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Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Relatos 1927-1949 (20 page)

BOOK: Relatos 1927-1949
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Observa un rato las carreras y apuesta luego por uno de los perros. Junto a él se ha sentado un hombre al que explica por qué motivos ha elegido justamente aquel galgo. El hombre asiente con la cabeza. En la fila delantera surge un pequeño conflicto. Varias personas parecen haber ocupado asientos que no les corresponden, y los recién llegados los expulsan. César intenta entablar conversación con sus vecinos, habla incluso de política. Pero le responden con monosílabos, y al final se da cuenta de que saben quién es: se ha sentado entre agentes de su propia policía secreta.

Irritado, se levanta y se va. El galgo por el que ha apostado gana la carrera…

Frente al canódromo se encuentra con su secretario, que lo andaba buscando. No le trae buenas noticias. Nadie quiere negociar. Por todas partes reina el miedo o el odio. Sobre todo este último. El hombre en el que confían es Carpo, el obrero de la construcción. César escucha con aire sombrío. Luego sube a su litera y se hace conducir a la cárcel mamertina. Hablará con Carpo.

Pero a Carpo primero hay que buscarlo. ¡Hay tantos ex prisioneros plebeyos pudriéndose por docenas en esas casamatas! Sin embargo, tras varias idas y venidas, y utilizando unas largas sogas, sacan al obrero Carpo del agujero donde estaba encerrado, y el dictador puede por fin hablar con el hombre que se ha ganado la confianza del pueblo de Roma.

Están sentados frente a frente y se observan. Carpo es un hombre mayor, quizás no más viejo que César, aunque parece un octogenario. Muy viejo, muy acabado, pero no vencido. César le expone sin rodeos su inaudito proyecto de reimplantar la democracia, convocar elecciones, retirarse él mismo de la vida pública, etc., etc.

El anciano guarda silencio. No dice ni sí ni no, tan sólo calla. Mira a César fijamente y no abre la boca. Cuando el dictador se marcha, lo vuelven a bajar con las largas cuerdas al calabozo. El sueño de la democracia se ha disipado. Está claro: si se trata de una revolución, no quieren contar con él. Lo conocen demasiado.

Cuando César vuelve a casa, al secretario le cuesta un poco explicar a los centinelas quién es su acompañante. El nuevo edil ha sustituido a la guardia romana del palacio por una cohorte de negros. Los negros son más seguros, no entienden latín y, por lo tanto, es más difícil que se amotinen y se dejen contagiar por el ambiente de la ciudad. César sabe ahora qué ambiente reina en la ciudad…

En el palacio, la noche transcurre agitada. El dictador se levanta varias veces y recorre los espaciosos salones. Los negros beben y cantan. Nadie se preocupa de él, nadie lo conoce. Se detiene a escuchar una de sus tristes canciones y luego se dirige a los establos, para visitar a su caballo favorito. Al menos el animal lo reconoce… Roma la eterna yace sumida en un sopor desasosegado. En las puertas de los asilos nocturnos hay artesanos arruinados que hacen cola para dormir unas tres horas y leen carteles enormes, medio desgarrados, en los que se reclutan soldados para una guerra en Oriente que ya no tendrá lugar. En los jardines de la
jeunesse dorée
han desaparecido los centinelas de la noche anterior. De los palacios llegan voces de borrachos. Por una de las puertas del sur de la ciudad sale una reducida caravana: oculta en gruesos velos, la reina de Egipto abandona la capital… A las dos de la madrugada, César recuerda algo, se levanta y se dirige en camisón al ala del palacio donde los juristas siguen preparando la nueva constitución. Los manda a dormir.

Al amanecer comunican a César que su secretario Raro ha sido asesinado durante la noche. Por lo visto había trascendido que se hallaba en tratos con políticos plebeyos, y unas manos poderosas, surgidas de la oscuridad, decidieron tomar cartas en el asunto. ¿De quién eran esas manos? Las listas que tenía Raro con los nombres de los conjurados habían desaparecido.

A Raro lo habían asesinado en el palacio. Ya no es, pues, un lugar seguro para los partidarios del dictador. ¿Lo sigue siendo acaso para él mismo?

César se detiene largo rato junto al catre de campaña en el que yace su secretario muerto, su último hombre de confianza, al que dicha confianza le ha costado la vida.

Al salir del aposento es atropellado por un soldado borracho que no se disculpa. El dictador lanza miradas nerviosas a su alrededor mientras baja por la galería.

En el atrio —curiosamente desierto, pues nadie se ha presentado a la audiencia matinal—, tropieza con un mensajero de Antonio; el cónsul y su
henchman
le mandan decir que por nada del mundo vaya hoy al senado. Su seguridad personal está amenazada. César, a su vez, manda decir a Antonio que no irá al senado. Y se hace conducir a la casa de Cleopatra, pasando junto a la larga fila de peticionarios que acuden cada mañana a las puertas de su palacio. Quizá la reina acepte financiar su campaña. En cuyo caso ya no tendría que recurrir ni a la city ni al pueblo.

