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Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Relatos 1927-1949 (17 page)

BOOK: Relatos 1927-1949
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Traía malas noticias. Al entrar en la casucha había encontrado al que creían casi muerto sentado a la mesa en mangas de camisa y devorando a dos carrillos. Estaba totalmente restablecido.

El hermano no se atrevió a mirarla a la cara cuando prosiguió su relato. El aldeano —que, dicho sea de paso, se llamaba Otterer— y su madre parecían igualmente sorprendidos por el nuevo giro de los acontecimientos y aún no habían decidido qué harían. Otterer no le había causado mala impresión. Habló poco, pero cuando la madre quiso quejarse de que ahora le habían endilgado a su hijo una esposa indeseada y una criatura ajena, él la hizo callar. Durante la conversación siguió comiendo con aire pensativo su plato de queso, y aún comía cuando el granjero se despidió.

Anna estuvo, como es natural, muy preocupada los días siguientes. Entre una y otra de sus faenas domésticas le enseñaba a caminar al niño. Cuando éste consiguió soltarse de la rueca y avanzó hacia ella tambaleándose y con los bracitos extendidos, la joven tuvo que reprimir un sollozo y lo abrazó con fuerza al atraparlo.

En cierta ocasión preguntó a su hermano: «¿Qué tipo de hombre es el tal Otterer?» Solamente lo había visto en su lecho de moribundo y, además, de noche, a la luz de una débil vela. Y se enteró entonces de que su marido era un cincuentón desgastado por el trabajo, «algo normal en un aldeano».

Poco después lo vio. Adoptando aires muy misteriosos, un buhonero le había dicho que «cierto conocido suyo» quería reunirse con ella tal día, a tal hora y en la aldea tal, allí donde arranca el sendero que lleva a Landsberg. Y así se encontraron los esposos a mitad de camino entre sus aldeas —como los generales de la antigüedad entre sus respectivas líneas de batalla—, en medio del campo, que ya estaba cubierto de nieve.

El hombre no le gustó a Anna.

Tenía dientes pequeños y grises y la miró de arriba abajo, aunque la gruesa piel de oveja en que ella iba envuelta no permitía ver mucho. Luego utilizó las palabras «sacramento del matrimonio». Anna le dijo brevemente que tendría que replanteárselo todo, pero le rogó que a través de cualquier comerciante o carnicero que pasara por Grossaitingen le hiciera llegar, en presencia de su cuñada, el recado de que ya no tardaría mucho y que de momento había caído enfermo en el camino.

Otterer asintió con su habitual aire pensativo. Le llevaba más de una cabeza a Anna y, al hablar, no paraba de mirar el lado izquierdo del cuello de la joven, cosa que la acabó exasperando.

Pero el recado no llegaba, y Anna empezó a considerar la posibilidad de abandonar la granja con el niño y buscar trabajo un poco más al sur, en Kempten o Sonthofen. Sólo la retenía la inseguridad de los caminos, de la que tanto se hablaba, y el hecho de que estuvieran en pleno invierno.

La estancia en la granja se iba haciendo cada día más difícil. A la hora de la comida, y en presencia de toda la servidumbre, la cuñada le hacía preguntas suspicaces sobre su marido. Cuando un día llegó al extremo de llamar al niño «pobre gusanillo», mirándolo con falsa compasión, Anna decidió irse en seguida, pero el niño cayó enfermo.

Estaba inquieto en su caja, con la carita muy roja y los ojos turbios, y Anna velaba junto a él noches enteras, oscilando entre la angustia y la esperanza. Una mañana, cuando el pequeño se encontraba ya en franca mejoría y había recuperado su sonrisa, llamaron a la puerta y entró Otterer.

En la habitación no había nadie fuera de Anna y el niño, de modo que ésta no se vio obligada a fingir, cosa que, además, le hubiera sido imposible dado el susto que llevaba encima. Permanecieron largo rato en silencio, hasta que Otterer anunció que él, por su parte, le había dado vueltas al asunto y había venido a llevársela. Volvió a mencionar el sacramento del matrimonio.

Anna se enfadó muchísimo. Con voz firme, aunque contenida, le dijo que no pensaba irse a vivir con él, que se había casado sólo por el crío y lo único que quería era que les diese su apellido a ella y al niño.

Cuando la oyó mencionar al niño, Otterer lanzó una fugaz mirada hacia la caja donde estaba la criatura; rezongó algo, pero no se acercó, lo cual predispuso todavía más a Anna en contra suya.

El soltó entonces unos cuantos tópicos: que ella debería pensárselo todo una vez más, que su madre y él no tenían mucho que llevarse a la boca, pero que la anciana podía dormir en la cocina. Luego entró la cuñada, lo saludó con gran curiosidad y lo invitó a comer. Ya en la mesa, Otterer saludó al granjero esbozando una indolente inclinación de cabeza con la cual ni simulaba desconocerlo ni dejaba traslucir que lo conocía. A las preguntas de la cuñada respondió, con monosílabos y sin alzar la mirada del plato, que había encontrado un trabajo en Mering y Anna podía irse con él. No dijo, sin embargo, que tuviera que hacerlo de inmediato.

