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Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Relatos 1927-1949 (3 page)

BOOK: Relatos 1927-1949
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Un rostro nuevo

Erase una vez un comerciante que vivía en un gran país. Compraba todo tipo de cosas, grandes y pequeñas, y volvía a venderlas obteniendo pingües beneficios. Compraba fábricas y ríos, bosques y barrios enteros, minas y barcos. Cuando la gente no tenía nada que venderle, él les compraba su tiempo, es decir, los hacía trabajar para él a cambio de un sueldo y les compraba así sus músculos o su cerebro. Compraba la fuerza de sus brazos para su cinta sin fin, la presión de sus pies para sus fraguas, sus dibujos, su escritura para sus libros de contabilidad.

Era un gran comerciante y se fue haciendo cada vez más y más grande. Era muy respetado por doquier y ese respeto no hacía sino aumentar continuamente. Pero de un momento a otro lo atacó una terrible enfermedad.

Un día quiso comprar nuevamente algo, esta vez unas minas de estaño en México. En realidad no quería comprarlas él mismo, sino hacer que otras personas las compraran por él, para poder venderlas luego. Lo cierto es que quería estafar a aquella gente.

Se citó con ellos en un Banco.

Allí negociaron durante varias horas, fumando gruesos puros y anotando cifras.

El gran comerciante explicó a sus socios lo que podrían ganar en aquel negocio, y como era un comerciante tan respetado y su aspecto era amable y simpático —un caballero rosado, algo mayor, de cabello canoso y ojos relucientes—, ellos le creyeron, por lo menos al principio. Pero entonces ocurrió algo muy extraño.

El comerciante advirtió de pronto que aquellos señores lo miraban de forma muy rara, y en cierto momento hasta retrocedieron un poco mientras él seguía hablando. Se miró, por si algo no estuviera en orden en su indumentario, pero ésta era impecable. No tenía idea de qué estaba ocurriendo. De repente los señores se levantaron, y el aspecto de sus caras fue esta vez de franco terror; era evidente que lo miraban a él, y lo miraban como algo aterrador, que inspirase miedo. Y, sin embargo, él seguía hablando en el mismo tono de siempre, amable y simpático, como un gran comerciante respetado.

¿Por qué, pues, dejaron de escucharlo todos? ¿Por qué se marcharon sin siquiera disculparse y lo dejaron solo? Porque es lo que hicieron.

Y él también se puso en pie, cogió su sombrero y bajó para abordar su coche. Y tuvo que presenciar cómo su chófer se horrorizaba al verlo.

Al llegar a su casa se acercó de inmediato a un espejo. Y entonces vio algo espeluznante:

¡Desde el espejo lo miraba la cara de un
tigre
!

¡Tenía un rostro nuevo! ¡Un rostro de tigre!

Rectificaciones de antiguos mitos.
Odiseo y las sirenas
[1]

Como es sabido, cuando el astuto Odiseo avistó la isla de las sirenas, aquellas cantantes devoradoras de hombres, se hizo atar al mástil de su navío y a sus remeros les tapó los oídos con cera a fin de que, gracias a esta cera y a las cuerdas que lo ataban, su goce artístico quedara son consecuencias nefastas. Mientras remaban bordeando la isla al alcance del oído, los sordos esclavos pudieron ver a nuestro héroe retorciéndose en el mástil como si anhelara liberarse, y a las seductoras mujeres hinchando sus temibles gargantas. Todo transcurrió, pues, aparentemente según lo previsto y acordado. La Antigüedad entera creyó en el éxito de la artimaña del astuto héroe. ¿Seré yo el primero en tener ciertos reparos? Pues lo cierto es que me digo: sí, todo perfecto; pero ¿quién puede decir, aparte de Odiseo, que las sirenas cantaron realmente al ver a ese hombre atado al mástil? ¿Querrían aquellas poderosas y hábiles mujeres prodigar su arte con gente que no tenía ninguna libertad de movimiento? ¿Será esto la esencia del arte? Antes me inclinaría a pensar que las gargantas hinchadas vistas por los remeros se debían a los insultos que, con todas sus fuerzas, lanzaban ellas contra aquel cauto y condenado provinciano, y que nuestro héroe se retorcía en el mástil (cosa de la que también existen testimonios) porque, en definitiva, se sentía avergonzado.