Cleopatra no está en casa. La casa está cerrada. Al parecer, la reina se ha marchado por una temporada larga… Y él vuelve al palacio. Curiosamente, la puerta está abierta. Ocurre que los centinelas han abandonado sus puestos. El amo del mundo se incorpora en su litera y contempla su casa, en la que ya no se atreve a entrar.

Podría pedirle una escolta a Antonio. Pero desconfía de cualquier escolta. Es mejor ir sin escolta, en todo caso así no tendrá que temerle. ¿A dónde ir?

Da la orden. Se dirige al senado.

Recostado en su litera, sin mirar a la derecha ni a la izquierda, se hace conducir al pórtico de Pompeyo. Allí se apea. Despacha a los peticionarios. Entra en el templo. Busca con la mirada a tal o cual senador y lo saluda. Luego se sienta en su silla. Se celebran algunas ceremonias. Y al final se le acercan los conjurados con un pretexto. Ya no tienen manchas blancas sobre sus cuellos como en el sueño de dos noches antes; esta vez todos tienen rostros, los rostros de sus mejores amigos. Uno de ellos le da a leer algo, él lo coge. Y entonces se precipitan sobre él.

2.
El legionario de César

En las primeras horas de una mañana primaveral, una carreta de bueyes cruza la verde campiña en dirección a Roma. En ella va el arrendatario y veterano de César, Terencio Scaper, de cincuenta y dos años, con su familia y enseres domésticos. La preocupación ensombrece sus rostros. Han sido expulsados de su minifundio por no pagar el arrendamiento. Tan sólo Lucilia, una joven de dieciocho años, ve con buenos ojos la perspectiva de establecerse en la gran ciudad: allí vive su prometido.

Al acercarse a la urbe, advierten que algo extraño está ocurriendo. El control se ha vuelto más riguroso en las barreras, y de rato en rato son detenidos por patrullas militares. Circulan rumores sobre una inminente gran guerra en Asia. El viejo soldado avista los puestos de reclutamiento, para él tan familiares y aún vacíos debido a lo temprano de la hora, y se siente revivir. César prepara nuevas campañas. Terencio Scaper llega, pues, oportunamente. Es el 13 de marzo del año 44 a. de C.

Hacia las nueve de la mañana, la carreta de bueyes avanza por el pórtico de Pompeyo. Una muchedumbre aguarda allí la llegada de César y de los senadores, que han de celebrar una sesión en el templo. En ella, el senado deberá escuchar «una importante declaración del dictador». La guerra es el tema de discusión general; sin embargo, y para gran sorpresa de Scaper, hay patrullas militares que obligan a la gente a circular: Las discusiones cesan en cuanto aparecen los soldados. El veterano intenta abrirse paso con su carreta a toda costa. A medio camino ya, se incorpora en la carreta y grita volviendo la cabeza: «¡Ave, César!» Sorprendido, comprueba que nadie responde a su saludo.

Un tanto irritado, instala a su reducida familia en una posada barata de las afueras y sale en busca de su futuro yerno, el secretario de César, Tito Raro. Rechaza la compañía de Lucilia. Antes tiene que «arreglar una cuenta pendiente» con el jovenzuelo.

Comprueba que es bastante difícil acceder al palacio de César, en el foro. El control, sobre todo en lo que a armas se refiere, es severísimo. Aire viciado.

Una vez dentro, se entera de que el dictador tiene más de doscientos secretarios. A Raro no lo conoce nadie.

La verdad es que Raro lleva ya tres años sin saludar a su jefe en el ala de la biblioteca del palacio. Es el secretario literario de César y ha colaborado en su obra sobre la gramática. El trabajo permanece intacto, pues el dictador ya no tiene tiempo para esas cosas. Raro se pone contentísimo al ver entrar con paso firme al viejo soldado. ¿Cómo? ¿Que Lucilia está en Roma? Sí, en efecto, pero no es ningún motivo para alegrarse. La familia está en medio de la calle. Principalmente por culpa de Lucilia. Pudo haber sido más condescendiente con el arrendatario principal, el fabricante de cueros Pompilio… ¡Tanto más, cuanto que Raro no volvió a dar señales de vida! El joven se defiende con apasionamiento. Si no fue es porque no le dieron permiso. Hará todo lo posible por ayudar a la familia. Pedirá un anticipo a la administración. Utilizará sus contactos para ascender a Terencio Scaper. ¿Por qué el veterano no habría de ser capitán? Después de todo, se avecinaba una gran guerra.

Ruido de pasos y de armas en el pasillo, la puerta se abre bruscamente: en el umbral aparece César.

El pequeño secretario se queda como petrificado bajo la escrutadora mirada del gran hombre. ¡La primera vez en tres años que César ponía los pies en su gabinete de trabajo! Ni se imagina que
su destino acaba de cruzar el umbral.

