Read Relatos 1927-1949 Online

Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Relatos 1927-1949 (18 page)

BOOK: Relatos 1927-1949
12.53Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El juez Dollinger carraspeó y le preguntó, interesado, si creía que había madres capaces de abandonar a su hijo.

Que no lo creía, dijo ella con voz firme.

El juez le preguntó entonces si creía que una madre que, pese a todo, lo hiciera, merecería una paliza en el trasero independientemente de las enaguas que llevara puestas.

Frau Zingli no respondió, y el juez llamó a declarar a Anna, la ex criada. Esta compareció en seguida y repitió en voz baja lo que ya había dicho en la instrucción previa. Pero hablaba como si al mismo tiempo estuviera escuchando, y de rato en rato dirigía la mirada hacia la puerta por la que se habían llevado al niño, como temiendo oír aún su llanto.

Declaró que, efectivamente, aquella noche había ido a casa del tío de Frau Zingli, pero que luego no volvió a la curtiduría por miedo a las tropas imperiales y porque estaba preocupada por su propio hijo ilegítimo, que se hallaba al cuidado de gente muy buena en la vecina localidad de Lechhausen.

El viejo Dollinger la interrumpió bruscamente para comentar que al menos una persona en la ciudad había sentido algo parecido al miedo, y que le complacía poder constatarlo, pues ello demostraba que al menos una persona había conservado un mínimo de sentido común aquella noche. De todas formas, no había estado bien que la testigo sólo se hubiera preocupado por su propio hijo, aunque, como rezaba el dicho popular, la sangre llama, y una madre de verdad hasta llegaría a robar por su hijo, algo, sin embargo, estrictamente prohibido por la ley, pues la propiedad es la propiedad y quien roba, miente, y mentir también estaba prohibido por la ley. Y acto seguido pronunció una de sus sabias y burdas lecciones sobre la artería de quienes engañan a los tribunales hasta que la cara se les pone azul, y tras una breve digresión sobre los campesinos que mezclan con agua la leche de inocentes vacas, y el magistrado de la ciudad que exige impuestos abusivos a los campesinos —digresión que nada tenía que ver con el proceso—, anunció que la declaración testimonial había concluido sin dar ningún resultado.

Luego hizo una larga pausa en la que evidenció todos los signos de la perplejidad, mirando a su alrededor como si esperase alguna sugerencia para llegar a una solución.

Los asistentes se miraban atónitos, y algunos estiraban el cuello para intentar echarle una ojeada al desvalido juez. En la sala reinaba, sin embargo, un silencio absoluto, y sólo llegaba el bullicio de la multitud desde la calle.

Por último, el juez tomó nuevamente la palabra, suspirando.

—No se ha podido establecer quién es la verdadera madre —dijo—. Es lamentable por el niño. Todos sabemos que hay padres que escurren el bulto y no quieren ser padres, los muy granujas, pero resulta que aquí se han presentado dos madres a la vez. Este tribunal las ha escuchado todo el tiempo que merecían ser escuchadas, es decir, cinco minutos cada una, y ha llegado al convencimiento de que ambas mienten como condenadas. Sin embargo, y como ya dijimos, hay que pensar también en el niño, que necesita una madre. Por lo tanto, y sin dar crédito a simples habladurías, tenemos que determinar cuál es la verdadera madre de la criatura.

Y con voz enojada llamó al alguacil y le ordenó que trajera una tiza.

El alguacil fue y volvió con un trozo de tiza.

—Con ella traza en el suelo un círculo en cuyo interior quepan tres personas —le indicó el juez.

El alguacil se arrodilló y trazó con la tiza el círculo deseado.

—Ahora trae al niño —ordenó el juez.

Trajeron al crío, que al punto rompió a llorar y quiso irse con Anna. El viejo Dollinger no se preocupó del lloriqueo y pronunció su alocución en un tono de voz más alto.

