Read Campeones de la Fuerza Online
Authors: Kevin J. Anderson
Han no sabía gran cosa sobre el protocolo gubernamental, pero no estaba dispuesto a permanecer cruzado de brazos sin hacer nada mientras Kyp era pisoteado por un montón de burócratas que ocupaban altos cargos. Tenía que actuar, y dio un paso hacia adelante antes de que ningún miembro del Consejo hubiera tenido la oportunidad de hablar.
—¡Eh! —exclamó—. ¿Podrían permitirme interceder en favor de mi amigo Kyp Durron?
El anciano general Jan Dodonna se puso en pie. El barbudo militar, tan viejo y curtido por el paso del tiempo que parecía un trozo de madera encontrado a la deriva sobre las olas, aún parecía estar lleno de energías, y su mirada fulminó a Han.
—El prisionero puede hablar por sí mismo, general Solo —dijo—. No cabe duda de que hasta el momento no ha mostrado ninguna reluctancia a la hora de actuar por sí mismo, ¿verdad? Deje que conteste a nuestras preguntas.
Han retrocedió, un poco mortificado por la reprimenda, y bajó la vista hacia el suelo para dedicarse a seguir los dibujos de grietas de las losas. Dodonna había sido el primer miembro del Consejo en hablar, y se inclinó hacia adelante para bajar la mirada hacia Kyp. El joven alzó su cabeza cubierta de mechones despeinados, contempló al anciano genio de la estrategia y parpadeó como si tuviera mucho sueño.
—Robó el
Triturador de Soles
, Kyp Durron —dijo Dodonna—. Atacó y dejó temporalmente incapacitado al Maestro Jedi Luke Skywalker. Hizo estallar la Nebulosa del Caldero, y después destruyó dos sistemas estelares habitados más. No voy a discutir el significado táctico de sus acciones, ¡pero no podemos tolerar la existencia de fuerzas incontrolables que dictan sus propias órdenes y que causan la destrucción a su capricho!
Los otros miembros del Consejo murmuraron que estaban de acuerdo con él, y un instante después la voz grave y un poco gutural del general Rieekan resonó en la cámara.
—El Consejo ya había decidido que el
Triturador de Soles
nunca sería utilizado —dijo—. Lo enviamos a un lugar donde nadie podría poner las manos sobre él, pero usted frustró nuestros deseos de manera consciente y deliberada.
El resto del Consejo guardó silencio después de haber oído las palabras de Rieekan. Todos parecían arder en deseos de añadir sus propias condenas a las que ya habían sido proclamadas en voz alta, pero comprendían que no hubiese servido de mucho.
Kyp habló por fin. Su voz sonó imposiblemente débil y estridente, y eso sirvió para recordar a Han y al resto de los presentes lo joven que era en realidad aquel muchacho.
—No tengo ninguna excusa para mis acciones —dijo Kyp—. Aceptaré las consecuencias.
—¿Incluso si sus acciones exigieran que se dictara la pena de muerte? —preguntó el obeso senador Threkin Horm—. Una destrucción de la magnitud que usted ha causado sólo merece la ejecución.
—¡Eh, un momento! —exclamó Han. Los miembros del Consejo le fulminaron con la mirada, pero Han hizo caso omiso de sus silenciosos reproches—. Lo sé, lo sé... pero escúchenme durante un minuto. Kyp no era el mismo. Se encontraba poseído por el espíritu maligno de un Señor Sith que ha sido derrotado posteriormente, y además también hizo unas cuantas cosas buenas. Destruyó la flota de Daala. ¿Cuántas vidas ha salvado al hacer eso? Después de todo estamos en guerra, ¿no?
Las palabras de Mon Mothma surgieron de sus labios resecos y agrietados bajo la forma de un jadeo sibilante. Su voz se había convertido en un susurro ahogado que apenas podía oírse, y toda la cámara quedó sumida en un profundo silencio cuando empezó a hablar.
