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Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Relatos 1927-1949 (21 page)

BOOK: Relatos 1927-1949
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Terencio Scaper empieza a verlo todo negro. Ya no cree en el prometido de su hija. Esta se ha pasado la noche entera llorando, y en un arrebato les grita a sus padres lo que el fabricante de cueros le había exigido. La madre toma partido por su hija. Y el veterano decide enrolarse como soldado en una oficina de reclutamiento. Tras largos titubeos confiesa a su familia, sin embargo, que se siente demasiado viejo para la revisión médica. La familia lo ayuda solícitamente a rejuvenecer. Lucilia le presta su lápiz de labios, y el hijo menor vigila su forma de andar.

Pero cuando él, ya presentable, llega a la oficina de reclutamiento, la encuentra cerrada. Frente a ella, grupos de jóvenes comentan indignados que la guerra de Oriente ha quedado en nada. Totalmente abatido, el veterano de diez guerras cesáreas vuelve al seno de su familia y encuentra una carta de Raro a Lucilia en la que éste anuncia la inminencia de grandes acontecimientos. En esos momentos se está preparando una ley según la cual los veteranos de César recibirán tierras en arrendamiento y subvenciones estatales. La familia no cabe en sí de alegría.

Pero la carta de Raro, escrita por la mañana, ya ha perdido validez cuando Terencio Scaper la lee. Las indagaciones del secretario revelan que los antiguos políticos plebeyos, perseguidos por César durante años, han perdido toda confianza en las jugadas políticas del dictador.

Raro, que además se ve perseguido, busca vanamente a su amo en el palacio y no lo encuentra hasta el atardecer, presenciando una carrera de galgos en el circo. En el camino al palacio transmite a César el desconcertante resultado de sus pesquisas. Tras un largo silencio, y comprendiendo de pronto el enorme peligro en que se encuentra el dictador, le hace una propuesta desesperada: que César abandone la ciudad en secreto esa misma noche e intente huir a Brundisium, para dirigirse de allí en barco a Alejandría y reunirse con su ejército. Promete tenerle lista una carreta de bueyes. El dictador, recostado en el asiento de su litera, no le responde.

Pero Raro ha decidido preparar esa huida. El crepúsculo caía ya sobre la gigantesca e inquieta urbe, cargada de rumores, cuando el joven secretario llega al pórtico sur para negociar con la guardia. Después de medianoche pasará por ahí una carreta de bueyes sin ningún salvoconducto. Y entrega al centinela todo el dinero que lleva consigo: exactamente trescientos sestercios.

Hacia las nueve se presenta en la posada de los Scaper. Abraza a Lucilia y pide a la familia que lo dejen a solas con Terencio Scaper. Y entonces se acerca al veterano y le pregunta:

—¿Qué harías tú por César?

—¿Cómo va lo de las tierras en arrendamiento? —pregunta a su vez Scaper.

—Ha quedado en nada —dice Raro.

—¿Y mi puesto de capitán también ha quedado en nada? —pregunta Scaper.

—Tu puesto de capitán también ha quedado en nada —dice Raro.

—Pero ¿tú sigues siendo secretario suyo?

—Sí.

—¿Y te reúnes con él?

—Sí.

—¿Y no puedes convencerlo de que haga algo por mí?

—Ya no puede hacer nada por nadie. Todo ha fracasado. Mañana lo liquidarán como a una rata. A ver, ¿qué harías tú por él? —pregunta el secretario.

El veterano fija en él una mirada incrédula. ¿Que el gran César está liquidado? ¿Tan liquidado que él, Terencio Scaper, debe acudir en su ayuda?

—¿Cómo podría ayudarlo? —pregunta con voz ronca.

—Le he prometido tu carreta de bueyes —dice tranquilamente el secretario—. Tendrás que esperarlo en el pórtico sur a partir de medianoche.

—No me dejarán pasar con la carreta.

—Sí te dejarán. Les he pagado trescientos sestercios por el servicio.

—¿Trescientos sestercios? ¿Los nuestros?

—Sí.

