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Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Relatos 1927-1949 (12 page)

BOOK: Relatos 1927-1949
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—Querida señora, no le vendría mal un poco de caridad cristiana. El acusado está pendiente de una entrevista que puede ser de vida o muerte para él. No puede usted pedir que se interese únicamente por su manto.

La vieja lo miró insegura. De pronto recordó dónde estaba y se preguntó si no haría mejor en irse, cuando oyó que, a sus espaldas, el prisionero decía en voz baja:

—En mi opinión tiene derecho a protestar.

Y cuando la vieja se volvió hacia él, añadió.

—Le ruego que disculpe todo esto. No vaya a pensar que su pérdida me resulta indiferente. Elevaré una instancia al respecto.

El funcionario alto y grueso había abandonado el cuarto a una señal del anciano. En aquel momento regresó y, abriendo los brazos, dijo:

—El manto no nos ha sido entregado. Mocenigo se habrá quedado con él.

El nolano se asustó visiblemente. Luego dijo con firmeza:

—No es justo. Me querellaré contra él.

El anciano movió la cabeza.

—Mejor preocúpese de la conversación que habrá de mantener dentro de unos minutos. No puedo permitir que aquí se siga discutiendo por unos cuantos escudos.

A la vieja se le subió la sangre a la cabeza. Había guardado silencio mientras hablaba el nolano, mirando, enfurruñada, uno de los rincones de la habitación. Pero en ese momento se le agotó la paciencia:

—¡Unos cuantos escudos! —exclamó—. ¡Es la ganancia de todo un mes! Para usted es muy fácil practicar la caridad. ¡No pierde nada!

En aquel instante se acercó a la puerta un monje muy alto.

—Ha llegado el procurador —dijo a media voz, mirando con sorpresa a la vieja chillona.

El funcionario alto y grueso cogió al nolano por la manga y lo condujo fuera. El prisionero se volvió a mirar a la mujer hasta que cruzó el umbral. Su enjuto rostro estaba muy pálido.

La vieja bajó las escaleras de piedra del edificio un tanto conturbada. No sabía qué pensar. Después de todo, el hombre había hecho cuanto estaba a su alcance.

No quiso entrar en el taller cuando, una semana más tarde, el funcionario alto y grueso les trajo el manto. Pero pegó la oreja a la puerta y le oyó decir:

—Lo cierto es que pasó estos últimos días muy preocupado por el manto. Presentó una instancia dos veces, entre interrogatorios y entrevistas con las autoridades de la ciudad, y varias veces solicitó audiencia con el nuncio para tratar del asunto. Al final logró imponerse. Mocenigo tuvo que devolver el manto que, dicho sea de paso, ahora le hubiera venido de maravilla, pues ha sido entregado y esta misma semana lo trasladarán a Roma. Era cierto. Estaban a finales de enero.

La herida de Sócrates

Sócrates, el hijo de la comadrona, que en sus diálogos supo ayudar a sus amigos con tanta facilidad y entre jugosas bromas a dar a luz ideas bien proporcionadas, proveyéndolos así de hijos propios, en vez de endilgarles bastardos como hacían otros maestros, pasaba por ser no sólo el más inteligente de todos los griegos, sino también uno de los más valientes. Su fama de hombre valeroso nos parece totalmente justificada cuando leemos en Platón con qué tranquilidad e impavidez apuró la copa de cicuta que las autoridades acabaron ofreciéndole como reconocimiento por los servicios prestados a sus conciudadanos. No obstante, algunos de sus admiradores han creído necesario hablar también de su valor en el campo de batalla. Es un hecho que combatió en la batalla de Delium entre las tropas de infantería ligera, ya que ni por su condición —era zapatero—, ni por sus ingresos —era filósofo— fue admitido a servir en las armas de mayor prestigio y relevancia. Sin embargo, su valentía era de índole muy peculiar, como podrá suponerse.

La mañana de la batalla Sócrates se había preparado lo mejor posible para el sangriento suceso mascando cebollas, cosa que, en opinión de los soldados, infundía valor. Su escepticismo en muchos campos lo predisponía a la credulidad en muchos otros; estaba en contra de la especulación mental y a favor de la experiencia práctica; por eso no creía en los dioses, pero sí en las cebollas.

Por desgracia no sintió ningún efecto real, al menos no inmediato, de modo que echó a caminar, con aire sombrío, entre un destacamento de hoplitas que avanzaba en fila india a tomar posición en alguna rastrojera. Delante y detrás de él marchaban a trompicones jóvenes atenienses de los suburbios, que le hicieron ver que los escudos de las armerías atenienses eran demasiado pequeños para proteger a la gente gorda como él. Sócrates ya había pensado lo mismo, sólo que en términos de gente
ancha
, que no quedaba cubierta ni a medias por aquellos escudos estrechos y ridículos.

El intercambio de opiniones entre el hombre que lo precedía y el que venía detrás sobre los beneficios obtenidos por los grandes forjadores de armas con esos escudos tan pequeños se vio interrumpido por la voz de «¡Alto, ocupar las posiciones!»

