Una bandera tachonada de estrellas (31 page)

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Authors: Brad Ferguson

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Una bandera tachonada de estrellas
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—Y ustedes deben ser dos de los estudiantes a los que no conocía el lunes. De hecho, usted es el famoso Joey Brickner, ¿no es cierto? ¿Qué se siente al ser tan famoso?

—No creo que sea tan maravilloso —replicó Joey, sin inquietarse en absoluto por la presencia de Davis—. Me alegraré cuando todos se olviden del asunto. De mí, quiero decir.

Ricia le dio a Joey un disimulado golpecito en un hombro.

—Creo que ahora será mejor que nos marchemos, Joey, y dejemos que el doctor G’dath hable con su visita. Cuídese, doctor G’dath. Lo veremos el lunes.

Joey asintió con la cabeza.

—Hasta pronto, señor.

G’dath respiró profundamente.

—Los veré el lunes.

Cuando los estudiantes salieron, se volvió a mirar a Nan Davis.

—Señorita Davis…

—G’dath, por favor. Después de todo lo que ha sucedido, no creo que haga falta que seamos tan formales. Llámeme Nan. Bueno, dígame, ¿ha tenido alguna buena oferta de trabajo, últimamente?

G’dath suspiró e inclinó la cabeza hacia la terminal. —En realidad… tal vez alrededor de cincuenta a estas alturas. He renunciado a recibir llamadas, o mantenerme siquiera al día con los mensajes.

—¡Eso es maravilloso! Así que finalmente podrá realizar el importante trabajo para el que está destinado.

G’dath adoptó un aire pensativo.

—Quizá… —comenzó a decir, y se detuvo, un poco sorprendido ante lo que estaba a punto de pronunciar… y sin embargo muy seguro de ello al mismo tiempo. El trozo de pergamino con las firmas de los estudiantes descansaba todavía sobre su regazo, y crujió suavemente cuando
Saltarín
se acurrucó contra él—. Quizá, Nan, ya he estado haciendo el trabajo más importante de todos. —Levantó los ojos hacia ella—. Y no me refiero a mi investigación.

La expresión de Nan era interrogativa al principio, y luego se tornó pensativa.

—Ya veo. Supongo que quiere decir que va a quedarse definitivamente en Nueva York, ahora que le han concedido asilo político.

Él asintió con la cabeza.

—En ese caso, tendrá una vecina nueva. Gracias a su historia, me han ascendido al departamento de Mundo Noticias de Nueva York. —Le dedicó una brillante sonrisa—. ¿No le importará si de vez en cuando paso a visitar a
Saltarín
?

Él le devolvió la sonrisa.

—No me importará en absoluto, Nan. En absoluto.

A primera hora de la mañana del miércoles, Kevin Riley respiró profundamente y traspuso la puerta de la oficina del almirante Kirk.

—¿Almirante?

Kirk estaba sentado ante su mesa y miraba por la ventana mientras la niebla acariciaba el puente del Golden Gate con fantasmales dedos. Al oír su grado, se volvió hacia Riley.

La ansiedad que sentía Riley debió vérsele en el rostro porque, tras una mirada, Kirk dijo:

—Entre. Cierre la puerta, si quiere.

Riley entró y la puerta se deslizó hasta cerrarse a sus espaldas. Después de la experiencia del lunes, él creía que estaba más allá de poder sentir… pero el pensamiento de lo que estaba a punto de hacer era extraordinariamente doloroso.

Le había fallado a Kirk al cometer una falta en la seguridad de G’dath. Era una cuestión de pura suerte el que sólo los dos klingon hubiesen resultado muertos, y que G’dath y Carlos Siegel hubieran sobrevivido a sus heridas. De haber salido las cosas de otra forma, el error de Riley habría costado tres vidas. Y había más que un simple error en la seguridad. Riley había abandonado su puesto sin permiso, había dispuesto de la lanzadera bajo su propia autoridad.

