Read Relatos 1927-1949 Online

Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Relatos 1927-1949 (7 page)

BOOK: Relatos 1927-1949
9.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Recomendación innecesaria, pues Krucke era siempre puntual y sus dolores lo tenían muy preocupado.

Aquel viernes se levantó a las dos de la madrugada, se ciñó una pernera de calzoncillo a modo de faja y se puso en marcha, rumbo a París.

No carecía totalmente de medios, pero decidió ahorrarse los gastos de transporte, pues tenía un tiempo ilimitado, demasiado tiempo, en realidad.

Corría el mes de abril y la carretera aún estaba a oscuras. Caminó largo rato sin encontrar un alma. Era una carretera rodeada de campo raso, mala, llena de baches, pero no soplaba viento ni hacía mucho frío. De vez en cuando pasaba frente a una granja y oía ladridos. En la oscuridad no podía distinguir las granjas ni los campos, que no por eso le resultaban menos extraños. Sin lugar a dudas, aquello no era Alemania.

Felizmente iba por una carretera principal y no tenía que tomar decisiones en los cruces, pues hubiera tenido dificultades con los indicadores de dirección. De todas formas, podía preguntar a la gente; bastaría con decir «Barrí» en tono interrogativo, que así se llamaba París en aquellas latitudes.

Tras una hora de marcha oyó a su espalda el traqueteo de un carro de caballos. Se detuvo y lo dejó pasar. Iba cargado hasta los topes de verdura. Un viejo amojamado asintió con la cabeza cuando Krucke le dijo «Barrí» en tono interrogativo. Sin embargo, no lo invitó a subir, aunque diez metros más adelante volvió la cabeza hacia él, como si aún considerase la posibilidad de hacerlo.

Cuando lo adelantó el siguiente vehículo, un carretón repleto de lecheras conducido por una mujer rolliza, él hizo unos cuantos gestos intentando preguntar si podía subir. Pero la mujer no se detuvo. Krucke pensó que habría desconfiado de su grueso bastón, que él se había fabricado con un retoño de sauce. Pues le costaba caminar con aquellas punzadas en el vientre.

Estas dos experiencias disuadieron al hombrecito de seguir intentando subirse a algún coche, pese a que ahora éstos pasaban con mayor frecuencia. Las interminables caravanas de vehículos cargados de verduras, leche y carne empezaban ya, en aquellas primeras horas del día, a dirigirse hacia la capital desde todos los puntos de la fértil campiña.

Durante un buen rato se oyó un traqueteo y un chacoloteo continuos. Krucke tenía que hacerse constantemente a un lado, pues al no haber casi ningún vehículo que viniera en sentido contrario, los campesinos no siempre avanzaban por su derecha. París dormía y nada tenía que comunicar al campo a horas tan tempranas.

En cierto momento el tornero avanzó bordeando una línea de ferrocarril y se detuvo cuando un tren pasó tronando a su lado. No alcanzó a leer los letreros de los vagones, pues el convoy pasó demasiado rápido, pero no podía venir de Alemania, aquello era el sur de la ciudad.

Hacia las cuatro y media el cielo empezó a clarear. El paisaje había cambiado de aspecto; atrás quedaban los campos, esos eran los suburbios.

Pequeñas casas con jardincillos y hermosos árboles. Larguísimas calles con uno que otro café ya abierto. Camareros soñolientos con delantales sucios y el pelo engominado, que distribuían sillas de paja en las aceras. Chóferes que, en las barras, se echaban al coleto un café y una copa.

Luego otra vez largos trechos con jardines, invernáculos, paredes cubiertas de carteles, bandos de la
mairie.
Una estructura de cemento.

Las carretadas de productos alimenticios ya debían de haber llegado a los mercados. Unos cuantos rezagados hostigaban aún a sus jamelgos. Pero ahora veíanse más automóviles. Podían darse el lujo de salir más tarde. Era ese tipo de coches con el capó en forma de ataúd, en su mayoría azules.

Y luego vino la zona de los buses y tranvías, todos repletos de obreros.

