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Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Relatos 1927-1949 (10 page)

BOOK: Relatos 1927-1949
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Tuvo, pues, que elegir otro camino.

En la sacristía de la iglesia del pueblo había un misal. A ella podría acceder ofreciéndose para tirar de la cuerda de la campana. Y si lograba averiguar qué pasajes cantaba el cura durante la misa, quizás descubriera alguna relación entre las palabras y las letras. En cualquier caso, el muchacho empezó a memorizar las palabras latinas que oía cantar al cura, o al menos algunas de ellas. Hay que decir, eso sí, que éste pronunciaba las palabras muy confusamente, y muchas veces ni leía la misa.

De todas formas, al poco tiempo el joven ya era capaz de repetir algunos de los pasajes cantados por el párroco. El caballerizo lo sorprendió un día ensayando detrás del granero y le dio una paliza, pues creyó que estaba parodiando al cura. La bofetada llegó así finalmente a su destino.

Aún no había descubierto el chico en qué pasaje del misal figuraban las palabras cantadas por el cura, cuando sobrevino una gran catástrofe que, en principio, puso fin a sus esfuerzos por aprender a leer. Milord cayó víctima de una enfermedad mortal.

Había pasado todo el otoño muy delicado de salud, y aún no se había recuperado cuando, ya en invierno, emprendió un viaje en trineo abierto hasta una finca situada a varias millas de distancia. El joven, al que se le permitió acompañarlo, iba de pie en el patín trasero, junto al asiento del conductor.

Concluida la visita, el anciano volvía con paso torpe al trineo en compañía de su anfitrión, cuando vio un gorrión helado a la orilla del camino. Se detuvo y le dio la vuelta con su bastón.

—¿Cuánto tiempo cree usted que lleva aquí? —le oyó preguntar al anfitrión el joven, que venía detrás con un botellón de agua caliente.

La respuesta fue:

—Desde una hora hasta una semana o más.

El pequeño anciano siguió caminando, pensativo, y se despidió de su anfitrión muy distraídamente.

—La carne aún está fresquísima, Dick —dijo volviéndose al joven cuando el trineo ya estaba en marcha.

Recorrieron un tramo de camino a gran velocidad, pues la noche empezaba a caer sobre los campos nevados y el frío aumentaba velozmente. Y fue así como, al doblar hacia el portón que daba acceso a la finca, atropellaron a un pollo aparentemente escapado del gallinero. El anciano observó los esfuerzos del cochero por esquivar al ave, que aleteaba torpemente, y le ordenó detenerse al ver que la maniobra había fallado.

Liberándose de las mantas y pieles que lo cubrían, se apeó del trineo y, apoyando un brazo en el muchacho, se dirigió, pese a las advertencias del cochero de que el frío era muy intenso, hacia el lugar donde yacía el pollo.

Estaba muerto.

El anciano dijo a Dick que lo levantara.

—¡Quítale las entrañas! —ordenó.

—¿No podría hacerlo en la cocina? —preguntó el cochero viendo a su amo allí de pie, tan frágil en aquel viento helado.

—No, es mejor aquí —dijo éste—. Seguro que Dick lleva consigo una navaja, y además necesitamos nieve.

El joven hizo lo que le ordenaron, y el anciano, que por lo visto había olvidado su enfermedad y el frío, se agachó y, haciendo un esfuerzo, cogió un puñado de nieve con la que rellenó cuidadosamente el interior del ave.

El joven comprendió. También él recogió nieve y se la dio a su maestro para que pudiera rellenar totalmente el pollo.

—Así se mantendrá fresco varias semanas —dijo el anciano muy animado—. Ponlo en el sótano, sobre las baldosas de piedra frías.

Recorrió a pie el trecho que quedaba hasta la puerta, un tanto agotado y apoyándose pesadamente en el joven, que llevaba el pollo relleno de nieve bajo el brazo.

Cuando entró en el salón, sintió escalofríos.

A la mañana siguiente estaba con fiebre altísima.

El muchacho iba de un lado a otro, preocupado, tratando de pescar cualquier noticia sobre el estado de salud de su maestro. Se enteró de poco; en la gran finca la vida seguía imperturbablemente su curso. Sólo al tercer día se produjo un cambio: fue llamado al gabinete de trabajo.

El anciano yacía en un estrecho catre de madera, bajo muchas mantas, pero las ventanas del cuarto estaban abiertas y hacía frío. No obstante, el enfermo parecía estar ardiendo. Con voz temblorosa preguntó en qué estado se hallaba el pollo relleno de nieve.

El muchacho le dijo que se veía tan fresco como al principio.

—Estupendo —replicó el anciano en tono satisfecho—. Vuelve a informarme dentro de dos días.

Cuando salía, el joven lamentó no haber llevado consigo al ave. El maestro parecía estar menos enfermo de lo que afirmaban en el ala de la servidumbre.

Dos veces al día renovaba la nieve del relleno, y el pollo no había sufrido merma alguna en su integridad cuando, una vez más, Dick se encaminó a la habitación del enfermo.

Tropezó con una serie de obstáculos totalmente insólitos.

