Pasaron algunos segundos, y luego Klor concentró nuevamente la atención en su consola.
—
Z’breth
—susurró Keth, que se hallaba de pie en la zona de los asientos de pasajeros; al parecer, todavía estaba ofuscado por la pérdida de los cautivos. Luego se rehízo.
—¡Klor! ¡Su escudo personal! Actívelo, y aumente el diámetro para incluir al prisionero. —Se oyó un pequeño chasquido cuando Keth pulsó un control de su cinturón y activó su propio escudo.
—Cincuenta unidades —dijo Klor con voz queda, como si no le hubiese oído.
G’dath deslizó un dedo al interior del parpadeante globo y cerró un interruptor. El resultado iba a ser un aumento enorme de la energía que desembocaría en una explosión. No requeriría más de treinta segundos.
En un último gesto de desdén, Klor no se volvió, no obedeció la orden de su superior, sino que permaneció sentado mirando fijamente las lecturas de la consola del timón. G’dath comprendía el porqué; en su furia, Keth había maldecido a la familia de Klor y lo había llamado hijo de terrícolas, uno de los peores insultos posibles… y uno que no estaba lejos de la verdad. Por no haber obedecido la orden de matar a Joey, Keth había prometido someter a Klor a consejo de guerra… y arrojar sobre él la máxima desgracia cuando regresaran a casa.
G’dath se alegraba de que un espíritu noble como el de Klor fuera a ahorrarse semejante deshonor.
—¡Klor! —aulló Keth. Cuando vio que Klor no obedecía por segunda vez, el comandante avanzó a grandes zancadas hacia la consola y desactivó su escudo, que se disolvió con un pequeño chasquido.
Repentinamente mareado, G’dath cerró los ojos. La sangre que había perdido a causa de la herida, pensó… pero luego oyó un zumbido, y se dio cuenta de que la sensación de estar desorientado era una que había experimentado muy pocas veces en su vida, la más reciente durante el fin de semana anterior: la desmaterialización.
No lograba entender cómo sus supuestos rescatadores habían conseguido diferenciarlo de sus captores.
La sensación pasó. Tal vez el transportador se había averiado… o quizá G’dath sólo lo había imaginado. Sintió una mano apoyada en su hombro y levantó la mirada hacia los negros y penetrantes ojos de Keth. La otra mano del klingon descansaba sobre el control del cinturón.
Al mismo tiempo, G’dath vio una mano enorme que se apoyaba sobre un hombro de Keth. Klor apartó de un tirón a su comandante antes de que tuviera oportunidad de activar el escudo.
Los dos klingon se trabaron en lucha cuerpo a cuerpo. La pelea no duró mucho: a pesar de que Klor era claramente más fuerte, Keth era más rápido. Se zafó de las manos de Klor, sacó el cuchillo, y con un movimiento veloz, en redondo, lo clavó profundamente en el pecho de Klor.
El joven klingon inspiró con un quejido, y cayó hacia atrás.
G’dath cerró los ojos una vez más, consciente incluso a través de los párpados cerrados de que el aire que lo rodeaba se llenaba de una luz danzante, el chisporroteante estremecimiento del rayo transportador, y el ardiente destello de un blanco cegador de la explosión. El universo hizo erupción en un rugido de luz al disolverse a su alrededor la tela de la materia.
Más brillante, más brillante, dolorosa, insoportablemente brillante hasta que la luz misma le quemó los párpados cerrados y lo hizo gritar. Cuando ya no pudo soportarlo más, se entregó a ella y abrazó las tinieblas.
El miércoles por la mañana, el día del
Apolo
, era día festivo escolar, y Ricia volvía a sonreír mientras se encontraba de pie en el corredor del hospital y le entregaba a Joey una tarjeta para que la firmara. Ese día estaba especialmente bonita, pensó Joey, con la holgada túnica turquesa, los pequeños pendientes de perlas y los cabellos negros azulados sujetos con una cinta blanca como el neón. Sabía que la chica se había arreglado más por Carlos que por el doctor G’dath, pero Joey se había prometido no sentir celos de Carlos… al menos no de momento. Carlos ya había salido de cuidados intensivos, y estaba sentado charlando y riendo, aunque aún se lo veía pálido y débil, principalmente, pensaba Joey, por la impresión de lo sucedido que por la herida en sí. El padre de Carlos estaba en la habitación cuando Ricia y Joey llegaron. Era un tipo agradable, pero con una complexión pálida que contrastaba con la de su hijo; si bien era callado y un poco tímido, exactamente igual que Carlos. El doctor Siegel le había dicho a Ricia que, si ella no hubiera parado la hemorragia con sus manos, Carlos podría haber muerto.
Ante eso, Carlos le había echado a Ricia una mirada, como si finalmente se hubiera dado cuenta de que era una chica, ¡por favor!, y Joey tuvo que bajar los ojos hasta sus pies y aclararse la garganta mientras los dos intercambiaban miradas embobadas y se cogían las manos. Asqueado, Joey tuvo que romper aquello por el sistema de arrojarle a Carlos a la cara la tarjeta con sus deseos de un restablecimiento pronto.