Lo extraño era que la experiencia había acabado con su autocompasión y dolor por Anab, así como con su confusión respecto a Jenny. Ante el rostro de la muerte, todo se transformaba en algo muy sencillo, muy claro. Anab había tenido razón: Riley tenía que averiguar qué deseaba. Ahora lo sabía. Y ya no tenía tanto miedo como antes al riesgo. Después de todo, había arriesgado su propia vida y conseguido salvar a otros en el proceso. El habérsela jugado con el sabotaje de los escudos de la lanzadera, había tenido su recompensa. Se alegraba de haberlo hecho. Lo haría otra vez, encantado.

Sólo lamentaba dos cosas: una, que tendría que perder su puesto de trabajo justo cuando se daba cuenta de lo mucho que deseaba retenerlo, y dos, que finalmente había resultado ser una decepción para Kirk, el hombre que le había salvado la vida. Había considerado el decirle a Kirk que estaba enterado de lo sucedido en Tarsus IV, pero ése no era el momento. Riley no quería revivir ninguna compasión que Kirk pudiera sentir hacia él a causa del pasado.

Pero más adelante hallaría la forma de darle las gracias.

Riley avanzó hacia el escritorio del almirante, y permaneció ante él de pie, rígido, no del todo firme.

—Creo que ya sabe por qué estoy aquí, señor —dijo, y cuando Kirk no discutió, se limitó a mirarlo con aire meditabundo, las manos cruzadas sobre el escritorio, Riley agregó—: Pienso que será mejor que yo renuncie a mi puesto, señor. A menos que prefiera despedirme usted.

Kirk dejó escapar un sonoro suspiro, se levantó y caminó hasta la ventana. Durante un rato, estudió la vista, con las manos cogidas a la espalda. Y luego miró a Riley por encima de un hombro.

—¿No es así como empezamos, segundo oficial?

Riley se sonrojó levemente ante la referencia hecha por el almirante a su primer intento de dimitir, un año antes.

—Señor… esta vez es diferente. En la ocasión anterior intenté dimitir porque no estaba seguro de querer el puesto.

—¿Está seguro ahora? —se apresuró a preguntarle Kirk.

—Sí, señor. Quiero este puesto. Pero sé que no puedo conservarlo. —Hizo una pausa, y cuando habló, lo hizo con un poco más de acaloramiento del que tenía intención—. Almirante, tres personas estuvieron a punto de morir debido a un irreflexivo error por mi parte. A causa de que yo estaba tan abrumado por mi propio prob… —Se interrumpió—. Eso no tiene importancia. El hecho es que yo lo estropeé todo. Eso… eso es todo lo que quería decirle, señor. Y lamento dejar su servicio. Ha sido un honor.

—Kevin. —El almirante se volvió para encararse con él.

Riley alzó las cejas con asombro. Kirk nunca se dirigía a él por el nombre de pila.

—Tiene usted razón. Si hubiese ordenado medidas de prioridad máxima en lugar de medidas estándar de seguridad, puede que esto no hubiera sucedido. Probablemente debería despedirlo. —Kirk hizo una pausa—. He hablado de esto con el almirante de la Flota, Nogura, ¿sabe?

Riley reprimió una nerviosa urgencia de cambiar el peso de un pie al otro.

—Francamente, no pudimos decidir si someterlo a consejo de guerra o condecorarlo por su heroísmo.

—Condecorarme… —se atragantó Riley.

—Sus actos salvaron la vida a los rehenes. Fue usted quien sugirió que se programara el escudo de la lanzadera para que fallara.

—Sí, señor, pero…

—Y según la entrevista que le hicieron a Joey Brickner en trivisión, usted lo protegió al menos en una ocasión del ataque de un klingon.

Por lo que lo hemos dejado así, señor Riley. Ni lo someteremos a consejo de guerra ni lo condecoraremos. En cuando a dimitir… eso queda a su decisión.

Riley vaciló, seguro de que había entendido mal lo que acababa de decir el almirante, de que era demasiado bueno para ser verdad.