El viejo lo mira fijamente un instante, casi con rabia. Pero al final su mirada revela esa amarga inseguridad del que se ha pasado media vida sometido a la disciplina militar, y, volviendo la cara, farfulla:

—Tal vez sea un negocio tan bueno como cualquier otro. Una vez fuera podrá desquitarse de todo.

Ha recuperado su optimismo: otra vez tiene
esperanza.

Más difícil le resulta a Raro separarse de Lucilia. Desde que ella volvió a verlo en Roma, no han estado nunca a solas. Ni él ni Terencio le han explicado qué lo mantiene alejado aquellos días. Hasta que por fin se entera. Su joven prometido colabora con César. Es el único confidente del amo del mundo.

Pero ¿no puede pasar con ella un cuarto de hora en alguna taberna de la calleja de los Caldereros? ¿No puede César arreglárselas solo durante un cuarto de hora?

Raro la lleva consigo a la calle de los Caldereros. Pero no entran en las tabernas. Súbitamente el joven se percata de que lo están persiguiendo. Dos oscuros individuos le siguen los pasos desde la mañana, vaya adonde vaya, por eso los enamorados se separan frente a la posada. Lucilia vuelve a casa de su madre y, radiante, le cuenta cuán próximo al gran César está su joven prometido.

Mientras, el secretario intenta vanamente deshacerse de sus perseguidores.

Antes de la medianoche sabrá lo que significa arrimarse a la sombra de los poderosos.

Hacia las once, Raro vuelve al palacio del foro. Un regimiento de negros monta la guardia palaciega. Los soldados están en su mayoría borrachos.

En su pequeña alcoba, detrás de la biblioteca, el joven busca desesperado el expediente que el banquero español le entregara un día antes para César. El dictador no lo ha leído. En ese expediente figuran los nombres de los conjurados. Los encuentra a todos. Bruto, Casio, toda la
jeunesse dorée
de Roma, y entre ellos, muchos a quienes César considera amigos suyos. Tiene que leer ese expediente en seguida, esa misma noche. Su lectura lo decidirá a utilizar la carreta de bueyes de Terencio Scaper.

Raro coge el expediente y se pone en camino. Los pasillos están casi a oscuras; desde el ala opuesta llegan canciones de los centinelas borrachos. En la entrada al atrio montan guardia dos negros gigantescos. No quieren dejarlo pasar. Y no entienden lo que les dice.

El joven intenta ir en otra dirección; el palacio es enorme. Allí también hay centinelas negros que le cierran el paso. Hace la prueba en corredores y jardines interiores a los que se accede escalando ventanas, pero todo está acerrojado. Al volver a su habitación, completamente exhausto, Raro cree reconocer la silueta de un hombre en el extremo del pasillo. Es uno de sus perseguidores.

Presa del pánico se precipita a su habitación y atranca la puerta. No enciende ninguna luz y se asoma a la ventana que da al patio. Allí, frente a su ventana, ve al segundo hombre sentado. Siente un sudor frío.

Se queda un buen rato a oscuras en su habitación, con el oído atento. En algún momento llaman a la puerta, pero Raro no abre. Y no llega a ver, por lo tanto, al hombre que se aleja después de esperar un rato ante la puerta: César.

Desde la medianoche, la carreta de bueyes de Terencio Scaper aguarda frente al pórtico sur. El veterano solamente ha dicho a su mujer y a sus hijos que estará unos días fuera de Roma porque tiene que entregar un recado. Que Lucilia y su madre fueran a casa de Raro, quien cuidaría de ellas.

Pero aquella noche nadie se presenta en el pórtico sur dispuesto a subir a la carreta.

En la madrugada del 15 de marzo comunican al dictador que su secretario ha sido asesinado la noche anterior en el palacio. La lista con los nombres de los conjurados ha desaparecido. César se encontrará con los portadores de esos nombres esa misma mañana en el senado y caerá abatido por sus puñales.

