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Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Relatos 1927-1949 (6 page)

BOOK: Relatos 1927-1949
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Ciertas omisiones hacen que una historia resulte extraña

Muchas historias extrañas lo son debido únicamente a ciertas omisiones. Se cuentan, por ejemplo, estas dos historias:

En Jutlandia, una madre regaló un pañuelo a su hijo menor que se hacía a la mar. Como le quedaba demasiado grande, ella le cortó un trozo. El barco en el que viajaba el muchacho se perdió en Kattegatt. Mucho tiempo después se encontró, semienterrado en la arena de la playa, un pañuelo al que le faltaba un trozo. La madre del joven marinero reconoció aquel pañuelo: el trozo que guardaba en su casa era el que le faltaba. Así se supo que el barco había naufragado.

En otro lugar, aunque siempre en Dinamarca, se perdió asimismo un barco y en la playa se encontró un pequeño cadáver. Llevaba puesto un traje dominguero y en el bolsillo tenía una navaja con un sobrenombre grabado, uno más bien raro. Esa navaja permitió que el joven fuera identificado por sus parientes, pudiéndose comprobar así que el barco se había hundido.

Quien contaba estas historias lo hacía en un tono que inducía a pensar: entre cielo y tierra hay más cosas de las que uno sueña. Pero si a estas historias añadimos que, naturalmente, hay periódicos que, cuando aparece un cadáver varado en la playa, difunden por todas partes hasta los más mínimos detalles que permitan identificarlo, dichas historias ya no tendrían nada de particular.

La misericordiosa Cruz Roja

Cuando empezó la guerra hacía falta mucho personal sanitario femenino. Las voluntarias eran sometidas a una prueba única. Se les preguntaba si preferían ser oficiales o enfermeras comunes. A las que preferían ser oficiales, las llevaban a una habitación donde les comunicaban que no las necesitarían, porque no necesitaban oficiales. A todas las demás las aceptaban. Entre ellas había muchas prostitutas, porque el oficio no era muy rentable en esos días. Las enfermeras resultaron malas desde el principio; durante largo tiempo, las inspectoras tuvieron que levantarse continuamente por la noche para inspeccionar que el personal de servicio no estuviera durmiendo. Cuando terminó la guerra ya no fueron necesarias y las echaron a la calle. Para eso no hizo falta prueba alguna.

Mésalliance

El rey Christian VII se casó con un ama de llaves. Cuando viajaban juntos por las provincias, hasta la baja nobleza mostraba cierto rechazo hacia la reina, quien por eso tuvo una vida difícil. Pero lo peor para ella fue que Christian se comportaba como un campesino en la mesa y en muchas otras circunstancias.

Recursos sutiles

Una vez comenté, en presencia de mi amiga Hjerdis: un buen puro, uno de aquellos que cualquiera podía fumarse, costaba en mis tiempos 10 ore. Ella entonces me interrumpió y dijo: Pues en los míos ya costaba 15. ¡Con lo cual quería dar a entender que es dos meses menor que yo!

La gran comida

En la isla Thurö vivían un hombre y una mujer en medio de una austeridad absoluta. Durante toda su vida el hombre sólo llevó camisas hechas de costales. En invierno, y por no calentar la casa, los dos se sentaban ante la puerta del establo abierta, y aprovechaban el calor del ganado. Cuando murieron, uno poco después del otro, fueron enterrados juntos, y, con los bienes que dejaron o mediante una colecta, se organizó una cena fúnebre en la que participó todo el pueblo, como manda la costumbre. Fue la única comida abundante que ofreció la pareja.

Si uno quiere algo,

tendrá que quitárselo a otro

Gracias a mis buenos oficios, el hijo de un hombre sin ningún recurso pudo seguir un curso de capacitación y obtuvo luego un puesto de telegrafista en provincias. Cuando, feliz, tomó posesión de su cargo, me escribió que deseaba ser trasladado a Copenhague. Escribí cartas a diestra y siniestra, y fue trasladado a Copenhague. Allí se quedó un tiempo, pero luego vino a verme y dijo que prefería irse a Svendborg. Volví a abusar de mis relaciones, y el joven pasó a Svendborg. Cuando estuvo allí quiso regresar a Copenhague. Por supuesto que no puedo escribir más cartas por este asunto y quizá tampoco por otros. Aquel hombre es hoy en día grande, gordo y presuntuoso. Un don nadie. De no ser por mí, probablemente lo hubieran explotado de mala manera a lo largo de toda su vida; así me explotó él a mí. Por lo visto, uno no puede conseguir nada como no sea quitándoselo a otro. Y eso no está bien.

El problema

En su testamento, un campesino de Fünen repartió su ganado entre sus tres hijos de manera tal que al mayor le tocara la mitad del total; al segundo, un tercio, y al menor, una novena parte. Entregó el testamento a un viejo amigo suyo, administrador de una minúscula finca en los alrededores, con el encargo de dárselo a los hijos el día de su entierro.