El pequeño y rechoncho tornero de Halle an der Saale caminaba a paso regular, un poco cansado, con más punzadas en el vientre. Al pasar frente a los cafés miraba ahora más a menudo los blancos relojes detrás de cada mostrador. Tenía que estar en el boulevard Saint Michel a las siete en punto.

A eso de las cinco ya había amanecido totalmente, y media hora después se sentía incluso el calor del sol. Había atravesado el límite de la ciudad.

La marcha se hizo más dificultosa por el adoquinado y el asfalto. Además, allí había mucho tráfico. En su mayoría obreros con bidones. Y grandes camiones de riego, ante cuyos chorros de agua había que saltar a un lado. Estaban limpiando y arreglando la ciudad. Las terribles luchas por la comida del mediodía, el alquiler de la vivienda, el colegio de los niños y los cigarrillos debían tener como escenario una ciudad limpia.

Pues toda aquella gente, esos franceses, trabajaban, luchaban y vivían. El tornero de Halle an der Saale entendía aquello, ya que él también había trabajado, luchado y vivido en Alemania.

A decir verdad, aún seguía, claro está, luchando, en cierto sentido todavía trabajaba, y ¿acaso no estaba vivo? Un muerto no siente punzadas en el vientre.

Su caminata hacia el boulevard Saint Michel era una acción bélica. Además, tenía aliados, los amigos que le dieron el papel con la dirección del médico, y el
front populaire
¡un poderoso respaldo!

Su pregunta era ahora: «¿Bulvar Seng Mishel?»

Resultó ser una calle lateral y el número era el 123. Una casa alta, estrecha, distinguida. Eran las seis y media. Las seis y media no son las siete. La casa mostraba pocas señales de vida. Había que esperar.

El tornero se instaló en la acera de enfrente. Un criado salió de la casa, luego lo hizo una criada con cofia y, al poco rato, un hombre gordo de rostro sanguíneo que llegó hasta la escalera de piedra y miró a su alrededor. Por la calle bajó luego un
flic
, un policía, y el tornero tuvo que avanzar hasta la esquina siguiente para que no pareciera que tenía en mente algo prohibido. Así lo exigían todos los policías del mundo, sin distinción alguna.

Y entonces dieron las siete.

El rechoncho hombrecito cruzó la calle y subió las escaleras. La cara de globo rojo que viera momentos antes apareció en la ventanita del vestíbulo. ¡El «consiersh»! Krucke le mostró el papel con el nombre del médico. El «consiersh» dijo algo y acompañó sus palabras con una serie de gestos que no aclararon mucho la cuestión. Concluyó bruscamente, encogiéndose de hombros, y el estrecho paso quedó libre.

Sobre una alfombra roja de fibra de coco pudo subir las anchas escaleras. La casa era elegantísima. Debía de ser un buen médico.

Ahí estaba la placa. Bastaba con tocar el timbre.

Le abrió una criada. El tornero pronunció el nombre del doctor; el colega francés en cuya casa se alojaba le había enseñado a pronunciarlo la noche anterior.

Pero la criada se limitó a mover la cabeza, asombrada. Y también le dijo un montón de cosas en ese idioma endemoniado y, una vez más, sus gestos tampoco aclararon nada. ¿De qué le sirvió señalar con su bastón la sala de espera e indicar con un dedo la zona del vientre donde sentía las punzadas? La muchacha cerró la puerta simple y llanamente.

Uno solo de sus gestos llegó a tener sentido a medias. Le había señalado la placa, en la que se leía: 5-8. Ese era, claro está, el horario de consulta. ¡Pero a él iba a examinarlo fuera de ese horario! ¡El no podía pagar nada! Por eso lo había citado a las siete de la mañana, una hora nada habitual, antes de que empezara el trajín cotidiano. Krucke había entendido que el médico haría una hora extra para atenderlo, pues luego estaría ocupadísimo: era un especialista para el que cada minuto significaba dinero y que vivía en una casa con alfombras de fibra de coco y criados, todo ello muy dispendioso.

En aquel momento le hubiera hecho falta saber francés.