Por supuesto, Joey no podía quejarse, porque Ricia se mostraba tremendamente amable con él desde el lunes. Habían sido dos días fantásticos. Gracias al cielo, la madre de Joey había estado en el trabajo y no había tenido oportunidad de mirar las noticias hasta que Joey se encontró ya a salvo a bordo de la
Enterprise
. Eso había sido emoción más que suficiente. Durante los dos días pasados, se había convertido en una celebridad, y había hablado con una docena de cadenas de noticias sobre su experiencia como rehén. Todos querían hablar sobre los horribles klingon que habían aterrorizado a aquellos pobres escolares, y Joey tenía que aclarar constantemente que había sido un klingon el raptado en primer lugar, y que ese klingon había resultado herido por intentar proteger a sus estudiantes.
Era de esperar que pudiesen entenderlo correctamente.
Joey quería contarles lo espantoso que había sido el ver al doctor G’dath apareciendo y desapareciendo sobre la plataforma del transportador mientras el piso se sacudía bajo sus pies al estallar la lanzadera. De hecho, el doctor G’dath había estado en la pequeña nave durante el primer milisegundo de la explosión, más o menos, y había sufrido algunas heridas bastante serias. Pero ninguno de los reporteros parecía muy interesado en ese aspecto de la historia: sólo querían oír hablar de aquellos repugnantes klingon con sus grandes cuchillos, sobre cómo Joey había temido por su propia vida. Hacia el martes, Joey estaba tan asqueado y harto de que le arrojaran a la cara luces y le filmaran con monitores de trivisión, que no creía poder ponerse nervioso por nada nunca más.
—Toma —le dijo Ricia, sonriendo, con hoyuelos en las mejillas. Le dio una estilográfica y se volvió para que Joey pudiera apoyarle la tarjeta en la espalda y firmarla. Stoller había hecho un trabajo impresionante; Joey no sabía que tenía tanto talento para las artes gráficas. La tarjeta era tan grande como un taco de papel de carta, y la parte frontal decía: QUE SE MEJORE, DOCTOR G’DATH, en grandes hololetras iridiscentes. Primero en inglés, y luego en klingon.
Joey firmó primero la tarjeta, luego buscó la hoja especial de pergamino que Stoller había ocultado cuidadosamente en el interior, como los tratados antiguos, con letras góticas de fantasía. Sonrió al leerlo, y cuando estampaba su firma en él, pensó en el klingon llamado Klor. Tal vez tendría que odiar a Klor por lo que había hecho, pero le resultaba difícil después de la expresión compasiva que había visto en su rostro. El ser raptado por klingon tendría que haber hecho que les odiase aún más, pero en cambio sólo podía recordar cómo el doctor G’dath se había arrojado delante del cuchillo destinado a Ira Stoller… Stoller, que odiaba a los klingon. Ricia tenía razón; los modales atemorizadores de G’dath no eran más que su forma de ser, el resultado de su cultura. Y el temor que Joey le tenía antes era producto de la cultura de la Tierra.
Quizá ya era hora de comenzar a superar un poco la propia cultura.
—He acabado —le dijo a Ricia, mientras le ofrecía la tarjeta y la espalda.
Cuando ella hubo concluido, entraron juntos en la sala del hospital en la que se encontraba G’dath. Ante la vista del enorme klingon sentado en la cama, completamente despierto, Joey sonrió.
Sentado y recostado en la cama del hospital, G’dath parpadeaba ante la oscilante pantalla del terminal que tenía delante e intentaba enfocar la vista. Se le habían quemado las córneas en la explosión, y su visión comenzaba apenas a aclararse ahora, al ajustarse él a las córneas nuevas. La piel sintética por fin había cicatrizado igualmente bien, aunque al principio hubieron problemas porque los médicos no habían hecho la fórmula para un klingon. Las quemaduras de las extremidades y el rostro ya no le dolían, y al cabo de unos cuantos días ni se notarían siquiera.
Le habían llegado tantas llamadas durante los últimos dos días, que había programado el terminal para que no sonara, sino que tomara los mensajes por escrito, los cuales ahora llenaban una pantalla tras otra. El reportaje que Nan Davis había hecho sobre el secuestro ocurrido en el aula, seguido de la entrevista con G’dath, lo había convertido en una celebridad de la noche a la mañana. Tenía tantas ofertas laborales de universidades prestigiosas —Oxford, Beijing, Volgogrado, la Politécnica de Georgia, por nombrar algunas—, que el día anterior había renunciado a repasarlas. Las consideraría todas y tomaría una decisión más tarde, pero de momento no estaba en condiciones de hablar con nadie.
Se sentía agradecido porque Carlos Siegel hubiera sobrevivido, pero la muerte del señor Olesky lo había conmovido profundamente. Todavía luchaba para encontrarle algún sentido. El globo había provocado muerte incluso antes de lo previsto por él, y se alegraba de que hubiese sido destruido. Le resultaba imposible sentir algo positivo por su descubrimiento, o su trabajo, o cualquiera de las ofertas laborales.
