Read Relatos 1927-1949 Online

Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Relatos 1927-1949 (19 page)

BOOK: Relatos 1927-1949
4.29Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

»Pero en un rincón yacía el cocinero con el cráneo destrozado.

»En realidad aquí termina la historia. La investigación no dio resultado alguno. El cocinero había llevado pan a los prisioneros, y éstos lo habían matado pese a todo. Imposible saber cómo. Se inspeccionó a fondo la celda y no se encontró arma alguna. Estábamos ante un enigma. Y como ese enigma nunca fue aclarado, la historia tampoco tiene gracia. La verdad es que no puede servir como ejemplo de chauvinismo: esta idea es ridícula. Quizás esos cabilas fueran chauvinistas, pero nosotros éramos peores. Desde muy jóvenes nos han lavado el cerebro, tal es mi única excusa por haber enjuiciado tan erróneamente este incidente. A lo sumo demuestra que no se puede ser bondadoso en la guerra. No podemos decir: queremos ametrallar a mujeres y niños, pero no iremos más lejos. Queremos ser bestias, pero sólo hasta cierto punto. El cocinero tampoco podía decir: ahora ya no soy francés ni soldado, sino sólo cocinero. El montón de hogazas no engañó a los cabilas.

Hacía rato que la «montaña» había acabado de comer, y ahora jugueteaba con las migas de pan blanco.

Tras un breve silencio habló el marchante:

—Pero sí podemos brindar por el hombre de Marsella. Cometió un error, pero hay errores terribles.

Apuramos nuestras copas. Mas yo no pude evitar la siguiente observación:

—¡
Otra
raza que no sabe apreciar el pan!

Nos reímos.

Yvette sirvió el queso. El pequeño marchante ya había alzado el cuchillo cuando se le ocurrió algo:

—El enigma puede esclarecerse —dijo lentamente—. Y yo puedo decirles por qué mataron al cocinero.

—¿Por qué? —preguntó la «montaña».

—No fue «pese a que», sino «porque» les llevó las hogazas. Eran panes demasiado viejos, tú mismo lo has dicho. Incomibles, duros.

—Excepto uno —murmuró la «montaña»—. Sí, quizás pueda interpretarse así, Pero eso no resuelve el enigma. Sólo proporciona un motivo.

—Queda la cuestión del arma —dijo el marchante—. Pero también tiene solución. Yo sugiero que el arma fue una hogaza. Una hogaza vieja, demasiado dura para los órganos masticatorios de los cabilas. Y demasiado dura también para el cráneo del cocinero.

La «montaña» abrió asombrado sus azules ojos de niño.

—Realmente una buena idea —dijo con admiración—. ¿Quizás también sepas quién fue el asesino?

—Por supuesto —dijo el marchante de cuadros sin rodeos—. El asesino fue el cabila que se comió su hogaza a pesar de que estuviera dura. Tuvo que comérsela para que no descubrieran las manchas de sangre que tenía.

—¡Oh! —exclamó Yvette.

—Sí —dijo el pequeño marchante en tono serio—. Ellos sabían mucho de pan. La cultura estaba de su parte.

César y su legionario
1.
César

Desde principios de marzo supo el dictador que los días de la dictadura estaban contados.

Un forastero que llegase de alguna de las provincias quizás hubiera encontrado la capital más imponente que nunca. La urbe había crecido desmesuradamente; una abigarrada mezcla de pueblos llenaba hasta los topes los distintos barrios; inmensos edificios públicos estaban en vías de conclusión; la city hervía de proyectos; la vida comercial se desarrollaba con normalidad; los esclavos eran baratos.

El régimen parecía consolidado. El dictador acababa de ser nombrado dictador vitalicio y estaba ya preparando
la más grande de sus empresas
, la conquista de Oriente, la tan esperada campaña de Persia, una auténtica segunda expedición de Alejandro.