—¿Quiere decir que no va a despedirme, señor?

—Por el momento, no.

—En ese caso, me gustaría quedarme, almirante, durante un período de prueba de dos semanas. —«Durante el cual, encontraré una forma de darle las gracias por lo de Tarsus IV…»—. Si mi actuación no fuese absolutamente brillante durante dicho período, le agradecería que me despidiese.

—Hecho. —Kirk sonrió débilmente—. Las suyas fueron en verdad unas acciones muy heroicas, señor Riley.

Riley se relajó adoptando un tono franco.

—Ése no era realmente yo, señor.

—¿No era usted?

Él sonrió con timidez.

—Bueno, señor, durante todo el tiempo que fui rehén de los klingon, yo pretendía ser usted. No dejaba de preguntarme qué habría hecho usted en esa situación. Como puede ver, resultó bastante bien.

Nunca antes había visto que el almirante sintiera embarazo —de hecho, no habría creído que Kirk fuese capaz de experimentar emociones—, pero en ese momento, para absoluto asombro de Riley, las mejillas del almirante adquirieron una leve tonalidad rosácea.

—Apreciaré que se guarde eso para usted, oficial —contestó Kirk con rigidez.

Pero al marcharse, tuvo la definitiva impresión de que el almirante se sentía secretamente complacido.

Kirk permaneció de pie junto a la ventana y observó la puerta deslizarse hasta quedar cerrada a espaldas de su jefe de personal. Le alegraba que Riley hubiera decidido quedarse. Era cierto que Riley había cometido un inmenso error respecto a la seguridad, pero Kirk se sentía orgulloso de la rápida y decisiva acción emprendida por Kevin para salvar a los rehenes. El propio Kirk no podría haberlo hecho mejor, y cuando él y Nogura habían hablado de la suerte que debía correr Riley, el anciano almirante —que nunca había entendido del todo la fe de Kirk en su jefe de personal— se mostró impresionado con el heroísmo del joven segundo oficial.

«Supongo que hace falta una persona para conocer a otra», había dicho el anciano almirante.

Sin embargo, Kirk había quedado desconcertado ante las palabras de Riley: «Yo pretendía ser usted».

Kirk no podía decir honradamente que estuviese sorprendido. Las acciones de Riley le habían recordado a sí mismo más que un poco.

Corrección: más que un poco al sí mismo que había sido. Al Kirk al que había visto unos días antes en el despacho de Nogura, al Kirk que llevaba el traje dorado de mando. La voz de Lori le habló, sin que la invitara, en la memoria: «Vuelve a conseguir una nave. Es lo que más quieres, Jim. Más que nada en el mundo. Más que a mí».

El ver a Riley en acción le hizo recordar una vez más a aquel Kirk, y lo hizo preguntarse si Lori no tendría razón.

Kirk suspiró y volvió a su escritorio, obligándose a no pensar en Riley ni Lori ni la
Enterprise
hasta algunas horas después, aquella tarde.

Aproximadamente a las cinco, todavía se encontraba trabajando en su escritorio cuando el panel de comunicaciones sonó. Él lo atendió a la primera señal, y se sentó con sorpresa al ver el semblante de Lori en la pantalla.

—Jim —le dijo. Tenía los rubios cabellos descuidadamente despeinados y no llevaba uniforme, sino un jersey de color melocotón que le sentaba perfectamente a los tonos de su rostro, pelo y ojos. La tensión había desaparecido de su voz y su mirada. Sonreía con embarazo.

Jim le devolvió la sonrisa, sorprendido y contento por la transformación, además de bastante esperanzado por el afecto que se reflejó en la voz de ella.

—Lori. ¿Desde dónde llamas?

—Desde Centaurus. Estoy en el camarote. Tenía algunos días de vacaciones pendientes, y pensé que me merecía un descanso antes de iniciar el recorrido. Acabo de ver la retransmisión de Mundo Noticias y supe lo que os ha sucedido a ti y a Riley con los klingon. Sólo… sólo quería ver con mis propios ojos que tú te encontrabas bien.