Cuando el campesino hubo exhalado su penúltimo suspiro, los hijos abandonaron de prisa la cámara mortuoria para buscar el testamento, pero, claro está, no lo encontraron. Y dos días después, cuando llegaron los asistentes al sepelio, la casa estaba revuelta de arriba abajo y no había nada preparado para recibir y atender a las visitas. La mañana del entierro apareció en el patio el viejo campesino, sentado en una carreta tirada por un buey y llevando el testamento en el bolsillo. Cuando lo dio a leer, los hijos, que habían recibido su pésame con aire hosco, estuvieron a punto de matarlo. El problema matemático que planteaba el testamento no hizo más que aumentar su rabia. Una vez anotadas las partes con tiza en la pared del establo, se comprobó que las cabezas de ganado habían aumentado o disminuido desde la época en que el viejo redactara su testamento. En pocas palabras, el reparto se les presentaba extremadamente difícil. Había diecisiete bestias.

La comitiva fúnebre ya había llegado, y los tres hijos, aún con pantalones negros y en mangas de camisa, seguían incluyendo a los animales ora en uno, ora en otro de los grupos. La mayoría de la gente presenciaba el indigno espectáculo en silencio, pero con creciente indignación; sólo unos cuantos intervinieron en la solución del problema, dando consejos casi siempre inútiles.

Por último, y tras completar su atuendo fúnebre —mientras se anudaban la corbata no paraban de asomarse por la ventana para observar el patio, donde proseguía el reparto—, los hijos se sentaron con las visitas en la cámara mortuoria, rápidamente improvisada. Pero así y todo, los habituales y entrecortados comentarios de las visitas (sentadas, muy tiesas, en las sillas a lo largo de la pared) sobre los méritos y la dura vida del finado, se vieron interrumpidos por un renovado tintineo de cencerros que llegaba del patio e indicaba que uno de los hijos —que se había deslizado fuera sin ser visto— estaba distribuyendo los animales en nuevos grupos.

Viendo que la situación se ponía cada vez más embarazosa, el viejo amigo del difunto se levantó, avanzó hasta el centro de la habitación y ofreció a los hijos su propio buey, el único que tenía. Esperaba, añadió, que si en el reparto les sobraba un buey, ellos le devolverían el suyo. Los presentes limitáronse a menear la cabeza con aire compasivo ante tal añadidura.

La concurrencia se trasladó entonces al patio y, con ayuda del buey regalado y recién desuncido de la carreta, el reparto se pudo llevar a cabo sin dificultades. El hijo mayor recibió nueve, el segundo seis y el tercero dos cabezas de ganado; los tres recibieron más de lo que hubieran podido reivindicar según los cálculos. Pues la mitad de 17 vacas no era, en ningún caso, más de ocho y media; un tercio, no más de cinco y dos tercios de vaca, etc. Así quedaron, en cambio, muy contentos, y su sorpresa fue mayúscula al ver que sobraba un buey: el del viejo labriego. Nueve bueyes, más seis bueyes, más dos bueyes sumaban sólo 17 bueyes.

Con general alivio se puso finalmente en marcha el cortejo fúnebre, precedido por el decimoctavo buey y teniendo en el centro a los tres hijos que, radiantes, comentaban la feliz solución del problema.

El decimoctavo buey sólo había servido como onza de cálculo.

El medicó Hunain y el califa

El médico Hunain fue llamado a comparecer ante el califa, que deseaba veneno para sus enemigos. Ofreció al médico riquezas, si obedecía, y la cárcel, si ponía dificultades. Al cabo de un año de prisión, Hunain fue nuevamente arrastrado hasta el trono del califa. A un lado del trono habían amontonado tesoros; al otro, instrumentos de tortura. El califa señaló primero uno de los montones, luego el otro.

—¿Cuál eliges? —preguntó.

Hunain le respondió:

—Yo sólo he aprendido el arte de curar y ningún otro.

El califa le hizo una seña al verdugo, y Hunain, sintiendo llegar su última hora, dijo:

—El día del juicio Dios me recompensará. Si el califa quiere pecar, es asunto suyo.

La sonrisa del califa rompió la tensión. Nunca había pretendido herir al médico. Sólo quiso poner a prueba su honorabilidad.

El soldado de La Ciotat

Tras la primera guerra mundial, durante una feria organizada para celebrar la botadura de un barco en el pequeño puerto de La Ciotat, al sur de Francia, vimos en una plaza pública la estatua de bronce de un soldado francés en torno a la cual se apiñaba una multitud. Nos acercamos y descubrimos que se trataba de un hombre de carne y hueso, con capote color caqui, casco de acero en la cabeza y bayoneta bajo el brazo, inmóvil en un pedestal de piedra bajo el candente sol de junio. Su cara y sus manos estaban revestidas de una capa de pintura color bronce. No se le movía un solo músculo, ni siquiera pestañeaba.