De la capital habían llegado varios médicos. En el pasillo vibraban voces susurrantes, imperiosas y sumisas, y por todas partes veíanse caras extrañas. Un criado que llevaba al cuarto del enfermo una bandeja cubierta por un gran paño lo hizo salir bruscamente.

Varias veces, a lo largo de toda la mañana y de la tarde, realizó vanos intentos por entrar en la habitación del enfermo. Los médicos desconocidos parecían querer instalarse en el castillo. Se le antojaban gigantescos pajarracos negros que se posaban sobre un hombre enfermo y ya indefenso. Al anochecer se escondió en un cuartito que daba al pasillo y en el que hacía mucho frío. No dejó de tiritar un instante, pero lo consideró un buen presagio, pues, en interés del experimento, era preciso que el pollo se conservara frío a cualquier precio.

Durante la cena bajó un poco la marea negra y el joven pudo colarse en la habitación del enfermo.

Este se hallaba solo; todos estaban comiendo. Junto al pequeño catre había una lámpara de cabecera con pantalla verde. La cara del anciano tenía un aire extrañamente apergaminado y una palidez cérea. Los ojos estaban cerrados, pero las manos se movían inquietas sobre la tiesa manta. El calor era muy fuerte en el cuarto, habían cerrado las ventanas.

El joven dio unos cuantos pasos hacia la cama, sosteniendo nerviosamente el pollo, y dijo varias veces en voz baja «milord». No obtuvo respuesta. Pero el enfermo no parecía dormir, pues sus labios se agitaban de rato en rato, como si estuviera hablando.

El muchacho decidió llamar su atención, convencido de la importancia de recibir nuevas instrucciones en relación con el experimento. Pero antes de que pudiera tirar de la manta —tuvo que dejar en un sillón la caja donde guardaba el pollo—, sintió que lo aferraban por detrás y tiraban de él violentamente. Un hombre gordo de cara gris lo miró como a un asesino. El se liberó con gran presencia de ánimo y, cogiendo velozmente la caja, se escurrió fuera por la puerta.

En el pasillo tuvo la sensación de que el mayordomo que en aquel momento subía las escaleras lo había visto. Mal asunto. ¿Cómo podría él probar que estaba allí por orden de milord, para llevar a cabo un importante experimento? El anciano se hallaba totalmente a merced de los médicos; las ventanas cerradas de su habitación así lo demostraban.

Y, en efecto, vio a un criado atravesar el patio en dirección al establo, de modo que renunció a su cena y, después de bajar nuevamente el pollo al sótano, se escondió en el henil.

La indagación que pendía sobre él no lo dejó dormir tranquilo. No sin temor salió a la mañana siguiente de su escondite.

Nadie le prestó atención. En el patio reinaba un terrible alboroto. Milord había fallecido al amanecer.

El joven deambuló sin rumbo el día entero, como aturdido por un mazazo. Tenía la sensación de que jamás podría consolarse de la pérdida de su maestro. Cuando, al caer la noche, bajó al sótano con una escudilla llena de nieve, su pesar por la pérdida se transformó en pesar por el experimento inacabado, y derramó lágrimas sobre la caja. ¿Qué ocurriría con el gran descubrimiento?

Al volver al patio —sentía los pies tan pesados que se volvió a mirar si sus huellas en la nieve eran más profundas que de costumbre—, comprobó que los médicos londinenses aún no se habían marchado. Sus coches seguían allí.

Pese a su repulsa, decidió confiarles el descubrimiento. Eran hombres sabios y tendrían que darse cuenta de la trascendencia del experimento. Cogió la caja con el pollo congelado y se instaló detrás del pozo, ocultándose hasta que pasó uno de aquellos señores, un hombre regordete y de aspecto no demasiado temible. El chico salió de su escondite y le mostró la caja. Al principio la voz se le atascó en la garganta, pero luego consiguió articular su deseo en frases inconexas.

—Milord lo encontró muerto hace seis días, Excelencia. Lo rellenamos con nieve. Milord pensaba que se conservaría fresco. ¡Y mírelo usted mismo! ¡Se ha conservado fresquísimo!

El hombre regordete miró la caja, asombrado.

—¿Y qué más? —preguntó.

—No se ha descompuesto —dijo el muchacho.

—¡Ajá! —replicó el hombre regordete.

—¡Mírelo usted mismo! —insistió el otro.

—Ya lo veo —dijo el hombre regordete moviendo la cabeza. Y siguió su camino sin dejar de moverla.

El joven lo siguió con la mirada, boquiabierto. No lograba entender al hombre regordete. ¿Acaso no había muerto el anciano por apearse del trineo para realizar su experimento en el frío? Con sus propias manos había recogido la nieve del suelo. Aquello era un hecho.

Volvió lentamente hacia la puerta del sótano, pero se detuvo poco antes de llegar a ella; luego se volvió rápidamente y echó a correr en dirección a la cocina. Encontró al cocinero muy atareado, pues esperaban a cenar a algunos vecinos de la comarca que deseaban expresar su pésame.

—¿Qué quieres hacer con ese pájaro? —rezongó el cocinero, molesto—. ¡Está todo congelado!