César no ha venido a trabajar en su gramática. Más bien anda buscando un hombre en el cual pueda confiar, es decir un hombre difícil de encontrar en aquel palacio. Al pasar por la biblioteca se acuerda de su secretario literario, un joven totalmente ajeno a la política. Tal vez aún no lo hayan sobornado…

Dos guardaespaldas cachean a Scaper en busca de armas y lo echan fuera. El veterano se marcha muy orgulloso: al parecer, su futuro yerno no es la última rueda del coche en aquel palacio. El gran César lo busca, y eso es buena señal.

También Raro es cacheado en busca de armas. Pero el dictador le confía luego un encargo. Deberá ir a ver a un banquero español, no sin dar ciertos rodeos, y preguntarle de dónde proviene la misteriosa resistencia de la city contra la guerra de César en Oriente.

Mientras tanto, el veterano espera al joven frente al palacio. Al ver que no sale —de hecho, Raro utiliza una puerta trasera—, Scaper parte a informar a su familia del giro favorable que han tomado los acontecimientos. En el camino pasa frente a una oficina de reclutamiento. Sólo se presenta gente joven al servicio militar. Será bueno estar protegido y llegar a capitán. Para simple soldado ya es demasiado viejo.

Recorre aún varias tabernas, y cuando llega a la pequeña posada de las afueras está ya un poco achispado. Convencido de ser el
capitán
Terencio Scaper, dirige sus iras contra el joven novio de Lucilia, que aún sigue sin aparecer. ¿De modo que el encumbrado señor secretario no tiene tiempo para saludar a su prometida? Necesitaban con urgencia al menos trescientos sestercios. Lucilia tendrá que resignarse a ir donde el fabricante de cueros y pedirle dinero prestado. La joven se echa a llorar. No se explica por qué Raro no aparece. El señor Pompilio no vacilará en prestarle los trescientos sestercios, pero le exigirá algo a cambio. Su padre se pone furioso. No cabe ya ninguna duda de que el jovenzuelo se ha «enfriado». Hay que ponerle fuego en el trasero. No deben hacerle ver que dependen de él. Tendrá que enterarse de que hay otros hombres que saben apreciar a Lucilia. La muchacha se retira llorando y vuelve varias veces la cabeza por ver si aparece Raro.

En ese momento regresa Raro al palacio. Ha recibido del banquero español un expediente que él, a su vez, ha entregado a César. Ahora está intentando cobrar un anticipo de la administración. Y se lleva un gran susto. En vez de darle dinero., lo someten a un interrogatorio, ¿Dónde ha estado? ¿Qué encargo le había dado el dictador? El se niega a responder y se entera de que está despedido.

Lucilia tiene más suerte. En la oficina del fabricante de cueros le dicen, al principio, que el señor Pompilio ha sido detenido. Excitados, los esclavos aún estaban comentando el increíble incidente —sólo explicable porque su amo había manifestado poco antes en público su furibunda oposición al dictador— cuando el señor Pompilio hace su entrada muy sonriente. «Claro está» que ni a él ni a los demás señores de la city podían retenerlos en la cárcel. Por suerte todavía conservan ciertas influencias en la policía. El señor César ya no es tan poderoso en estos días…

Lucilia aún no ha vuelto cuando Raro llega, por fin, a la posada. El veterano está de mal humor, y la familia se niega a revelar dónde está Lucilia. Por otra parte, Raro tampoco ha traído los trescientos sestercios. No se atreve a confesar que lo han despedido y declara, con voz apocada, que no ha llegado a ir a la administración. En ese momento aparece una Lucilia llorosa que se arroja a sus brazos. Pero Terencio Scaper no ve razón alguna para mostrarse mínimamente discreto, e interroga descaradamente a la joven sobre el resultado de su gestión. Sin mirar a Raro a los ojos, Lucilia entrega los trescientos sestercios a su padre. A Raro no le cuesta mucho adivinar de dónde proviene el dinero: ¡Lucilia ha estado donde el fabricante de cueros!

Hecho una furia, el joven arrebata el dinero de las manos del viejo. Se lo devolverá al señor Pompilio al día siguiente. Como mucho a las ocho de la mañana estará de vuelta en la posada y le entregará a Lucilia el dinero necesario. Y luego irá con Terencio Scaper a ver al comandante de la guardia de palacio para hablar sobre el puesto de capitán.

El veterano acepta a regañadientes. Después de todo, al confidente del amo del mundo no puede resultarle difícil ayudar a la familia de un viejo y benemérito legionario…

A la mañana siguiente, la familia Scaper espera en vano a Raro.

César lo había mandado llamar a primera hora. Con su ayuda, el dictador ha podido desempolvar en la biblioteca un viejo discurso, pronunciado años atrás, en el que exponía su programa democrático. Acto seguido, el secretario se dirige a los suburbios para sondear la opinión de varios políticos plebeyos sobre un eventual restablecimiento de la democracia. El dictador ha ordenado además cambiar la guardia de palacio y detener a su jefe, el mismo que el día anterior había interrogado a Raro.

BOOK: Relatos 1927-1949
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