Por la tarde rehuyó la compañía del granjero y estuvo cortando leña detrás de la casa, tarea que nadie le había encomendado. Después de la cena, en la que tampoco abrió la boca, la propia granjera llevó un edredón al dormitorio de Anna para que él pudiera pernoctar allí, pero, cosa curiosa, el hombre se levantó torpemente y murmuró que debía volver aquella misma noche. Antes de irse clavó una mirada ausente en la caja donde dormía el niño, pero no dijo nada ni lo tocó.

Esa misma noche cayó Anna enferma con unas fiebres que le duraron varias semanas. Se pasó la mayor parte del tiempo en su lecho, inactiva, y sólo unas pocas veces —por la mañana, cuando la fiebre bajaba un poco— lograba arrastrarse hasta la caja y arropar bien al crío.

A la cuarta semana de su enfermedad se presentó Otterer en el patio con un carro de adrales y se los llevó a ella y al niño. Anna lo aceptó todo sin rechistar.

Sólo muy lentamente fue recuperando sus fuerzas, cosa nada extraña con las sopas aguadas que tomaba en la casucha del aldeano. Pero una mañana, viendo lo sucio que tenían al niño, decidió levantarse.

El pequeño la recibió con su amigable sonrisa que, según decía siempre el granjero, le venía de ella. Había crecido y gateaba con increíble rapidez por todo el dormitorio, palmeando con sus manitas y lanzando grititos cada vez que se caía de bruces. Anna lo bañó en una tina de madera y recuperó la confianza en sí misma.

A los pocos días, sin embargo, no pudiendo resistir más tiempo la vida con Otterer, envolvió al niño en un par de mantas, cogió una hogaza y un poco de queso y se marchó.

Se había propuesto llegar hasta Sonthofen, pero no fue muy lejos. Tenía aún muy débiles las piernas, el camino estaba cubierto de nieve que empezaba a fundirse, y la gente de los pueblos se había vuelto desconfiada y avara debido a la guerra. Al tercer día de camino se dislocó un pie en la cuneta y tuvo que esperar muchas horas angustiada por el niño, hasta que los recogieron y llevaron a una granja, donde fue instalada en el establo. El pequeño gateaba por entre las patas de las vacas y se limitaba a reír cuando ella lanzaba gritos de angustia. Al final no tuvo más remedio que revelar a los granjeros el nombre de su marido y éste vino a llevárselos de vuelta a Mering.

A partir de entonces no volvió Anna a intentar ninguna fuga y aceptó resignada su destino. Trabajaba duramente. Era difícil sacar algún provecho de esa parcela tan pequeña y mantener a flote la reducida economía doméstica. Pero el hombre no era descortés con ella y el pequeño comía hasta saciarse. Su hermano también aparecía por ahí de vez en cuando llevando algún regalo, y un día ella pudo incluso mandar teñir de rojo una chaquetita para el crío. Eso debía sentarle bien al hijo de un tintorero, pensó.

Con el tiempo acabó considerándose feliz y vivió muchas alegrías educando al pequeño. Así transcurrió aquel año.

Pero un día fue al pueblo a comprar jarabe y, al volver, no encontró al niño en la casucha. Su marido le contó que una señora bien vestida había pasado en un lujoso carruaje y se había llevado al pequeño. Aterrada, Anna avanzó tambaleando hasta la pared, y esa misma noche se puso en camino hacia Augsburgo con un atado de víveres por todo equipaje.

Lo primero que visitó en la ciudad imperial fue la curtiduría. No la dejaron entrar y no pudo ver al pequeño.

La hermana y el cuñado intentaron en vano consolarla. Anna se presentó ante las autoridades gritando, fuera de sí, que le habían robado a su hijo. Llegó al extremo de insinuar que los ladrones habían sido protestantes. Mas no tardó en enterarse de que corrían otros tiempos y se había sellado la paz entre católicos y protestantes.

Apenas hubiera conseguido algo de no haber venido en su ayuda una circunstancia particularmente feliz. Su caso cayó en manos de un juez que era una persona muy peculiar.

Se trataba del juez Ignaz Dollinger, célebre en toda Suavia por su erudición y ordinariez, bautizado por el príncipe elector de Baviera, cuyo litigio con la ciudad imperial él había zanjado, con el mote de «palurdo latinajero», pero elogiado por el pueblo en una larguísima copla.

Ante él se presentó Anna acompañada por su hermana y su cuñado. El anciano, de baja estatura y desmedida corpulencia, los recibió sentado en un minúsculo cuartucho sin ningún adorno, entre pilas de pergaminos. Tras escuchar muy brevemente a la joven anotó algo en una hoja y gruñó: «¡Párate ahí, pero rápido!», señalando con su pequeña y tosca mano un punto del cuarto en el que caía la luz por un estrecho ventanuco. Observó detenidamente el rostro de la joven durante unos minutos y, lanzando un profundo suspiro, le indicó por señas que se marchara.