A sus pies, apoyado contra el pedestal, había un trozo de cartón en el cual se leía:

«El hombre estatua

(L'homme statue)

Yo, Charles Louis Franchard, soldado del regimiento…, adquirí, a raíz de quedar sepultado vivo cerca de Verdun, la insólita capacidad de permanecer totalmente inmóvil y comportarme
como una estatua
el tiempo que me plazca. Este talento mío ha sido examinado por muchos profesores y calificado de enfermedad inexplicable. ¡Ayude usted, por favor, a un padre de familia sin trabajo depositando aquí su pequeña dádiva!»

Arrojamos una moneda al plato colocado junto al cartón y, meneando la cabeza, seguimos nuestro camino.

De modo que aquí está él, pensamos, armado hasta los dientes, el indestructible soldado de tantos milenios, aquel con el que se ha hecho la historia, el que hizo posible todas las hazañas de Alejandro, César y Napoleón de las que hablan los libros de lectura escolares. Es éste. Ni siquiera pestañea. Este es el arquero de Ciro, el auriga del carro falcado de Cambises al que la arena del desierto no logró enterrar definitivamente, el legionario de César, el lancero de Gengis-Khan, el guardia suizo de Luis XIV y el granadero de Napoleón I. El posee la capacidad —no tan insólita, después de todo— de no dejar traslucir nada cuando se prueban en su persona los instrumentos de destrucción más inconcebibles. Se queda como una piedra, insensible (dice él), cuando lo envían a la muerte. Agujereado por lanzas de las más diversas épocas —de piedra, bronce o hierro—; arrollado por carros de combate, los de Artajerjes y los del general Ludendorff; pisoteado por los elefantes de Aníbal y los escuadrones de caballería de Atila; destrozado por proyectiles voladores de los cañones cada vez más perfeccionados de diversos siglos, pero también por las piedras voladoras de las catapultas; desgarrado por balas de fusil grandes como huevos de paloma y pequeñas como abejas, él se yergue siempre de nuevo, indestructible, recibiendo órdenes en cientos de idiomas, pero sin saber nunca por qué ni para qué. No es él quien toma posesión de las tierras que conquista, como el albañil tampoco vive en la casa que ha construido. Tampoco el territorio que defiende es propiedad suya. Ni siquiera su arma o su equipo le pertenecen. Pero allí permanece erguido, teniendo sobre su cabeza la lluvia mortífera de los aviones y la brea ardiente de las murallas de la ciudad enemiga, bajo sus pies las minas y las trampas, y a su alrededor la peste y el gas mostaza; allí se mantiene erguido, aljaba de carne para dardos y flechas, punto de mira permanente, picadillo de tanque, infiernillo de gas, ¡con el enemigo por delante y el general por detrás!

¡Incontables son las manos que le habrán tejido el jubón, forjado la armadura, cortado las botas! ¡Incontables los bolsillos que se habrán llenado a expensas de él! ¡Inconmensurable el clamor que lo ha acicateado siempre en
todas
las lenguas del mundo! ¡No ha habido Dios que no lo bendijera! ¡A él, ser atacado por la horrible lepra de la paciencia, minado por el incurable mal de la insensibilidad!

¿A qué extraño enterramiento, pensamos, deberá este hombre su enfermedad, una enfermedad tan horrenda, atroz y contagiosa?

¿No será, pese a todo, curable?, nos preguntamos.

Para la sopa

En Mija, una aldea, los fascistas habían incendiado una de cada cinco casas e impedido, con ametralladoras, que los campesinos apagasen el fuego. Cuando el primer regimiento proletario pasó por el pueblo, de un establo salió una campesina con tres niños pequeños. No le había quedado sino una ternera, y se la regaló a los partisanos. Al proseguir éstos su camino, la mujer los siguió un trecho y, procurando que los niños no la vieran, de un pañuelito que llevaba bajo la blusa sacó un puñado de harina y se lo dio a los combatientes.

—¡Guárdatela! —dijeron los hombres—. Tus hijos también tienen hambre.

—Cogedla —insistió ella—. Os servirá para espesar la sopa. Tenéis que derrotar al enemigo.

Un error

Karl Krucke, un tornero de Halle an der Saale, pequeño y rechoncho, pasó a Francia en 1936 porque la Gestapo había mostrado excesivo interés por su persona. Sus amigos le consiguieron alojamiento en casa de un obrero metalúrgico francés, en un lugar muy cercano a París, dentro de la
banlieue.
No hablaba una palabra de francés, pero entendía lo que significaba
front populaire
y sabía que le decían cosas simpáticas cuando compartían con él su delicioso pan blanco. Convivía tranquilamente con aquella gente, iba regularmente a la
mairie
y a las reuniones organizadas por sus amigos alemanes, en las que podía discutir y leer los periódicos. Pero al cabo de unas semanas empezó a quejarse de un dolor agudo en el lado derecho del vientre y adquirió un color algo amarillento, por lo que sus amigos le dieron un papel con la dirección de un buen especialista que, según le dijeron, estaba dispuesto a examinarlo gratuitamente el viernes siguiente a las siete. Le recomendaron que fuera puntual, porque el médico era un hombre muy ocupado.

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