Se dejaron caer sobre la rastrojera, y el capitán le echó una reprimenda a Sócrates por intentar sentarse encima de su escudo. Más que el rapapolvo mismo lo inquietó la voz asordinada del oficial. Por lo visto, el enemigo debía de andar cerca.

La lechosa niebla matinal impedía la visibilidad. Pero los ruidos de pasos y el entrechocar de las armas indicaban que la llanura estaba ocupada.

Con sumo desagrado recordó Sócrates una conversación que mantuviera la noche anterior con un joven noble, a quien había conocido un día entre los bastidores de un teatro y que era oficial de caballería.

«¡Un plan fantástico!», había exclamado el joven lechuguino. «La infantería se queda simplemente en su puesto, en perfecto orden de combate, y para la acometida del enemigo. Entretanto, la caballería avanza por la hondonada y lo ataca por la retaguardia.»

La hondonada debía de estar bastante lejos, hacia la derecha, perdida entre la niebla. Por allí estaría avanzando la caballería en aquel momento.

A Sócrates el plan le había parecido bueno o, en cualquier caso, no tan malo. Continuamente se hacían planes, sobre todo cuando se era menos fuerte que el enemigo. Pero en realidad la gente se limitaba a pelear, es decir, a machacarse unos a otros. Y no avanzaba por donde el plan lo prescribía, sino por donde el enemigo lo permitía.

Y en aquel momento, a la grisácea luz del alba, Sócrates encontró ese plan francamente pésimo. ¿Qué significaba eso de que la infantería debía «parar la acometida del enemigo»? En general uno se alegra cuando puede esquivar una acometida, y resulta que ahora el arte consistía en pararla. Mal asunto que el general fuera de caballería.

El soldado de a pie necesitaba más cebollas de las que había en el mercado.

¡Y qué antinatural era, en vez de estar descansando en la cama, quedarse sentado allí en el suelo, en medio del campo y a esa hora tan temprana, con al menos diez libras de hierro pegadas al cuerpo y en la mano un cuchillo de carnicero! Era justo defender la ciudad si la atacaban, pues de lo contrario uno quedaba expuesto a grandes contratiempos; pero, ¿por qué atacaban la ciudad? Porque los armadores, viñeros y traficantes de esclavos establecidos en Asia Menor habían puesto miles de obstáculos a los armadores, viñeros y traficantes de esclavos oriundos de Persia. ¡Vaya motivo!

De pronto se quedaron todos de piedra.

A través de la niebla llegó un vocerío sordo por el lado izquierdo, acompañado de un estruendo metálico que se propagó con extraordinaria rapidez. El ataque del enemigo había comenzado.

El destacamento se levantó. Con ojos desorbitados se dedicaron a escrutar la niebla que los rodeaba. A diez pasos de distancia cayó un hombre de rodillas y farfulló una invocación a los dioses. Demasiado tarde, en opinión de Sócrates.

Y al instante, como una respuesta, resonó un bramido horrendo algo más a la derecha. El grito de auxilio parecía haberse convertido en un alarido de muerte. De entre la niebla vio surgir Sócrates una barrita de hierro. ¡Un dardo!

Y luego aparecieron, difuminadas por la bruma, unas siluetas compactas: los enemigos.

Abrumado por la sensación de haber esperado quizá demasiado tiempo, Sócrates se volvió torpemente y echó a correr. Su peto y las pesadas espinilleras suponíanle un considerable estorbo. Eran mucho más peligrosas que los escudos, pues no era fácil desprenderse de ellas.

Acezando corría el filósofo por la rastrojera. Todo dependía de que pudiera sacarles suficiente ventaja. Confiaba en que los valientes muchachos que venían detrás parasen la acometida durante un rato.

De pronto lo atravesó un dolor infernal. La planta del pie izquierdo le ardió tanto que creyó que no lo soportaría. Se dejó caer al suelo, gimiendo, pero volvió a incorporarse con un nuevo grito de dolor. Con ojos extraviados miró a su alrededor y lo comprendió todo. ¡Se había metido en un zarzal!

Era una maraña de setos bajos erizados de espinas muy punzantes. Una de ellas debía de habérsele clavado en el pie. Cautelosamente, con los ojos empañados por las lágrimas, buscó en el suelo un lugar donde poder sentarse. Dio unas cuantas vueltas a la pata coja antes de caer sentado por segunda vez. Tenía que arrancarse la espina en seguida.

Prestó oído atento al fragor de la batalla: se hallaba aún bastante lejos a ambos lados, aunque frente a él debía de estar a unos cien pasos. De todas formas, parecía acercarse lenta, pero inconfundiblemente.

Sócrates no podía quitarse la sandalia. La espina había atravesado la fina suela de cuero para incrustarse profundamente en la carne. ¡Cómo podían darles un calzado tan ligero a unos soldados que iban a defender a su patria contra el enemigo! Cada tirón que daba a la sandalia era seguido de un dolor punzante. Exhausto, el pobre hombre hundió sus macizos hombros. ¿Qué hacer?