Al día siguiente la mandó llamar con un alguacil, y, cuando ella aún estaba en el umbral, le gritó:

—¿Por qué no dijiste de entrada que había una curtiduría y una jugosa propiedad de por medio?

Anna dijo tenazmente que a ella sólo le importaba el niño.

—¡No te hagas ninguna ilusión con la curtiduría! —exclamó el juez—. Si el bastardo es realmente tuyo, la propiedad pasará a los parientes de Zingli.

Anna asintió con la cabeza, sin mirarlo. Luego dijo:

—El no necesita la curtiduría.

—¿Es tuyo? —ladró el juez.

—Sí —dijo ella en voz baja—. ¡Ojalá pudiera estar conmigo hasta que sepa todas las palabras! De momento sólo sabe siete.

El juez tosió y ordenó los pergaminos que había encima de su mesa. Luego dijo en tono más calmado, aunque aún con cierta irritación:

—Tú quieres al renacuajo, y la cabra aquella de las cinco enaguas de seda también lo quiere. Pero él necesita a su verdadera madre.

—Así es —dijo Anna mirando al juez.

—Ahora lárgate —gruñó Dollinger—. El sábado celebraré el juicio.

Aquel sábado, la calle mayor y la plaza del ayuntamiento, junto a la torre de Perlach, eran un hervidero de gente ansiosa por asistir al juicio sobre el «niño protestante». El extraño caso había causado gran revuelo desde el primer momento, y en las casas y tabernas se discutía sobre cuál sería la verdadera madre y cuál la impostora. Además, el viejo Dollinger era ampliamente conocido por el tono popular de sus juicios, en los que sacaba a relucir dichos mordaces y sabias sentencias. Sus procesos atraían más gente que las ferias o la consagración de una iglesia.

Por eso se agolparon frente al ayuntamiento no sólo muchos augsburgueses. También un respetable número de campesinos de los alrededores habían hecho acto de presencia. El viernes era día de mercado, y muchos habían pernoctado en la ciudad esperando asistir al proceso.

La sala en la que Dollinger administraba justicia era el denominado «Salón Dorado», famoso por ser el único de sus proporciones en toda Alemania que no tenía columnas. El artesonado estaba suspendido del caballete del tejado mediante cadenas.

El juez Dollinger, una montaña de carne pequeña y redonda, se había sentado frente al portón de bronce que permanecía cerrado en una de las paredes laterales. Una sencilla cuerda delimitaba el espacio reservado al público. Pero el juez no se instalaba en un estrado ni tenía mesa alguna. El mismo lo había dispuesto así años atrás; daba mucha importancia al decorado.

Dentro del espacio acordonado se hallaban Frau Zingli con su tío, los parientes suizos del difunto Herr Zingli —dos caballeros dignos y bien vestidos, con aspecto de comerciantes acaudalados, que acababan de llegar a la ciudad— y Anna Otterer con su hermana. Junto a Frau Zingli se veía a una nodriza con el niño.

Todos, partes y testigos, estaban de pie. El juez Dollinger solía decir que las vistas eran más breves cuando los litigantes tenían que estar en esa posición. Aunque tal vez los hiciera quedarse de pie sólo para que lo ocultaran ante el público, que si quería ver al juez tenía que ponerse de puntillas o estirar mucho el cuello.

Nada más iniciarse la vista se produjo un incidente. En cuanto vio al niño, Anna lanzó un grito y avanzó hacia él; la criatura también quiso ir a su encuentro y empezó a patalear con fuerza y a berrear en los brazos de la nodriza. El juez ordenó que lo sacaran de la sala.

Luego llamó a Frau Zingli.

Esta avanzó precedida por el fru-fru de sus enaguas y, llevándose de rato en rato un pañuelito a los ojos, contó cómo los soldados imperiales habían raptado al niño durante el saqueo. Aquella misma noche se había presentado la criada en casa de su tío para decirles, esperando recibir probablemente una propina, que el niño seguía en la casa saqueada. Sin embargo, una cocinera de su tío a la que enviaron a la curtiduría no encontró allí al niño, por lo que ella supuso que esa persona (y señaló a Anna) se había apoderado de la criatura para conseguir dinero mediante algún tipo de chantaje. Y tarde o temprano habría presentado sus reclamaciones si antes no le hubieran quitado al niño.

El juez Dollinger llamó entonces a los dos parientes de Herr Zingli y les preguntó si en aquel momento se habían interesado por el difunto y qué les había dicho Frau Zingli.

Ellos respondieron que ésta les hizo saber que su marido había sido asesinado y ella había confiado al niño a una criada suya con la que estaba en buenas manos. Hablaron de la viuda en términos muy pocos cordiales, lo cual no era de extrañar, pues si Frau Zingli perdía el proceso, la propiedad pasaría a manos de ellos.

Después de su declaración, el juez volvió a dirigirse a Frau Zingli para preguntarle si durante el asalto no habría perdido simplemente la cabeza y abandonado al niño.

Frau Zingli lo miró con sus ojos celestes fingiendo asombro y replicó, ofendida, que ella no había abandonado a su hijo.

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