Ya había resuelto destruir todos sus registros del ordenador. A través de los canales de la Federación, había contactado con los organianos y los había informado de su invento y de los acontecimientos subsiguientes. Estaban dispuestos a proporcionarle protección ante el imperio, y evitar que el conocimiento de la forma de construir el globo cayese en manos de la Federación o los klingon.
Resultaba irónico, pero se veía obligado a confiar en los organianos; no había alternativa.
Estaba pensando en la clase sobre el Tratado Organiano de cinco días antes, cuando vio dos borrones en movimiento que se detenían en el exterior de la puerta. Parpadeó, y los borrones se resolvieron en las figuras de Ricia y Joey.
G’dath compuso sus facciones en una expresión más agradable.
—Señorita Ricia. Señor Brickner. Por favor, entren.
Ambos se acercaron y se quedaron de pie junto al lecho de G’dath. Ricia parecía estar de un humor extrovertido, mientras que Joey se mostraba un poco tímido. Pero el chico sonreía, y G’dath agradeció el ver, no ya odio sino admiración en sus ojos. La vista de sus estudiantes hizo que una punzada de culpabilidad invadiera a G’dath, al recordar los mensajes sin leer que aguardaba en el terminal.
Ricia cogió a Joey por un codo y tiró de él.
—¿Cómo se encuentra, doctor G’dath? Todos están muy preocupados por usted en el colegio.
G’dath sonrió levemente ante la improbable idea de que todos estuvieran preocupados.
—¿De verdad? Es muy considerado por su parte. La verdad es que me siento bastante bien, y espero regresar a casa mañana.
—Apuesto a que estará de vuelta en clase el lunes próximo. Tiene que cuidarse —comentó alegremente Ricia. G’dath se aclaró la garganta y apartó brevemente la mirada. Quizá no fuera ése el mejor momento para mencionar que no volvería el lunes… ni nunca más.
—Ejem. Bueno, para entonces, ciertamente me habré recuperado lo bastante como para dar clase.
Joey dio un paso al frente y le ofreció algo con torpeza.
—Tenga. Esto es para usted, señor.
—Ah. —G’dath cogió la tarjeta y realizó una actuación de apreciativo estudio de la cubierta—. Gracias, Joey.
—Es de parte de toda la clase.
—Ya veo. Y está en inglés y en klingon. Esto es muy considerado por parte de todos. —G’dath levantó la cabeza y le sonrió a ambos estudiantes, sinceramente conmovido por el regalo. La frase en klingon estaba incorrectamente traducida. En lugar de alentarlo a recuperarse, lo exhortaba a mejorar su actuación. Pero a G’dath no le importaba el error. De alguna forma, la equivocación hacía que el gesto fuese más simpático—. ¿Ha sido uno de los estudiantes quien hizo esto?
Joey asintió con la cabeza.
—Ábrala, señor —lo instó Ricia.
G’dath obedeció. Al hacerlo, una gruesa hoja de papel se deslizó del interior y cayó sobre la cama. Se detuvo antes de recogerla para leer los nombres firmados en el interior de la tarjeta, algunos con pequeños mensajes: «¡Dése prisa en recuperarse!», «Lo echamos de menos», «¡Vuelva pronto!»… Habían firmado todos los estudiantes de la clase.
Presa de un sentimiento de culpa, G’dath recogió el papel. Sobre el rígido pergamino, habían impreso lo siguiente en ornadas letras:
NOSOTROS, LOS ABAJO FIRMANTES, PROMETEMOS POR LA PRESENTE TRABAJAR HACIA UN ENTENDIMIENTO MAYOR ENTRE LOS PUEBLOS DEL IMPERIO KLINGON Y LOS DE LA FEDERACIÓN DE PLANETAS UNIDOS
La primera firma, un anguloso garabato, pertenecía a Ira Stoller. G’dath no continuó leyendo, sino que cerró los ojos durante un largo momento.
Pasado un rato, oyó que Ricia le decía afablemente:
—Así nos sentimos respecto a cómo están las cosas. Hemos pensado que tal vez si usted lo sabía, eso lo ayudaría a recuperarse más rápidamente que cualquier tarjeta corriente.
G’dath abrió los ojos y vio que sus estudiantes se apoyaban en uno y otro pie, incómodos y en silencio. Se obligó a ofrecerles una débil sonrisa.
—Gracias, señorita Greene. Y a usted, Joey. Por favor, díganles a los demás que han firmado esto que la tarjeta significa muchísimo para mí.
Un chillidito amortiguado que se produjo en la puerta lo hizo volver la cabeza. Frunció el entrecejo ante aquel extraño aunque familiar sonido, y vio que Nan Davis se hallaba de pie en la entrada. Le sonreía animadamente, pero llevaba una chaqueta de manga larga y se la cerraba como si estuviese muerta de frío.
—Oh, guau —comentó Ricia, con sus ojos marrones abiertos de par en par por la admiración—. Nan Davis.
La reportera les hizo un gesto de asentimiento a los adolescentes al salir de la habitación.