hará de esto unos diez años, y todavía no era yo tan importante como ahora. Si se encontrara usted hoy conmigo, tendría delante a un hombre al que no le ofrecería sin más ni más una propina. Pero en aquel entonces era yo un hombrecillo insignificante, y el día en que subí al metro en la estación de Kaiserhof aún no dejaba traslucir rasgo alguno de mi ulterior arrogancia. En algún lugar acababan de darme a entender que mi presencia en esta ciudad no tenía el menor interés y que les parecía innecesario financiarme una comida más en el Aschinger; y cuando estuve sentado en el vagón del metro había en mi cabeza un espacio singularmente vacío que yo era incapaz de llenar.

Era mediodía, y el metro estaba atestado de gente. Ya en Gleisdreieck conseguí un asiento, es decir, me incrustaron literalmente en él. Yo hubiera debido resistirme con todas mis fuerzas a ocuparlo, como se verá en seguida, pero ¿con
qué
fuerzas? Me sentaron y ya no pude levantarme.

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