—La prueba que ahora vamos a realizar —anunció—, la encontré en un libro antiguo y es considerada excelente. La idea en que se basa la prueba del círculo de tiza es que la verdadera madre será reconocida por su amor al niño. Hay que poner a prueba, pues, la intensidad de ese amor. ¡Alguacil, coloca al niño dentro del círculo!

El alguacil cogió al niño, que no paraba de berrear en brazos de su nodriza, y lo instaló dentro del círculo. Dirigiéndose a Frau Zingli y a Anna prosiguió entonces el juez:

—Colocaos también vosotras dentro del círculo, coged al niño de una mano cada una y, cuando yo diga «¡Ya!», intentad sacar al pequeño del círculo. Aquella de vosotras cuyo amor sea el más fuerte también tirará de él con mayor fuerza y lo atraerá a su lado.

En el salón reinaba ahora cierta agitación. Los asistentes se ponían de puntillas y discutían con los que tenían delante para ver mejor.

Pero volvió a hacerse un silencio de muerte cuando ambas mujeres entraron en el círculo y cada una cogió al niño por una mano. También éste había enmudecido, como si intuyera de qué iba la cosa. Miraba a Anna alzando su carita bañada en lágrimas. Y entonces el juez exclamó: «¡Ya!»

De un solo tirón violento, Frau Zingli arrancó al niño fuera del círculo de tiza ante la mirada aturdida e incrédula de Anna. Esta lo había soltado en seguida por temor a hacerle daño si ambas tiraban de sus bracitos simultáneamente y en direcciones opuestas.

El viejo Dollinger se puso en pie.

—Y ahora ya sabemos —dijo en voz alta— quién es la verdadera madre. Quitadle el niño a esa marrana. Sería capaz de hacerlo añicos con la mayor sangre fría.

Y, tras saludar a Anna con una leve inclinación de cabeza, abandonó rápidamente la sala y se fue a desayunar.

Y en las semanas siguientes, los campesinos de la comarca, que no tenían un pelo de tontos, comentaban entre ellos que, cuando le adjudicó la criatura, el juez le había guiñado un ojo a la mujer de Mering.

Cultura gastronómica

Estábamos sentados en sillas de paja trenzada, en el comedor de una de esas deliciosas casas de campo antiguas que hay en los alrededores de París. A través de una alta y estrecha ventana, que bajaba hasta el piso de piedra, penetraba a ratos el traqueteo de un tren o los bocinazos de algún coche, y sobre el papel floreado de tono verdoso que recubría la pared, temblaba el resplandor de los leños de la chimenea, donde nuestro anfitrión, el pintor, apodado «la montaña» por su corpulencia, hacía girar un enorme trozo de carne en un asador de hierro apoyado sobre un trípode. De pie ante una mesita laqueada, una mujer estaba aliñando la ensalada en una bandeja gigantesca y con los mismos gestos armoniosos con los que, cada noche, extasiaba a sus oyentes del Boul Miche cuando les aliñaba alguna de sus picantes
chansons.
El pequeño y enjuto marchante de cuadros la vigilaba desde su silla, y cada vez que ella cogía los frasquitos de aceite o de vinagre, lo miraba primero en espera de su aprobación. La responsabilidad era demasiado grande para una persona tan pequeña.

Presidida por el enorme trozo de asado que chorreaba pringue, la conversación giraba en torno al materialismo en la filosofía alemana. La «montaña» estaba profundamente descontento con él.

—Hay que ver lo que han hecho con el materialismo estos alemanes —afirmó indignado—. Lo han espiritualizado a tal punto que, de hecho, en sus sistemas ya sólo trasguea un fantasma de materia. Era lógico esperar que, en cuanto cayera en sus manos, el materialismo dejaría de ser una forma de vida. Sencillamente no saben vivir, y su filosofía está ahí para enseñarles cómo hacer para no vivir. Desde un principio excluyeron del ámbito de sus reflexiones al materialismo «bajo» y se volvieron hacia el más elevado, que nada tiene que ver con los placeres de la mesa porque no tiene nada que ver con nada.