Se había quedado de pie ante la puerta cerrada. Pero abajo, en el rellano de la escalera, apareció la cabeza de globo más roja que nunca. Probablemente sospechaba algo. Ya el bastón debió de resultarle sospechoso. Y los pantalones tampoco eran muy nuevos que digamos.

El tornero volvió a bajar las escaleras, pasó junto al «consiersh» y salió a la calle. No había nada que hacer.

Probablemente al doctor se le olvidó dejar dicho que lo esperaba a esa hora y que lo hicieran pasar un poco antes. ¡Un hombre así tiene tantas cosas en la cabeza! Y la revisión era gratis.

También era posible que lo hubieran llamado para alguna operación de urgencia. En ese caso habría que fijar una nueva cita, antes o después del horario habitual de consulta. Nada cabía esperar de una gestión precipitada. El domingo por la noche se reuniría con sus amigos y podrían discutir la nueva maniobra.

El hombrecito se sentó en el poyo de piedra de un portal, desenvolvió lo que su anfitrión le había dado para el viaje y mordisqueó el pan blanco.

Luego se puso lentamente en camino hacia el suburbio. Llegó a su casa por la tarde.

Cuando el médico francés, un hombre afable y servicial, preguntó al cabo de unos días por qué el anunciado paciente no había hecho acto de presencia, se quedó de una pieza al oír que el alemán había dado por supuesto que, como sólo podían atenderlo gratuitamente fuera del horario de consulta, no podía tratarse, en su caso, sino de las siete
de la mañana.

Gaumer e Irk

Fue fácil abatir a Irk. Estaba muy atareado y cuidaba de mucha gente, mas no de sí mismo. Ya estaba muerto cuando Gaumer se dio cuenta de lo atrozmente difícil que sería enterrarlo.

Yacía en el suelo de la oficina, y Gaumer intentó primero cargarlo a hombros. Lo cual, por supuesto, era imposible. Los Gaumers no pueden cargar a los Irks.

De modo que lo cogió por el pie izquierdo y lo arrastró con todas sus fuerzas hacia la puerta. Pero la otra pierna de Irk se atascó tan firmemente en la jamba de la puerta que Gaumer tuvo que arrastrar de nuevo el cuerpo al interior del despacho, esta vez por la cabeza, que no ofrecía ningún buen asidero. Gaumer se alegró de tener nuevamente a Irk en la habitación donde había yacido poco antes. Bañado en sudor, se sentó en una silla y tomó aliento.

Luego se puso a reflexionar. Y reflexionó más profundamente que nunca. Había que sacar a Irk con la cabeza por delante. Esa era la solución. Siempre había alguna solución, bastaba con reflexionar profunda e impávidamente. Irk lo decía todo el tiempo.

Cayóse Gaumer dos veces al suelo mientras arrastraba hacia la puerta a Irk, cuya cabeza se le escapaba de las manos. Nada extraño, pues la cabeza no había sido pensada como asidero. De todas formas, el cuerpo yacía ahora en la caja de la escalera, y su propio peso (excesivo) debería impulsarlo escaleras abajo. Por parte de Gaumer bastó con un puntapié. Pero la baranda de abajo, al pie de la escalera, se rompió por la violencia del impacto. Estaba podrida, e Irk decía siempre que había que cambiarla. Lástima que Gaumer no hubiera cedido en este punto. Ahora la gente vería esa baranda rota cuando entrara a trabajar a la mañana siguiente.

Al menos Irk ya estaba abajo, lo cual suponía un progreso. Claro que sólo sería un progreso si Gaumer lograba sacarlo fuera, pues era mucho más probable que lo descubrieran allí que arriba, en la oficina.

Pero entonces ocurrió algo terrible. Tras dos horas de esfuerzos desesperados con el cuerpo, Gaumer se dio cuenta de que jamás podría sacarlo fuera por sus propios medios. El espacio que mediaba entre la escalera y la puerta era demasiado estrecho, y la puerta se abría hacia dentro. Gaumer no podía abrir la puerta y levantar el cuerpo al mismo tiempo. Ni siquiera lograba girarlo de costado, y tenía que hacerlo. Era indispensable girarlo.