Una carreta de bueyes, conducida por un viejo soldado que es a la vez un arrendatario arruinado, emprenderá el regreso a una posada de las afueras de Roma, donde lo aguarda una pequeña familia a la que el gran César adeuda trescientos sestercios…

Los dos hijos

En enero de 1945, cuando la guerra de Hitler se acercaba ya a su fin, una campesina de Turingia soñó que su hijo la llamaba desde el campo, y, al salir al patio ebria de sueño, creyó verlo junto a la bomba de agua bebiendo. Pero al dirigirle la palabra se dio cuenta de que era uno de los jóvenes prisioneros de guerra rusos que realizaban trabajos forzados en la granja. Unos días más tarde tuvo una experiencia muy extraña. Acababa de llevarles la comida a los prisioneros hasta un bosquecillo cercano, donde tenían que desenterrar tocones, cuando, ya de regreso, miró por sobre el hombro y vio al mismo joven prisionero —un ser de aspecto enfermizo— con la cara vuelta hacia la escudilla de sopa que alguien le alcanzaba en aquel momento, y ese rostro desilusionado se transformó de pronto en el de su propio hijo. Durante los días siguientes se repitieron con más frecuencia esas visiones, en las que el rostro de aquel joven se convertía, repentina y fugazmente, en el de su hijo. Un día cayó enfermo el prisionero, que quedó tendido en el granero sin que nadie cuidara de él. Un impulso cada vez mayor de llevarle algo nutritivo se fue apoderando de la campesina, pero se lo impedía su hermano, un inválido de guerra que estaba a cargo de la granja y trataba rudamente a los prisioneros, especialmente en aquel momento en que todo empezaba a desmoronarse y la aldea comenzaba a sentir miedo de los prisioneros. La misma campesina no podía desoír los argumentos de su hermano; no consideraba en absoluto justo ayudar a esos seres infrahumanos, sobre los que había oído decir cosas escalofriantes. Vivía angustiada por lo que el enemigo pudiera hacerle a su hijo, que se hallaba en el frente oriental. De modo que aún no había realizado su medio propósito de ayudar a
aquel
desamparado, cuando una noche sorprendió en el huertecillo nevado a un grupo de prisioneros discutiendo acaloradamente pese al intenso frío, pues sin duda habían elegido ese sitio para evitar que los descubrieran. El muchacho también estaba presente, tiritando por la fiebre, y fue probablemente debido a su extrema debilidad que se asustó tanto al verla. Y en medio de su espanto volvió a producirse la extraña transformación de aquel rostro, de suerte que la granjera reconoció una vez más las facciones de su hijo, esta vez desencajadas por el miedo. Esto le dio mucho que pensar, y, aunque fiel a su deber informó puntualmente a su hermano sobre la discusión que había visto en el huertecillo, decidió, pese a todo, darle a escondidas al joven la corteza de tocino que ya le había preparado. Como tantas buenas acciones realizadas en el Tercer Reich, también ésta podía resultar sumamente difícil y peligrosa. En ella tenía a su propio hermano como enemigo, y tampoco podía estar segura de los prisioneros de guerra. Sin embargo, le salió bien. Y, de paso, descubrió que los rusos planeaban realmente darse a la fuga, pues a medida que avanzaba el ejército rojo, crecía diariamente el peligro de que los trasladaran más al Oeste o simplemente los liquidaran. La granjera no pudo desatender ciertos deseos del joven prisionero —al que se sentía unida por su extraña experiencia—, deseos que éste le expuso valiéndose de gestos y de un alemán rudimentario, y acabó dejándose envolver poco a poco en los planes de fuga. Le proporcionó una chaqueta y una gran cizalla. Curiosamente, a partir de entonces no volvió a producirse ningún tipo de transformación en el rostro del muchacho, y ella se limitó a ayudar al joven extranjero. Grande fue, pues, su sorpresa cuando una mañana de finales de febrero llamaron a la ventana y, en el crepúsculo matutino, pudo ver el rostro de su hijo a través del cristal. Esta vez sí que era su hijo. Llevaba el uniforme de las SS hecho jirones, su unidad había sido aniquilada, y, muy excitado, dijo que los rusos estaban sólo a unos cuantos kilómetros de la aldea. Sobre su regreso había que guardar el más absoluto secreto. En una especie de consejo de guerra celebrado entre la granjera, su hermano y su hijo en uno de los rincones del desván, decidieron deshacerse de los prisioneros de guerra, pues posiblemente hubieran visto al hombre con el uniforme de las SS y era previsible que hicieran alguna declaración sobre el trato recibido. Cerca de allí había una cantera. El hombre de las SS insistió en que esa misma noche deberían sacarlos uno a uno del granero y liquidarlos. Luego podrían arrojar los cadáveres en la cantera. Por la noche les ofrecerían varias raciones de aguardiente —cosa que, según el hermano, no les llamaría mucho la atención, pues tanto él como los peones de la granja se habían mostrado últimamente muy amables con los rusos—, para así predisponerlos en favor suyo al último momento. Mientras elaboraba su plan, el joven de las SS vio que, de pronto, su madre empezaba a temblar. Los hombres decidieron entonces no dejarla acercarse más al granero. Y ella, muerta de miedo, se puso a esperar la noche. Los rusos aceptaron el aguardiente con aparente gratitud, y la mujer los oyó cantar, borrachos, sus melancólicas canciones. Pero cuando su hijo se dirigió al granero a eso de las once, los prisioneros habían desaparecido. Habían fingido su borrachera. Precisamente la forzada amabilidad de los habitantes de la granja los había convencido de que el ejército rojo debía de estar muy cerca. Cuando llegaron los rusos en la segunda mitad de la noche, el hijo yacía borracho en el desván, mientras la campesina, presa del pánico, intentaba quemar el uniforme de las SS. También su hermano se había emborrachado, de modo que ella misma tuvo que recibir y dar de comer a los soldados rusos. Lo hizo con cara de piedra. Los rusos partieron a la mañana siguiente; el ejército rojo proseguía su avance. El hijo, ojeroso, pidió entonces más aguardiente y expresó su firme intención de abrirse paso hasta los restos del ejército alemán, que ya se batía en retirada, a fin de seguir luchando. La campesina no intentó explicarle que seguir luchando equivalía a una muerte segura, sino que, desesperada, se tiró al suelo ante él y trató de retenerlo físicamente. Pero él la arrojó violentamente sobre la paja. Al incorporarse, la mujer sintió una vara en la mano y, tomando impulso, golpeó con ella al furibundo mozo, haciéndolo caer por tierra.