—No importa —dijo el joven—. Milord dijo que no importaba.

El cocinero lo miró un momento con aire ausente, luego se dirigió pesadamente hacia la puerta con una gran sartén en la mano, sin duda para tirar algo.

El joven lo siguió, impaciente, con su caja en la mano.

—¿No se podría probar? —preguntó suplicante.

Al cocinero se le agotó la paciencia. Con sus poderosas manos cogió el pollo y lo tiró violentamente al patio.

—¿No se te ocurre nada mejor? —rugió fuera de sí—. ¡Milord acaba de morir!

Indignado, el muchacho recogió el pollo y desapareció con él.

Los dos días siguientes se destinaron a las ceremonias fúnebres. El chico estuvo muy atareado enganchando y desenganchando caballos, y dormía casi con los ojos abiertos, aunque cada noche renovaba la nieve de la caja. Todo le parecía sumido en la desesperanza, y la nueva era, concluida.

Pero al tercer día, el día del entierro, recién bañado y con sus mejores galas, sintió renacer su optimismo. Era un hermoso y sereno día invernal, y desde el pueblo llegaba el tañido de las campanas.

Lleno de nuevas esperanzas, bajó al sótano y contempló larga y atentamente al pollo muerto. No pudo descubrir en él la menor huella de putrefacción. Con cuidado metió al animal en la caja, la llenó de nieve blanca y limpia, se la puso bajo el brazo y se encaminó al pueblo.

Silbando de alegría entró en la diminuta cocina de su abuela. Ella lo había criado, pues sus padres murieron muy jóvenes, y gozaba de su confianza. Sin mostrarle de entrada el contenido de la caja, Dick explicó a la anciana, que se estaba vistiendo para ir al entierro, el experimento de milord.

Ella lo escuchó pacientemente.

—Pero eso lo sabe cualquiera —dijo por último—. Con el frío se ponen tiesos y se conservan un tiempo. ¿Qué hay de particular en todo eso?

—Creo que aún se puede comer —respondió el joven, esforzándose por parecer indiferente.

—¿Comerse un pollo muerto hace una semana? ¡Pero si es venenoso!

—¿Por qué? Si no ha sufrido ningún cambio desde que murió. Y lo mató el trineo de milord, de modo que estaba sano.

—¡Pero por dentro, por dentro ha de estar podrido! —dijo la anciana impacientándose un poco.

—No lo creo —dijo el joven con firmeza, clavando sus ojos claros en el ave—. Por dentro ha estado lleno de nieve todo el tiempo. Creo que lo cocinaré.

La anciana se indignó.

—Vendrás conmigo al entierro —dijo en tono concluyente—. Pienso que milord hizo por ti lo suficiente como para que ahora acompañes su ataúd como corresponde.

El joven no contestó. Mientras ella se ataba un pañuelo de lana negro a la cabeza, él sacó el pollo de la nieve, sopló los últimos restos que le quedaban y lo puso sobre dos leños que había frente a la estufa. Tenía que descongelarse.

La anciana ya ni lo miró. Cuando estuvo lista, lo cogió de la mano y se dirigió con él hacia la puerta.

El chico la siguió sumisamente un largo trecho. Aún había gente que iba al entierro, hombres y mujeres. De pronto, Dick lanzó un grito de dolor. Había metido un pie en un bache cubierto por la nieve. Lo sacó haciendo una mueca de dolor, avanzó a saltitos hasta una gran piedra y se sentó encima de ella, friccionándose el pie.

—Me lo he dislocado —dijo.

La anciana lo miró con desconfianza.

—Puedes caminar perfectamente —dijo.

—No —repuso él malhumorado—. Pero si no me crees, siéntate a mi lado hasta que mejore.

La anciana se sentó junto a él sin decir palabra.

Transcurrió un cuarto de hora. Aún seguían pasando vecinos del pueblo, aunque cada vez menos. Abuela y nieto continuaban, obstinados, a la orilla del camino. Hasta que la anciana preguntó en tono serio:

—¿No te enseñó que no hay que mentir?

El joven no respondió. La anciana se puso en pie suspirando. Sentía demasiado frío.

—Si no estás conmigo en diez minutos —dijo— le diré a tu hermano que te zurre la badana.

Y se puso otra vez en marcha, más de prisa, para no perderse la oración fúnebre.

El muchacho aguardó a que se hubiera alejado lo suficiente, y se levantó con toda calma. Luego dio media vuelta y echó a andar, aunque volviendo la mirada a menudo y cojeando todavía un rato. Sólo cuando un seto lo ocultó a las miradas de la anciana recuperó su paso habitual.

En la choza se sentó junto al pollo y se puso a mirarlo, esperanzado. Lo herviría en una olla de agua y se comería un ala. Y entonces vería si era o no venenoso.

Aún estaba sentado cuando a lo lejos se oyeron tres salvas de artillería. Las habían disparado en honor de Francis Bacon, barón de Verulam, vizconde de St. Albans, ex Lord canciller de Inglaterra, un hombre que despertó aversión en no pocos de sus contemporáneos, pero que también supo entusiasmar a muchos por las ciencias prácticas.

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