Gaumer comprendió que tendría que buscar a su sobrino y explicarle lo ocurrido. Lo cual era horrible. Aquel petimetre haragán y pervertido le vendería muy cara su ayuda. Claro que si no hubiera sido haragán y pervertido, Gaumer jamás habría podido recurrir a él en una situación semejante. A partir de esa noche quedaría totalmente en manos del muchacho, es decir, también tendría que eliminarlo. ¡Menudas perspectivas lo aguardaban!

El sobrino lo miró con algo más que curiosidad cuando él le contó la historia. De todos modos, lo acompañó en seguida. Gaumer tuvo la impresión de que lo acompañó incluso con excesiva rapidez. Ocultar su alegría parecía costarle un gran esfuerzo. Entre los dos consiguieron abrir la puerta y arrastrar el cuerpo más allá del umbral. Y, de pronto, no pudiendo moverlo un paso más.

¿Qué había pasado? Ahí no había ya ningún obstáculo y ahora eran dos. El trabajo principal parecía hecho. Sólo al cabo de un rato advirtieron lo que había ocurrido. Al principio, Gaumer creyó que estaba viendo mal: su sobrino, que tiraba de la cabeza de Irk, le pareció hallarse extrañamente lejos de él, que sostenía las piernas del cadáver. Y de pronto el sobrino le dijo: ¡está creciendo!

Y en efecto, así era. Irk no había sido, en vida, mucho más alto que Gaumer, al menos a los ojos de éste. Incluso tras el asesinato en la oficina, y pese a lo difícil que pudiera ser cargarlo, había conservado un tamaño más o menos natural. Pero ahora, al aire libre, ¡se había vuelto de pronto inconcebiblemente grande! Sus piernas parecían dos columnas, y su cabeza, un laurel podado en forma esférica. Y seguía creciendo. Mientras los dos hombres lo miraban fijamente, horrorizados —el tío desde los pies, el sobrino desde la cabeza—, el maldito cuerpo seguía estirándose y engrosando a una velocidad monstruosa. Aquello ya no era un hombre: era un gigante.

¿Cómo enterrar esa descomunal masa de carne y huesos? ¿Cómo poner bajo tierra esa montaña?

Gaumer hizo cuanto pudo por dominar su pánico. Había que conseguir cuerdas en seguida, o mejor aún, cables de acero. Con un camión quizás podrían arrastrar a Irk hasta el canal que pasaba junto a la fábrica. Por suerte, Gaumer tenía todas las llaves y podía disponer de cosas tales como camiones y cables.

Pesadamente se encaminó a las cocheras.

Al sacar el camión de la cochera, en retroceso, pasó sobre la pierna de Irk. Fue como si hubiera pasado sobre un bloque de granito, las hojas de los muelles crujieron y una de ellas se rompió.

El cuerpo de Irk tendría ahora sus buenos cinco metros de largo y más de metro y medio de diámetro. Para levantar un pie y enrollarle el cable de acero, tuvieron que recurrir al gato del camión. Pero también éste se dobló. Y así fueron echando a perder todas las herramientas.

Al subir al camión, Gaumer pescó una mirada de su sobrino que lo inquietó muchísimo. Era evidente que el muchacho le tenía miedo y eso lo volvía muy peligroso. A ojos vistas intuía ahora que Gaumer tendría que eliminarlo en cuanto concluyeran la tarea, y sin duda estaba maquinando cómo echarle el guante previamente a su tío. Gaumer tendría que liquidarlo cuanto antes, aunque sólo después de acabar la tarea, se entiende.

BOOK: Relatos 1927-1949
9.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Loki's Daughters by Delle Jacobs
The Butcher's Theatre by Jonathan Kellerman
True Lies by Opal Carew
Wilde Times by Savannah Young
Return to Me by Morgan O'Neill
Red In The Morning by Yates, Dornford
Rocked by an Angel by Hampton, Sophia
Rusty Summer by Mary McKinley
Jay Giles by Blindsided (A Thriller)