Yo protesté débilmente, pero la «montaña» se había animado.

—¡Un materialismo con seis días sin carne por semana! Tome usted el amor, por ejemplo. ¡Para los alemanes es una excitación anímica! Pero apenas si hay otra excitación concomitante. Las parejas quieren sentirse ante todo «gemütlich», «a gusto». El amor no debe ser inocente.

Esto último me asombró un poco, pero luego comprendí que había querido decir «indecente». Hablábamos en alemán. En francés no existen palabras como «gemütlich», que da la idea de estar a gusto, en un ambiente de placentera intimidad.

El marchante de cuadros estaba alarmado.

—¡Por Dios, Jean, no te excites! —exclamó—; haces girar el asador demasiado deprisa. Acabarás con el materialismo alemán, pero también con nuestra materia, aquel trozo de carne. Claro que hay algo de cierto en lo que dices. Me gustan los alemanes. ¿Quién podría decir que no tienen cultura? ¡Qué música! Hasta pueden darse el lujo de tener gente como aquel monstruo de Wagner. Pero eso no importa. Su cultura quizá sea un pelín demasiado espiritual, ¿verdad? Hay que tener espíritu, pero también cuerpo. ¿De qué, si no, sirve el espíritu? Y realmente no parece quedar mucho de lo que ellos refinan. Su literatura demuestra, en efecto, que su amor se vuelve un tanto asexuado cuando lo refinan. Hasta de la naturaleza sólo pueden disfrutar cuando presienten la muerte de forma muy diversa. Tienen sensaciones hermosas, pero a gran profundidad, según parece. El sexto sentido está presente en ellos, pero ¿qué hay de los otros cinco? El pan, el vino, la silla, tus brazos, Yvette, en una palabra, las materias básicas se les volatilizan fácilmente. No cultivan lo elemental en forma paralela. Y es probable que exageren demasiado la diferencia entre animal y hombre. Cultivan sólo al hombre, y no a la bestia que hay en él. Y así dejan mucho de lado. Su espíritu tiene demasiado poco que ver con el asado de ternera. Su gusto estético y el de su paladar son cosas demasiado diferentes, y su sensibilidad ante la belleza los abandona en las funciones más corporales.

—Cada frase es una ofensa —comenté riendo.

—¡Ah! —dijo él con aire satisfecho—, nosotros somos una raza glotona. Cuando se habla de comida se nos tiene que tomar en serio.

La ensalada estaba lista. Con su cucharón de mango largo la «montaña» iba echando nervosamente pringue sobre el asado, que se empezó a dorar muy pronto.

—A mí también me gustan los alemanes —dijo Yvette con aire ensoñador—, se lo toman todo en serio.

—Eso es lo peor que se ha dicho hasta el momento de nosotros —protesté—. Alegraos de que mi reacción sea tan sólo espiritual y no le tire a nadie este taburete en la cabeza. ¡Vaya modales en la mesa! El asado está a punto, la ensalada está deliciosa, el invitado está advertido. Lo examinarán para ver si está a la altura de los placeres que se le ofrecen. ¡Y pobre de él si no se relame!

Yvette se levantó, estupefacta.

—¡Oh, ya lo habéis intimidado! ¡Ahora se le atragantará todo!

La «montaña» manipuló hábilmente el trozo de asado hasta dejarlo sobre la mesa, y cogió el cuchillo.

—Pues le diré lo que pienso de
nosotros
y eso igualará el tanteo. Sobre nuestra política, por ejemplo, ¿eh,
mon ami
?

—Seré
yo
el que hable sobre eso —dije yo, y hablé.

El asado estaba exquisito, un poema. Estuve a punto de decirlo en voz alta, pero me contuve por temor a que me preguntaran inmediatamente si conocía un solo poema alemán que mereciera el calificativo de «asado». ¡Mejor seguir con la política!

El marchante se ensañó particularmente con el tema de la política colonial.

Yvette se volvió hacia mí.