Candaules

Del rey Candaules cuenta la leyenda que, tras una acalorada discusión sobre la belleza, mostró a su amigo Giges a su esposa totalmente desnuda. La historia no tiene, a mi entender, mucho sentido. Da por supuesto que, sin más ni más, el tal Giges expresó sus dudas sobre la belleza de la reina. Pero ¿por qué lo haría? ¿Es posible un diálogo en el que un rey diga «mi mujer es bella» y su interlocutor responda «no me lo creo»? ¿Y tiene entonces algo de particular que el primero diga: «pues míratela bien antes de juzgar»? De forma muy distinta me habría interesado una discusión sobre la belleza en relación con el arte de amar. ¿Qué se puede hacer realmente con la belleza de una esposa aparte de mostrársela a los amigos? Pero la mayoría aún sucumbe a la ilusión, corrientemente aceptada, de que belleza significa arte amatoria. Pues hemos cultivado un tipo de belleza que despierta expectativas y deseos que después no satisface. Puedo imaginar que Giges reconozca la belleza de la reina, pero exprese serias dudas sobre su arte amatoria. En ese caso sería un conocedor. «¿Bella?», exclamaría. «¿Qué significa eso? ¿Bella con referencia a qué? ¿Qué la hace bella? Eso es lo que cuenta. Precisamente la belleza debe someterse a prueba, responder de su valor.» En un caso así, donde estaban en juego tantas cosas, si lo importante era defender la belleza en términos generales, al rey no le habría quedado otra salida que ir muy lejos… en las atribuciones permitidas a su amigo. Y entonces la reina habría tenido un verdadero motivo para suicidarse como lo hace en la leyenda, en un acto de orgullo, al ver que se había puesto en duda el valor de la belleza —punto en el cual tal vez no se equivocaba.

Edipo

Sé, naturalmente, que es impropio de un autor trágico hacerle guiños al espectador. Pero cada vez que he visto o leído
Edipo
he deseado la pertinencia de semejantes guiños. Pues me resisto a creer que Edipo no tuviera al menos una vaga idea de la trascendencia de sus actos, de su carácter profundamente abyecto. La tragedia sólo sería así tanto más trágica. Porque los auténticos reveses de fortuna no se producen cuando, de pronto, ocurre algo que nunca hubiéramos esperado, sino cuando ocurre algo que habíamos previsto. Uno se dice siempre: no tengo por qué temer tal o cual cosa, no puede ocurrir, sería demasiado inhumano. Y resulta que luego ocurre, y todo aquello que es humano se revela en su magnitud total, en la gigantesca magnitud de su horror. Si la terrible nueva llega a oídos de un Edipo que de verdad la ignoraba, su desesperación no se halla entonces, al menos según las concepciones actuales, totalmente justificada. ¡Todos conocemos el dudoso valor de la desesperación que manifiestan los deudores o socios morosos cuando nos hablan de la
vis major
!

Safety first

En una tertulia de hombres, la conversación recayó en la cobardía. Como habíamos bebido más de la cuenta, rezumábamos sabiduría. Nos contamos casi todas las situaciones de nuestra vida en las que habíamos actuado «cobardemente», como quien dice. Reconocimos lo malo que es que otros descubran semejante debilidad en nosotros, pero convinimos en que es mucho peor cuando nosotros mismos nos percatamos de ella. Al llegar a este punto, alguien contó la siguiente historia.

Mitchell era capitán de uno de aquellos barcos gigantescos que cubren el trayecto entre Brasil e Inglaterra, uno de esos denominados «hoteles flotantes». No debemos imaginarnos ya, por cierto, a estos capitanes como a los recios lobos de mar de la época de nuestros abuelos, que, de pie en el puente de mando, bramaban órdenes entre la espuma de las enfurecidas olas. Mitchell era un individuo alto y fornido, aunque en ningún salón lo hubieran tomado por un hombre de mar, sino por un ingeniero, profesión que, de hecho, era la suya. O si acaso por un gerente de hotel.

Algo muy extraño le ocurrió estando a punto de concluir un viaje, no muy lejos de las costas de Escocia: su barco chocó con un pesquero oculto por la niebla. La culpa no fue de Mitchell ni de su gente, pero la enorme nave —se llamaba
Astoria
— empezó a hacer agua por una vía. Los señores de la cámara de derrota emitieron un dictamen sobre la avería y decidieron enviar señales de SOS. Calcularon que el barco no podría mantenerse a flote más de una hora, y las cabinas estaban todas repletas.

Se enviaron las señales de SOS y pronto llegaron dos barcos, a los que se trasladó a los pasajeros.

Mientras los parientes de sus pasajeros se abrazaban felices, en Londres, ante las oficinas de la Compañía Transatlántica, Mitchell vivía horas difíciles. El, junto con sus oficiales y la tripulación, había permanecido a bordo del
Astoria
, que, sorprendentemente y contra todos los pronósticos, no se llegó a hundir. Tampoco se hundió en las horas que siguieron y arribó a puerto sin ulteriores contratiempos.

Mitchell había observado el comportamiento de su barco con sentimientos más que encontrados. Presa de auténtica desesperación, estudiaba el estado de la carraca y la penetración del agua en el casco. Le resultaba muy desagradable que el maldito buque no se hundiera.

Cuando llegó, lo saludaron sus parientes en el muelle: su padre y sus dos hermanas, una de ellas con su novio. Habían pasado momentos de gran angustia cuando los periódicos informaron sobre las señales de SOS del
Astoria.
Todos vivían de él. Ahora estaban muy contentos, y, además, orgullosos. Lo aburrieron a morir con sus preguntas: ¿Cómo has conseguido remolcar el barco hasta aquí?, etc. Legos en la materia, creían que había realizado una proeza heroica.

Al día siguiente le tocó afrontar la difícil situación.