Esa misma mañana, una campesina detuvo su carreta de adrales frente a la comandancia rusa del villorrio más cercano y entregó a su hijo, atado con cuerdas de pies y manos, a fin de que, según intentó explicarle a un intérprete, salvara su vida como prisionero de guerra.

[Historias de Eulenspiegel]
Nuevo, viejo, nuevo, ¿qué cosa es un huevo?

Eulenspiegel era hijo de un campesino, pero no tenía absolutamente nada que ver con la guerra de los campesinos contra los grandes señores. Ejercía celosamente su modesto oficio de volatinero en las ferias, y a menudo acallaba su hambre montando bufonadas en las que timaba a los lugareños como un auténtico engañabobos. Pero un día le ocurrió un incidente tan enojoso que juró vengarse de los grandes señores y, sin pensárselo demasiado, se puso de parte de los campesinos. En una encrucijada, no muy lejos de la ciudad de Weinsperg, no pudo apartar a tiempo su minúsculo carrito tirado por un burro y obligó a detenerse a una carroza gigantesca en la que viajaba un noble. El señor conde lo hizo conducir a su presencia y lo increpó por la utilización desfachatada del camino carretero. Uno de los criados, que estaba particularmente enfadado, señaló una canastilla con huevos que el volatinero tenía en la mano y comentó que seguramente por salvar esos huevos había detenido al señor conde. En efecto, Eulenspiegel había cogido la canastilla al ver que la carroza se acercaba a gran velocidad. La había conseguido embaucando a los campesinos del pueblo de Dingsmühl en una exhibición. Era su única ganancia del día.

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