César sabía que no sobreviviría aquel mes. Se hallaba en la cumbre de su poderío. Ante él se abría, pues, el abismo.

La gran sesión del 13 de marzo en el senado, en la que el dictador habló en su discurso contra «la amenazadora actitud del gobierno persa» y comunicó asimismo que había reunido un ejército en Alejandría, la capital de Egipto, puso de manifiesto la postura extrañamente indiferente, por no decir fría, del senado. Mientras él pronunciaba su discurso, circuló entre los senadores una ominosa lista con las cantidades que César había depositado en varios bancos de España bajo nombre falso:
¡El dictador saca al extranjero su fortuna personal (110 millones)!
¿Acaso no creía en su guerra? ¿O tenía en mente no una guerra contra Persia, sino contra Roma?

El senado aprobó los créditos de la campaña, por unanimidad, como de costumbre.

En el palacio de Cleopatra, centro de todas las intrigas relacionadas con Oriente, se ha reunido un grupo de prominentes militares. La reina de Egipto es la verdadera instigadora de la guerra contra Persia. Bruto y Casio, así como otros oficiales jóvenes, la felicitan por el triunfo de su política belicista en el senado. Su ocurrencia de hacer circular la ominosa lista es debidamente admirada y festejada. Menuda sorpresa se llevará el dictador cuando intente cobrar los créditos concedidos en la city…

Efectivamente, César, al que pese a toda esa condescendencia no se le ha escapado la frialdad del senado, tiene oportunidad de observar una actitud sumamente irritante también en la city. En la Cámara de Comercio reúne a los financieros ante un enorme mapa colgado en la pared y les explica sus planes de campaña contra Persia y la India. Los caballeros asienten con la cabeza, pero luego empiezan a hablar de las Galias, conquistadas hace años, y en las que han vuelto a estallar sangrientas revueltas. El «Nuevo Orden» no funciona. Surge una propuesta: ¿No sería mejor iniciar la nueva guerra en otoño? César no responde, sino que abandona bruscamente la sesión. Mano en alto, los financieros hacen el saludo romano. Alguien murmura: «¡Ya no tiene bríos este hombre!»

¿Qué pasa? ¿De pronto ya no quieren la guerra?

Las interpelaciones revelan un hecho desconcertante: las fábricas de armamentos preparan febrilmente la guerra; sus acciones se disparan en el mercado; también registran un alza los precios de los esclavos…

¿Qué significa todo esto? ¿Quieren la guerra del dictador y le niegan el dinero para llevarla a cabo?

Al anochecer sabe César lo que aquello significa:
quieren la guerra, mas no bajo su mando.

Ordena detener a cinco banqueros, pero esta vez se halla, para gran asombro de su asistente, que lo ha visto perfectamente tranquilo en medio de las batallas más sangrientas, profundamente afectado, al borde de una depresión nerviosa. Se calma un poco cuando llega Bruto, a quien quiere mucho. De todas formas, no se siente aún lo suficientemente fuerte como para examinar un expediente que le ha enviado su hombre de confianza en la city. Contiene los nombres de varios conjurados, entre ellos Bruto, que preparan un atentado contra su vida. El miedo a encontrar también nombres conocidos en el grueso expediente («¡es tan grueso, tan atrozmente grueso!»), impide al dictador abrirlo. Bruto necesita un vaso de agua cuando César devuelve finalmente, sin abrirlo, el legajo a su secretario, para leerlo más tarde.

Gran revuelo se arma en el palacio de Cleopatra cuando Bruto, pálido y consternado, informa que existe un expediente sobre el complot y que César puede leerlo en cualquier momento. Cleopatra intenta tranquilizar a los presentes apelando a su honor de soldados, y da ella misma la orden de liar los bártulos.