—¿Sabía usted que Jean fue oficial del ejército colonial? Y ahora le tendrá que contar la historia de los cabilas y el cocinero en las casamatas de Tánger, ¡como castigo!

—Ya he sido castigado —dije yo—. Aunque ahora me den de comer. Mi última comida de condenado, sólo que me la dan
después de
la ejecución.

—Como castigo para
él
—aclaró Yvette—. Por haber sido chauvinista.

La «montaña» sonrió. Partió un pan blanco, dejó caer los trozos en su plato y rebañó con ellos el jugo mientras empezaba a contar obedientemente su historia.

«Fue en la guerra del Rif. Un asunto horroroso. Atacamos a un pueblo extranjero y luego lo tratamos como a un grupo de sediciosos. Ya se sabe, a los bárbaros se los puede tratar bárbaramente. Este deseo de ser bárbaros induce a los gobiernos a calificar de bárbaro al enemigo. Yo no siempre he visto así las cosas. Yvette tiene razón al pedirme que vuelva a contar la historia como castigo, pues antes la contaba de otra forma. Una vez la conté como ejemplo del chauvinismo de nuestros enemigos. Pero entretanto la historia me ha abierto los ojos. Como usted sabe, yo era oficial. No hablaré del curso de la guerra. Más vale olvidarlo. Incendiábamos y ametrallábamos a diestro y siniestro, y los periódicos hablaban de estrategia. Nuestras armas eran, claro está, mejores, de modo que los generales podían alabar nuestro heroísmo. Como fui herido levemente, comía con el comandante en el casino de las casamatas. Por eso estuve presente cuando se investigó el asesinato de uno de los cocineros a manos de los cabilas del Rif allí recluidos. Le diré de entrada que no dio ningún resultado.

»Muy pronto quedó claro que el cocinero había muerto víctima de su bondad. Los cabilas, unos setenta en total, habían sido ingresados esa misma tarde en el fuerte. Por cierto que su estado general no era particularmente bueno, ya llevaban dos días de camino ¡y por qué caminos! Sobre todo estaban muertos de hambre. Pero en el fuerte ya habían distribuido la ración del día, por lo que hasta la mañana siguiente no podían servirles nada. Estaban de pie o tumbados en una de las covachas de piedra, y pedían comida a gritos. Los más fuertes se arrastraban hasta las rejas de hierro y maldecían o insultaban a los guardianes.

»El cocinero, en la vida civil propietario de una pequeña pescadería en Marsella, se tomó aquello muy a pecho y empezó a pensar cómo podría saltarse el reglamento. ¡Honor a su memoria! Era el único representante de la Francia de la Convención.

»Por la noche colgó un cesto lleno de hogazas que había ido guardando en algún sitio, y un puñado de cigarrillos para sobornar a los guardianes. Compró los cigarrillos en la cantina con su dinero. Como ya he dicho, ¡que la tierra le sea leve!

»La cosa resultó. Los centinelas no eran monstruos, sino fumadores, y los prisioneros recibieron sus hogazas.

»Al atardecer, el cocinero volvió a bajar hasta las covachas porque se le había olvidado el cesto y no quería que lo encontraran durante la inspección matinal. Usted ya me entiende, todo el asunto era ilegal.

»A la mañana siguiente encontraron su cadáver en la casamata.

»Cuando se realizó el cambio de guardia hubo todo un escándalo. Los prisioneros se quejaron a gritos de que les habían dado panes demasiado viejos. De hecho, tan sólo uno de ellos había sido capaz de terminar su hogaza.

BOOK: Relatos 1927-1949
12.53Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Woman of Grace by Kathleen Morgan
Universe of the Soul by Jennifer Mandelas
Have Gown, Need Groom by Rita Herron
El perro de terracota by Andrea Camilleri
Never Too Late by Cathy Kelly
Sacre Bleu by Christopher Moore
The Edge of Madness by Michael Dobbs
Our First Love by Anthony Lamarr