Su turbia mirada descubrió la espada que había a su lado. Y una idea iluminó su mente, una idea que obtuvo mejor acogida que cualquiera de las que solían ocurrírsele en sus discusiones. ¿Podría utilizarse la espada como cuchillo? Y echó mano de ella.

En aquel momento oyó un ruido de pasos sordos. Un pequeño destacamento irrumpió de entre los matorrales. ¡Gracias a los dioses, eran de los suyos! Se detuvieron unos segundos al verlo. «Es el zapatero», les oyó decir. Luego siguieron su camino.

Pero por la izquierda llegó también un ruido. Y voces de mando en una lengua extraña: ¡los persas!

Sócrates intentó ponerse otra vez en pie, pisando con el pie derecho. Se apoyó en la espada, que le resultó un poco corta, aunque muy poco. Y en seguida vio aparecer por la izquierda, en un pequeño claro, un ovillo de soldados combatiendo. Oyó gemidos y el sordo impacto del hierro contra el hierro o el cuero.

Desesperado, retrocedió saltando sobre el pie sano, y al tratar de apoyar nuevamente el herido se derrumbó gimiendo. Cuando el ovillo de combatientes, que no era muy grande (quizá unos veinte o treinta hombres), hubo llegado a pocos pasos de distancia, el filósofo ya se había sentado sobre sus posaderas, entre dos arbustos espinosos y observaba, desamparado, al enemigo.

Le resultaba imposible moverse. Cualquier cosa era preferible a sentir una vez más aquel dolor en la planta del pie. No sabía qué hacer, y de pronto empezó a vociferar.

Para ser más exacto: se oyó bramar a sí mismo. De su poderosa caja torácica oyó salir un bramido como de trompa:

—¡Por aquí, tercer batallón! ¡Duro con ellos, muchachos!

Y al mismo tiempo se vio a sí mismo coger la espada y blandiría en derredor trazando círculos, pues frente a él había un soldado persa que, armado con una lanza, acababa de surgir de los arbustos. La lanza, proyectada lateralmente, arrastró al hombre tras de sí.

Y Sócrates se oyó bramar por segunda vez y decir:

—¡Ni un paso atrás, muchachos! ¡Ya los tenemos donde queríamos a esos hijos de perra! ¡Crapolos, adelante con el sexto! ¡Nullos, a la derecha! ¡Haré trizas al primero que retroceda!

Con gran sorpresa vio que, junto a él, dos de los suyos lo miraban aterrados.

—¡Rugid! —dijo en voz baja—. ¡Por lo que más queráis, rugid!

A uno de ellos se le desencajó la mandíbula de puro miedo, pero el otro empezó realmente a rugir. Y el persa que tenían delante se incorporó torpemente y desapareció entre las malezas.

Desde el claro llegaron trastabillando una docena de hombres exhaustos. Los persas habían huido al oír el griterío. Temían una emboscada.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó a Sócrates, que seguía sentado en el suelo, uno de sus compatriotas.

—Nada —dijo éste—. No os quedéis allí mirándome boquiabiertos. Corred de un lado a otro dando órdenes, no sea que se den cuenta de cuán pocos somos.

—Mejor retrocedamos —dijo el hombre con voz titubeante.

—Ni un solo paso —protestó Sócrates—. ¿Os habéis vuelto gallinas?

Y como a un soldado no le basta con tener miedo, sino que también necesita suerte, se oyó de pronto a bastante distancia, aunque muy claramente, un galope de caballos y un salvaje vocerío: ¡gritos proferidos esta vez en griego! Todo el mundo sabe lo desastrosa que fue la derrota de los persas aquel día. Puso fin a la guerra.

Cuando Alcibíades llegó al zarzal a la cabeza de la caballería, vio un grupo de soldados de infantería que llevaba a hombros a un hombre gordo.

Al detener su caballo reconoció a Sócrates, y los soldados le contaron cómo aquel hombre, con su inquebrantable resistencia, había logrado que la vacilante fila de combate se mantuviera firme.

Lo llevaron triunfalmente hasta la columna de avituallamiento, donde, a pesar de sus protestas, fue instalado sobre uno de los carros de forraje. Así, rodeado de soldados sudorosos y vociferantes, volvió el filósofo a la ciudad.

Fue llevado a hombros hasta su modestísima casa.

Xantipa, su mujer, le estaba preparando una sopa de judías. Arrodillada ante el hogar, soplaba el fuego con ambos carrillos y de rato en rato le lanzaba miradas furtivas. El seguía en la silla en que lo habían sentado sus camaradas.

—¿Qué
te
ha ocurrido? —preguntó ella en tono suspicaz.

—¿A mí? —murmuró él—. Nada.

—¿Y qué hay de cierto en lo que cuentan sobre tus hazañas? —quiso saber ella.

—Exageraciones —dijo Sócrates—. ¡Qué bien huele esa sopa!

—¿Cómo va a oler, si todavía no he encendido el fuego? Seguro que habrás hecho otra de tus payasadas, ¿eh? —replicó ella furiosa—. Mañana volveré a ser el hazmerreír de todo el mundo cuando salga a buscar un panecillo.

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