Kirk desplegó las manos en un gesto de «aquí-me-tienes».

—Estoy bien. —«Pero estaría mucho mejor si tú estuvieses aquí.»

—¿Riley?

—Ya lo conoces. Salió de todo eso sin un rasguño. La suerte de los irlandeses. —Hizo una pausa—. Tienes un aspecto un poco fuera del reglamento. Y hermoso.

La sonrisa de ella se volvió tímida.

—Oye, Jim, he estado pensando. Ahora que me he alejado del despacho…

«Alejado de Nogura», oyó Jim.

—… me he calmado un poco. —Su expresión se hizo seria—. Puedo pensar con más claridad aquí. Me preguntaba… me preguntaba si podrías arreglar las cosas para pasar un poco de tiempo conmigo. Aquí podríamos estar los dos solos, sin Nogura, sin la Flota Estelar, sin ningún viejo lastre. Tal vez podríamos averiguar qué hay entre nosotros. —Lo miró a los ojos con firmeza, directamente… como la antigua Lori, y él tendió una mano para acariciar el borde de la pantalla por pura gratitud.

Ella lo vio y le sonrió como si lo comprendiera.

—Me gustaría —respondió Kirk. Lori siempre había sabido lo que quería. Tal vez si pasaba un tiempo con ella, hablaba con ella, comenzaría a encontrarse a sí mismo otra vez, captaría un atisbo del Kirk que había visto en la oficina de Nogura… el que había visto en Riley, el que sabía qué quería—. Sólo déjame arreglar algunas cosas. Te llamaré para darte mi hora estimada de llegada.

—Me alegro. No quiero entretenerte, amor. Sé que estás preparándote para el desfile de naves espaciales que tenéis allí. Cuídate.

—Cuídate.

La imagen parpadeó y desapareció.

Kirk pulsó el control del intercomunicador.

—Riley.

—¿Sí, almirante?

—Resérveme transporte para Centaurus… lo antes posible.

—Sí, señor.

Kirk giró en el asiento y le ordenó al trivisor que sintonizara la transmisión que Mundo Noticias estaba haciendo del desfile de naves espaciales. Se estaba aproximando a la Luna, y en menos de una hora sobrevolaría la base del mar de la Tranquilidad. La imagen cambiaba a un punto y otro para mostrar algunas de las veintenas de naves antiguas y modernas que participaban en el histórico vuelo.

De pronto, apareció ella, y Kirk contuvo la respiración. Por muchos arañazos que hubiera sufrido la lanzadera unos días antes, estaba magnífica, con su casco de deslumbrante blanco contra el negro infinitamente profundo del espacio.

Al fin se hallaba en el espacio al que estaba destinada, y Kirk confiaba en que las importantes personalidades civiles de a bordo estuvieran pasando el mejor momento de sus vidas.

«Buen trabajo, Scotty», pensó Kirk. Otro milagro del hacedor de milagros. Los motores de impulso quemados habían sido apresuradamente reemplazados por un protestón —aunque, según sospechaba Kirk, regocijado— Montgomery Scott, después de que la lanzadera hubiese sido remolcada hasta el muelle espacial Cuatro por orden de Kirk. Scotty le había quitado los motores de impulso a una de las lanzaderas que ya se encontraban a bordo de la nave estelar
Enterprise
, y los había colocado en la sección de popa de la lanzadera espacial antigua. Puesto que aquel arreglo provisional había sido llevado a cabo por Montgomery Scott, funcionaba bien. Para garantizar que así fuese, Scotty estaba a bordo de la lanzadera en aquel preciso instante, cuidando los motores durante el recorrido. Las unidades encajaban como un pie del cuarenta y dos en un zapato del cuarenta, pero la lanzadera volaba. También parecía correcto y apropiado que la joven
Enterprise
contribuyera con algo de sí misma para su antepasada.

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