—Te has manchado las manos con la sangre de millones de víctimas, Kyp Durron..., quizá con la de miles de millones. Somos un cuerpo de gobierno, no un tribunal. No tenemos ningún derecho a decidir tu destino. Tú... —Mon Mothma abrió y cerró la boca convulsivamente, como si estuviera teniendo que utilizar casi todas sus energías meramente para llenar sus pulmones—. Debes ser juzgado por el Maestro Jedi. Nosotros no estamos cualificados para juzgar tus crímenes.
Después alzó una mano en un gesto dirigido a Han.
—Llévele a Yavin 4, general Solo —concluyó—, y deje que el Maestro Skywalker decida su destino.
Leia, Ackbar y Terpfen se unieron al grupo de rescate del
Viajero Galáctico
y descendieron velozmente a través de los cielos color violeta de Anoth. Ackbar iba al frente pilotando su caza B. Sus sistemas de armamento estaban conectados y preparados para hacer fuego contra cualquier grupo de ataque que pudiera haber sido desplegado por el destructor imperial.
Los cazas estelares avanzaron a toda velocidad sobre el paisaje erizado de colmillos rocosos y se dirigieron hacia la torreta de piedra que Ackbar y Luke habían escogido como base. Leia vio signos de destrucción que hicieron que se le helara la sangre en las venas, y enseguida pudo distinguir el humo y los escombros indicadores de que la base había sido atacada.
—Llegamos demasiado tarde —murmuró.
Una parte del pináculo rocoso había sido hecha añicos, y la superficie erosionada estaba manchada de hollín. Leia vio los restos todavía humeantes de varias horrendas arañas mecánicas esparcidos un poco más abajo.
La voz de Ackbar llegó a sus oídos surgiendo del intercomunicador por el canal de nave a nave.
—Winter debe de haber ofrecido una gran resistencia —dijo—. Los sistemas defensivos que instalamos están funcionando tal como habíamos planeado.
Leia tenía la garganta tan reseca que tuvo que tragar saliva antes de poder responder.
—Esperemos que su resistencia haya bastado para repeler el ataque, almirante.
Los cazas se dirigieron hacia la brecha de las puertas blindadas. Uno de los gruesos paneles todavía colgaba de sus guías. Las naves de rescate maniobraron para esquivar las enormes masas de los cuatro caminantes-araña que yacían inmóviles sobre el suelo de la pista de descenso. Ackbar, Leia y Terpfen saltaron de sus cabinas mientras otros cazas calamarianos se unían a ellos.
—Terpfen, ve directamente a las habitaciones del bebé con la ministra Leia y la mitad de los pilotos —ordenó Ackbar—. Averiguad si el bebé sigue estando ahí. Yo iré a los niveles inferiores con los demás y buscaremos a Winter. Creo saber qué clase de estrategia habrá adoptado.
Leia desenfundó su pistola desintegradora y se puso al frente del grupo sin perder ni un segundo en discusiones. Después echó a correr con el rostro lleno de una hosca decisión para averiguar si su pequeño estaba a salvo.
El grupo de rescate avanzó a la carrera por el laberinto de túneles serpenteantes que llevaba a las habitaciones del niño. Leia fue mirando a su alrededor mientras corría, pero no vio ninguna señal de que las paredes hubieran sufrido impactos de rayos desintegradores. Las armas tintineaban al chocar con las armaduras de los calamarianos que corrían detrás de ella.
Doblaron la última esquina antes de llegar a las habitaciones de Anakin y Leia tuvo que desviarse bruscamente para no chocar con el androide de energía de movimientos lentos y torpes, que seguía llevando a cabo sus rondas sin haber sido afectado en lo más mínimo por toda la agitación de las últimas horas. Leia dejó de prestar atención a la batería ambulante cuando vio que la puerta del cuarto de juegos de Anakin estaba abierta.
—¡Oh, no! —exclamó.
Leia se detuvo con un último paso lleno de cautela en el mismo instante en que el embajador Furgan salía del cuarto de juegos y alzaba a un lloroso Anakin delante de su ancho pecho.
