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Authors: Gilles Deleuze

Tags: #Filosofía

Spinoza: filosofía práctica (8 page)

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Cada atributo «se concibe por sí y en sí» (carta II, a Oldenburg). Los atributos son realmente distintos: ninguno necesita de otro, ni de nada más, para ser concebido. Expresan así cualidades substanciales absolutamente simples; por eso, debe afirmarse que una substancia corresponde a cada atributo
cualitativa o formalmente
(no numéricamente). Multiplicidad formal puramente cualitativa definida en las ocho primeras proposiciones de la
Ética
, que permite identificar una substancia para cada atributo. La distinción real entre atributos es una distinción formal entre «quiddidades» substanciales últimas.

Sólo conocemos dos atributos y, sin embargo, sabemos que hay una infinidad de ellos. De ésta sólo conocemos dos, porque no podemos concebir como infinitas más que las cualidades que englobamos en nuestra esencia: el pensamiento y la extensión en razón de que somos espíritu y cuerpo (II, 1 y 2). Pero sabemos que hay una infinidad de atributos porque Dios tiene una potencia absolutamente infinita de existencia, que no pueden agotar ni el pensamiento ni la extensión.

Los atributos son estrictamente iguales en cuanto que constituyen la esencia de la substancia y en cuanto que las esencias de modo los envuelven y están contenidas en ellos. Por ejemplo, es de la misma forma que los cuerpos implican la extensión y que la extensión es un atributo de la substancia divina. En este sentido, Dios no posee las perfecciones implicadas por las «criaturas» de forma diferente de la que tienen en las criaturas mismas; de este modo, Spinoza niega radicalmente las nociones de eminencia, equivocidad o incluso analogía (conforme a las cuales Dios las poseería de forma distinta, en una forma superior…). La inmanencia spinozista se opone por igual a la emanación y a la creación. Y la
inmanencia
significa primero la
univocidad de los atributos; los
mismos atributos reconocen su pertenencia a la substancia que componen y a los modos que contienen (primera figura de la univocidad, siendo las dos restantes la de la causa y la de lo necesario).

AUTÓMATA: Cf. Método.

BEATITUD: Cf. Afecciones.

BUENO-MALO: Lo bueno y lo malo son doblemente relativos, y se expresan uno en relación a otro, y ambos en relación a un modo existente. Se trata de los dos sentidos en que varía la potencia de acción; la disminución de esta potencia (tristeza) es mala; su aumento (alegría) es bueno
(Ética,
IV, 41). Objetivamente, desde este momento, es bueno lo que aumenta o favorece nuestra potencia de acción; malo, lo que la disminuye o la impide; y sólo conocemos lo bueno y lo malo por el sentimiento de alegría o tristeza del que somos conscientes (IV, 8). Como la potencia de acción abre el poder de afección a una mayor cantidad de cosas, es bueno todo «lo que dispone al cuerpo de modo que pueda ser afectado de muchas formas» (IV, 38), o lo que mantiene la relación de movimiento y de reposo que caracteriza al cuerpo (IV, 39). En todos estos sentidos, lo bueno es lo útil y lo malo, lo nocivo (IV, def. 1 y 2). Pero es de subrayar la originalidad de esta concepción spinozista de lo útil y lo nocivo.

Lo bueno y lo malo expresan así los encuentros entre modos existentes («orden común de la Naturaleza», de las determinaciones extrínsecas o de los encuentros fortuitos,
fortuito occursu
, II, 29, cor. y esc.). Sin duda, todas las relaciones de movimiento y de reposo se componen entre sí en el modo infinito mediato. Pero un cuerpo puede provocar que las partes de mi cuerpo entren en una nueva relación que no sea directa o inmediatamente compatible con mi relación característica; así sucede en la muerte (IV, 39). Aunque inevitable y necesaria, la muerte resulta siempre de un encuentro fortuito y extrínseco, del encuentro con un cuerpo que descompone mi relación. La prohibición divina respecto a comer del fruto del árbol se reduce a la revelación que se hizo a Adán de que el fruto es «malo», es decir, de que descompondrá la relación de Adán: «De igual modo, sabemos por las luces naturales que un veneno es mortal» (carta XIX, a Blyenbergh, y
Tratado teológico-político
3
cap. 4). Todo mal se reduce a lo malo, y todo lo malo responde al modelo del veneno, indigestión o intoxicación. Aun el mal que yo causo (malo = malvado) consiste solamente en que asocio la imagen de una acción a la imagen de un objeto que no puede soportar esta acción sin perder su relación constitutiva (IV, 49, esc.).