En casa de César se presenta entretanto el edil de la policía. Es el tercero que ocupa este cargo en lo que va del año (tan sólo dos meses); sus dos predecesores habían sido destituidos por su implicación en diversos complots. El edil garantiza la seguridad personal del dictador pese a la zozobra que en la city ha producido la detención de los banqueros, en cuyo favor intervienen círculos muy influyentes… La guerra con Persia, de cuya inminencia parece estar convencido el edil, hará enmudecer, según él, a la oposición. Mientras éste le expone detalladamente las amplias medidas de protección que considera necesarias, César ve a través de él, como en una visión, la forma en que habrá de morir; pues va a morir muy pronto.

Se hará llevar al pórtico de Pompeyo, donde bajará; allí despachará a los peticionarios, entrará en el templo, buscará con la mirada a tal o cual senador y lo saludará, luego se sentará en su silla. Se celebrarán algunas ceremonias, las ve perfectamente. Y después se acercarán los conjurados con algún pretexto —en la visión de César no tienen rostros, sólo manchas blancas allí donde debieran estar los rostros. Uno de ellos le dará a leer algo, él lo cogerá, y todos se precipitarán sobre él: y
morirá.

No, ya no habrá guerra de Oriente para César. La mayor de todas sus empresas no llegará a realizarse:
habría consistido en llegar vivo a un barco
que pudiera llevarlo a Alejandría, ciudad donde se hallaban sus tropas y único lugar donde quizá hubiera podido estar seguro.

Cuando, ya muy avanzada la noche, los centinelas ven entrar a unos señores en los aposentos del dictador, se imaginan que son generales e inspectores militares que quieren discutir con él sobre la guerra contra Persia. Pero no son sino médicos: el dictador necesita un somnífero.

El día siguiente, 14 de marzo, transcurre confusa y penosamente. Durante su ejercicio matinal a caballo, en la escuela de equitación, César tiene una gran idea. El senado y la city están contra él, ¿qué más da?
¡Él se dirigirá al pueblo!

¿Acaso no fue ya una vez el gran tribuno de la plebe, la sabia esperanza de la democracia? Había presentado un gigantesco programa con el que sembró el pánico en el senado: repartición de los latifundios, asentamientos para los pobres.

¿La dictadura? ¡
No
habrá más dictadura! El gran César abdicaría, se retiraría de la vida pública, se iría, por ejemplo, a España…

Es un hombre cansado el que sube al caballo y se deja llevar, abúlico, por la pista circular de la escuela de equitación; luego (al pensar en ciertas cosas…, el pueblo, por ejemplo), se yergue en su silla de montar, tira de las riendas, espolea al caballo y lo hace correr hasta dejarlo bañado en sudor. Un hombre nuevo, rejuvenecido, abandona la escuela de equitación.

No muchos de los que juegan al gran juego se sienten esa mañana tan seguros como César de que…

Los conjurados aguardan la detención. Bruto aposta centinelas en sus jardines; en distintos puntos hay caballos listos. En más de una casa se queman papiros. En su palacio junto al Tíber, Cleopatra empieza a prepararse para el día de su muerte. César debe de haber leído el expediente hace ya rato. La reina se acicala cuidadosamente, manumite a sus esclavos, distribuye regalos. Pronto llegarán los esbirros.

La oposición dio ayer su golpe. Hoy debe producirse el contragolpe del régimen.

En la audiencia matinal del dictador puede apreciarse qué aspecto tendrá el contragolpe.

En presencia de varios senadores habla César de su nuevo plan. Convocará elecciones y abdicará. Su consigna será:
¡Contra la guerra!
El ciudadano romano conquistará suelo itálico, no persa. Pues ¿cómo vive el ciudadano romano, el dominador del mundo? César lo describe.

Rostros de piedra escuchan la pavorosa descripción de la miseria del ciudadano romano común y corriente. El dictador se ha quitado la máscara; quiere soliviantar a la plebe. Media hora más tarde lo sabrá toda la city. Y entonces desaparecerán las hostilidades entre la city y el senado, entre los banqueros y los oficiales, y todos estarán de acuerdo en una cosa: ¡hay que acabar con César!