Sus expectativas no eran precisamente optimistas cuando llegó a las oficinas de su empresa, la Compañía Transatlántica. Había pedido ayuda demasiado pronto, es decir, sin necesidad, y la ayuda era muy cara. Pero el recibimiento que lo esperaba superó todas sus previsiones.

El armador de la Transatlántica era el gran I. B. Watch, y él recibió a Mitchell personalmente. Era, según propia opinión, un amigo de la verdad, y eso le dio derecho a vociferar tan estruendosamente que todas las oficinas pudieron oír lo que pensaba de gente como Mitchell. Y la palabra «cobarde» atravesó así las paredes y llegó hasta los empleados, deslizándose luego fácilmente a todas las otras oficinas de todas las otras compañías navieras, a todos los bares y agencias de contratación de personal y, en general, adonde hubiera gente que tuviese algo que ver con barcos. Pero I. B. Watch no se limitó a vociferar; mucho peor fue lo que dijo por teléfono, con voz asordinada, sobre su capitán Mitchell.

Este fue despedido. La razón de su despido fue, lisa y llanamente, cobardía, lo cual equivalía a despedirlo de toda la industria naviera norteamericana, y no sólo de la Transatlántica. Por más intentos que hiciera durante los días y semanas que siguieron, en ningún sitio le ofrecieron un barco. A ningún armador le interesaba contratar a un capitán que, para salvar buques aún no del todo muertos, recurría a médicos caros, es decir, a otros barcos, en vez de tener el valor de seguir viaje e intentar llegar siquiera sano y salvo y por sus propios medios a algún puerto del país. De cara al público, el delito de Mitchell consistió en «haber perdido la cabeza y alarmado innecesariamente a nuestros queridos pasajeros».

Esta era la versión que se pudo leer en los periódicos, y la familia Mitchell la leyó.

Como ya dije antes, la familia tuvo al principio una visión algo optimista del asunto. Mitchell, claro está, no habló en su casa del lío con la Transatlántica. La familia no se enteró del despido y continuó viviendo con bastante holgura. La hermana mayor estaba preparando su boda, acontecimiento, sin duda, muy costoso. Luego apareció el caso en los periódicos y las amigas de la hermana menor comenzaron a tomarle el pelo por lo del hermano. También el novio de la hermana mayor se enteró del asunto y puso cara de gran preocupación. Según dijo a su prometida, no había sido agraciado con bienes de fortuna.

Por supuesto que la actitud de la familia hacia su antiguo proveedor no cambió bruscamente: él siempre había sido el ídolo. Pero tampoco lograban superar del todo el incidente. No lo comprendían, por así decirlo. Y también tuvieron que reducir un poco sus gastos. Su discreción exasperaba enormemente a Mitchell.

Pero aún lo aguardaban otros contratiempos.

Estaba medio comprometido con una joven viuda que tenía una pensión para gente de mar, de timoneles hacia arriba, una tal Beth Heewater. Esta quería mucho a Mitchell, pero su trabajo la obligaba, por desgracia, a tratar con marinos, nada predispuestos en favor del capitán. Todos tenían que padecer bajo sus armadores, razón por la que hubieran debido comprender a Mitchell. Después de todo, éste había antepuesto la seguridad de sus pasajeros a los beneficios de la empresa. Pero aquella gente no pensaba así, lamentablemente, sino que adoptó más bien la actitud del competidor. Y un día en que Mitchell esperaba a Beth Heewater en el salón, decidieron jugarle una mala pasada.

El principal instigador de la broma fue el capitán del
Surface
, Tommy White, que acababa de pedir unas semanas de permiso porque su barco tenía que ir al dique seco. Le había echado el ojo a Beth Heewater, por lo que se entregó en cuerpo y alma al asunto.

White consiguió que Beth no recibiera a Mitchell cuando éste llegó a buscarla, sino que lo hiciera esperar en el salón con la excusa de que había ido a casa de su madre. Mientras el capitán esperaba se le acercaron unos cuantos huéspedes que, aparentemente, lo compadecieron por su mala suerte y por la prolongada visita de Beth a su madre.

Entretanto, Tommy fue preparando la escena arriba, en la habitación de Beth. Tumbó un par de sillas en un rincón, corrió a un lado la alfombra, derramó un poco de tinta roja sobre ella y ordenó a Harry Biggers, su cabo de mar, que se tendiera encima, de bruces y en diagonal. Luego puso sobre el tocador la pequeña Browning de plata que Mitchell le había regalado a Beth por su cumpleaños. De paso (y esto no figuraba entre lo acordado con la viuda) cogió del tocador la fotografía de Mitchell, la rompió y la tiró a la papelera. Después disparó la Browning contra la chimenea y volvió a dejarla en el tocador.

Cuando bajó y entró en el salón tambaleante, «con todos los signos exteriores del terror», Mitchell estaba sentado en una esquina con aire sombrío. Pero en seguida se incorporó al oír que «algo le había ocurrido a Mrs. Heewater». Los presentes subieron, echaron una ojeada a la habitación de Mrs. Heewater y pasaron luego a la de Tommy para deliberar.

BOOK: Relatos 1927-1949
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