Todo lo malo se mide, por lo tanto, por la disminución de la potencia de acción (tristeza-odio); todo lo bueno, por el aumento de esta misma potencia (alegría-amor). De donde se sigue la lucha sin concesiones de Spinoza, la denuncia radical de todas las pasiones basadas en la tristeza, por la que Spinoza se inscribe en la gran estirpe que va de Epicuro a Nietzsche. Es vergonzoso buscar la esencia interior del hombre por el lado de sus malos encuentros extrínsecos. Todo lo que supone tristeza sirve a la tiranía y a la opresión. Todo lo que supone tristeza debe denunciarse como malo, como lo que nos separa de nuestra potencia de acción; y no sólo el remordimiento y la culpabilidad, no sólo la meditación de la muerte (IV, 67), hasta la esperanza, hasta la seguridad, que son signos de impotencia (IV, 47).

Aunque en todo encuentro se den relaciones que se componen y aunque todas las relaciones se compongan sin límite en el modo infinito mediato, debemos guardamos de afirmar que todo es bueno, que todo está bien. Es bueno todo aumento de la potencia de acción. Desde este punto de vista, la posesión formal de esta potencia de acción, tanto como de la potencia de conocimiento, se presenta como el
summum bonum;
en este sentido, la Razón, en lugar de dejarnos a merced de los encuentros al azar, intenta unirnos con las cosas y los seres cuya relación se compone directamente con la nuestra. Por lo tanto, la Razón busca el bien soberano o lo «útil propio»,
proprium util
, común a todos los hombres (IV, 24-28). Pero, una vez que alcanzamos la posesión formal de nuestra potencia de acción, las expresiones
bonum, summum bonum
, demasiado impregnadas de ilusiones finalistas, desaparecen para dar lugar al lenguaje de la pura potencia o virtud («primer fundamento» y no fin último); así sucede en el tercer género de conocimiento. Por esta razón afirma Spinoza: «Si los hombres nacieran libres, no se formarían concepto alguno del bien y del mal mientras permanecieran libres» (IV, 68). Precisamente porque lo bueno se expresa en relación a un modo existente, y en relación a una potencia de acción variable y aún no poseída, no puede totalizarse lo bueno. Si sustituimos las categorías de lo bueno y lo malo por las de Bien y Mal, se hace del Bien una razón de ser y obrar, se cae en todas las ilusiones finalistas, se desfigura la necesidad de la producción divina y nuestra manera de participar de la plena potencia divina. Por esta razón, la tesis de Spinoza difiere fundamentalmente de todas las de su tiempo, según las cuales el Mal no es y el Bien hace ser y obrar. El Bien, como el Mal, no tiene sentido. Se trata de seres de razón o de imaginación que dependen por entero de los signos sociales, del sistema represivo de recompensas y castigos.

CAUSA: «Por causa de sí mismo entiendo aquello cuya esencia engloba la existencia o, de otra manera, aquello cuya naturaleza no puede ser concebida sino como existencia»
(Ética,
I, def. 1). Una intención mueve a Spinoza a empezar la
Ética
por la causa de sí. Tradicionalmente, la noción de causa de sí se emplea con mucha precaución y por
analogía
con la causa eficiente (causa de un efecto distinto), por lo tanto en un sentido sólo derivado; causa de sí mismo significaría «como por una causa». Spinoza trastrueca esta tradición, y convierte la causa de sí mismo en el arquetipo de toda causalidad, su sentido originario y exhaustivo.

No por ello deja de darse una causalidad eficiente, aquella en la que el efecto difiere de la causa, ya sea porque la esencia y la existencia del efecto difieren de la esencia y la existencia de la causa, ya sea porque el mismo efecto tiene una existencia distinta de su propia esencia y remite a algo diferente como causa de existencia. Así, Dios es la causa de todas las cosas, y todo existente finito remite a otro existente finito como a la causa por la que es y actúa. Al diferir en esencia y existencia, se dirá que no hay nada común entre la causa y el efecto (I, 17, esc.; carta LXIV, a Schuller). Y, sin embargo, en otro sentido, hay algo que sí es común: el atributo, en el que se produce el efecto y por el que actúa la causa (carta IV, a Oldenburg; carta LXIV, a Schuller); pero el atributo, que constituye la esencia de Dios como causa, no constituye la esencia del efecto y está tan sólo envuelto en esta esencia (II, 10).

Que Dios produzca en los mismos atributos que constituyen su esencia supone que Dios es causa de todas las cosas,
en el mismo sentido
en que es causa de sí mismo (I, 25, esc.). Produce del mismo modo que existe. Así, la univocidad de los atributos, en cuanto se refieren a la substancia de la que constituyen la esencia, y a los productos que los engloban en su esencia, se prolonga en una univocidad de la causa, mientras se diga «causa eficiente» en el mismo sentido que «causa de sí mismo». Aquí es donde Spinoza trastrueca doblemente la tradición puesto que causa eficiente ya no es el primer sentido de causa, y puesto que ya no es causa de sí mismo lo que se dice en sentido de causa eficiente, sino causa eficiente lo que se dice en el mismo sentido que causa de sí mismo.