Antes de concluir su discurso, César sabe que ha cometido un fallo. No debió ser tan sincero. Cambia, pues, bruscamente de tema y saca a relucir su acrisolado encanto personal. Sus amigos no tendrán nada que temer. Sus latifundios están seguros. Cierto es que se ayudará a los arrendatarios a convertirse en dueños de la tierra, pero esto lo hará el Estado, con fondos públicos. Todos los presentes tendrán un buen verano, serán huéspedes suyos en Baia.

Cuando se marchan tras haberle agradecido la invitación, César ordena la destitución y el arresto del edil de la policía que la noche anterior había puesto en libertad a los banqueros detenidos. Acto seguido envía a su secretario a sondear el ambiente de los círculos democráticos. Todo depende ahora de la postura del pueblo.

Los círculos democráticos son los políticos de los clubes obreros disueltos tiempo atrás, que en los buenos tiempos de la república desempeñaron un papel fundamental en las elecciones. La dictadura de César echó por tierra ese aparato político, otrora muy poderoso, y con parte de sus miembros organizó una guardia civil, los llamados clubes callejeros. También éstos fueron disueltos. Ahora, sin embargo, el secretario Tito Raro anda buscando a los políticos plebeyos para sondear su opinión.

Habla primero con un ex portavoz del gremio de enjabelgadores, luego con un ex agente electoral que ahora es tabernero. Los dos hombres se muestran extremadamente cautos y reacios a hablar de política, y lo remiten al viejo Carpo, el ex líder de los trabajadores de la construcción, sin duda el hombre más influyente en su campo,
pues está en la cárcel.

Entretanto, César recibe una visita importante: Cleopatra. La reina no ha podido resistir más tiempo la tensión. Debe saber qué piensa de ella. Se ha ataviado para la muerte, recurriendo a todas las artes de Egipto para dar relieve a su belleza, célebre en tres continentes. El dictador parece tener tiempo. Se comporta con ella como lo ha venido haciendo siempre en los últimos años, con exquisita cortesía, dispuesto a darle un consejo en cualquier momento, insinuándole una y otra vez que podría convertirse nuevamente en su amante si ella lo deseara, pues nadie conoce como él la belleza femenina. Pero ni una palabra de política. Ambos se sientan en el atrio y dan de comer a los peces dorados, o hablan del tiempo. El la invita ese verano a Baia…

Ella sigue intranquila. César no parece haber concluido los preparativos para el contragolpe, probablemente eso sea todo. La reina se marcha con el rostro tenso.

César la acompaña hasta su litera, luego se dirige a las oficinas donde juristas y secretarios trabajan febrilmente en el proyecto de la nueva ley electoral. Su contenido debe permanecer en secreto: a nadie se le permite abandonar el palacio.
Será la constitución más liberal que haya tenido nunca Roma.

Claro que ahora todo depende del pueblo…

Como Raro tarda muchísimo en volver —¿quedará algo aún por negociar?—, los plebeyos tendrán que aferrarse con ambas manos a esa oportunidad única que les brinda el dictador—, César decide ir a las carreras de galgos. Siente la necesidad de buscar un contacto personal con el pueblo, y al pueblo se le encuentra en las carreras de galgos. El canódromo aún no se ha llenado. César no se dirige al gran palco, sino que toma asiento más arriba, entre la multitud. No tiene por qué temer que lo reconozcan, la gente siempre lo ha visto sólo de lejos.

BOOK: Relatos 1927-1949
4.29Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Pure & Sinful (Pure Souls) by McRae, Killian
Key to the Door by Alan Sillitoe
Sylvia Day - [Georgian 03] by A Passion for Him
Living With Dogs by Dr Hugh Wirth
Death by Diamonds by Annette Blair
You Have the Wrong Man by Maria Flook
The Howling by Gary Brandner