Una cosa finita existente remite a otra cosa finita como causa. Pero evitaremos decir que una cosa finita está sometida a una doble causalidad: una horizontal, constituida por la serie indefinida de las demás cosas, y otra vertical constituida por Dios. Pues cada término de la serie remite a Dios como a aquello que conmina a la causa a producir su efecto
(Ética,
I, 26). De modo que Dios nunca es causa lejana, sino que se llega a él ya a partir del primer término de la regresión. Y sólo Dios es causa, no hay sino un solo sentido y una sola modalidad para todas las figuras de la causalidad, aunque estas figuras sean ellas mismas múltiples y distintas (causa de sí mismo, causa eficiente de las cosas infinitas, causa eficiente de las cosas finitas unas en relación a otras). Tomada en su sentido único y en su sola modalidad, la causa es esencialmente
inmanente;
o sea que permanece en sí para producir (en oposición a la causa
transitiva),
y el efecto tampoco sale de ella (en oposición a la causa
emanativa).

CIUDAD: Cf. Sociedad.

COMPRENDER: Cf. Espíritu, Explicar, Potencia. CONATUS: Cf. Potencia.

CONCIENCIA: Propiedad de la idea de desdoblarse y de multiplicarse hasta el infinito: idea de la idea. En efecto, toda idea representa algo determinado que existe en un atributo (realidad objetiva de la idea); pero a su vez, es algo determinado que existe en el atributo pensamiento (forma o realidad formal de la idea); gracias a ello, es el objeto de otra idea que la representa, etc.
(Ética,
II, 21). De lo cual se siguen los tres caracteres de la conciencia: 1.°
Reflexión:
la conciencia no es la propiedad moral de un sujeto, sino la propiedad física de la idea; no es reflexión del espíritu sobre la idea, sino reflexión de la idea en el espíritu
(Tratado de la reforma);
2.°
Derivación:
la conciencia se deriva siempre en relación a la idea de la que es conciencia, y sólo vale lo que vale la primera idea; por esta razón, Spinoza afirma que no es necesario saber que se sabe para saber
(ídem,
35), pero que no se puede saber sin saber que se sabe
(Ética,
II, 21 y 43); 3.°
Correlación:
la relación de la conciencia con la idea de la que es conciencia es la misma que la relación de la idea con el objeto del que es conocimiento (II, 21); sin embargo, es cierto que Spinoza afirma que, entre la idea y la idea de la idea, sólo hay una distinción de razón (IV, 8; V, 3); ocurre que ambas están contenidas en el mismo atributo, el pensamiento, pero no por ello dejan de referirse a dos potencias diferentes, potencia de existir y potencia de pensar, del mismo modo que el objeto de la idea y la idea.

La conciencia está por entero sumergida en el inconsciente. Sucede que: 1.° sólo somos conscientes de las ideas que tenemos, en las condiciones en las que las tenemos. Se nos escapan esencialmente todas las ideas que tiene Dios ya que no constituye simplemente nuestro espíritu, sino que es portador de una infinidad de otras ideas; de este modo, no tenemos conciencia de las ideas que componen nuestra alma, ni de nosotros mismos, ni de nuestra duración; no tenemos conciencia sino de las ideas que expresan el efecto de los cuerpos exteriores sobre el nuestro, ideas de afecciones (II, 9, sq.); 2.° las ideas no son los únicos modos de pensar; el
conatus
y sus múltiples determinaciones o afectos son también en el alma modos de pensar; ahora bien, sólo tenemos conciencia de ellos en la medida en que las ideas de afecciones determinan precisamente el
conatus.
Entonces, el afecto que de ello se sigue goza a su vez de la propiedad de reflejarse, exactamente igual que la idea que lo determina (IV, 8). Por esta razón Spinoza define el deseo como el
conatus
que se ha vuelto consciente, siendo la causa de esta conciencia la afección (III, definición del deseo).

La conciencia, al ser por su naturaleza conciencia de las ideas inadecuadas que tenemos, ideas mutiladas y truncadas, es el reducto de dos ilusiones fundamentales; 1.°
La ilusión psicológica de libertad:
al no retener sino efectos de los que ignora esencialmente las causas, la conciencia puede creerse libre y prestar al espíritu un imaginario poder sobre el cuerpo, cuando ni siquiera sabe lo que «puede» el cuerpo en función de las causas que lo hacen obrar realmente (III, 2, esc.; V, pref.); 2.°
La ilusión teológica de finalidad:
al no captar el
conatus
o el apetito sino bajo la forma de afectos determinados por las ideas de afecciones, la conciencia puede creer que estas ideas de afecciones, en cuanto que expresan los efectos de cuerpos exteriores sobre el nuestro, son realmente primeras, auténticas causas finales, y que, incluso en los terrenos en los que no somos libres, un Dios previsor lo ha compuesto todo según la relación medio-fin; entonces, el deseo parece ser secundario en relación con la idea de la cosa juzgada buena (I, apéndice).

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