Tanto Leia como Furgan permanecieron inmóviles durante un momento mirándose fijamente el uno al otro. Las cejas de Furgan subieron en una contracción muscular involuntaria que les dio el aspecto de dos pájaros asustados disponiéndose a emprender el vuelo.
Los calamarianos del grupo de rescate apuntaron a Furgan con sus armas, y el embajador sostuvo al bebé delante de él como si fuese un escudo.
—Devuélvame a Anakin —dijo Leia, y la amenaza que rezumaba de su voz era más grande que la que hubiese podido transmitir toda una flota de Destructores Estelares.
—Me temo que no voy a hacerlo —replicó Furgan, y curvó una manaza enorme alrededor del frágil cuello de Anakin. Los ojos del embajador no paraban de moverse velozmente de un lado a otro—. ¡Dejen de apuntarme con sus armas o le romperé el cuello! Lo he pasado muy mal para hacerme con el bebé Jedi, y ahora no voy a renunciar a él tan fácilmente... Es mi rehén, y la única forma de que siga con vida es que me dejen marchar.
Furgan fue avanzando lentamente a lo largo del túnel. Su espalda rozaba las asperezas y protuberancias de la pared de piedra. Furgan mantenía los ojos clavados en las armas que le apuntaban, pero continuó sosteniendo al bebé delante de él mientras aumentaba un poco la presión que ya estaba ejerciendo sobre su garganta.
—Seguiré siendo capaz de aplastarle la tráquea incluso si me dejan aturdido con un disparo —dijo—. ¡Tiren las armas!
—Atrás —ordenó Leia, retrocediendo un paso.
Los calamarianos se hicieron a un lado abriendo un camino para que Furgan pudiera pasar por él... todos menos Terpfen, que se había quedado inmóvil con las manos extendidas delante de él y tan tensas como si fuesen unas garras muy afiladas.
Los ojos de Furgan se posaron en la hinchada cabeza del calamariano y recorrieron el trazado de cicatrices que la cubría..., y le reconocieron de repente.
—Vaya, vaya... Así que has acabado traicionándome después de todo, ¿eh, pececito mío? No pensé que tuvieras la fuerza de voluntad necesaria para poder hacerlo.
—La encontré —dijo Terpfen.
Dio un paso hacia Furgan. Anakin seguía removiéndose en los brazos del embajador.
—¡Detente! —gritó Furgan—. Ya llevas un peso bastante grande sobre tu conciencia, mi pequeño pez. Supongo que no querrás aumentarlo todavía más añadiéndole la muerte de este bebé, ¿verdad?
Terpfen emitió un gorgoteo ahogado que era una especie de gruñido de amenaza calamariano. Furgan mantuvo la mirada clavada en los enemigos que le rodeaban mientras seguía retrocediendo hacia los caminantes-araña y su única vía de escape.
Los ojos marrón oscuro de Anakin brillaban con tanta intensidad como si el bebé estuviera sumido en una profunda meditación.
Y de repente Furgan gritó al tropezar con el androide de energía de cuerpo cuadrado y torpes andares contoneantes, que se había movido sin hacer ningún ruido hasta colocarse detrás de él. El androide emitió una descarga de electricidad a baja potencia que dejó aturdido a Furgan.
El embajador se tambaleó y cayó sin soltar al bebé. El androide de energía se apartó a toda prisa mientras dejaba escapar un chillido de algo parecido al terror.
Los calamarianos se apresuraron a coger sus armas, y Terpfen saltó sobre Furgan para arrancarle el bebé de las manos.
Los calamarianos dispararon contra Furgan, pero el hombretón achaparrado rodó sobre el suelo, logró ponerse de rodillas y dobló la esquina a toda velocidad, moviéndose mucho más deprisa de lo que Leia jamás hubiera creído posible dada su corpulencia y aspecto torpe.
—¡A por él! —gritó Terpfen.
El jefe de mecánicos calamariano entregó el bebé a Leia y echó a correr en persecución de Furgan.
Lágrimas abrasadoras fluyeron de los ojos de Leia, y abrazó al más pequeño de sus tres hijos mientras intentaba encontrar palabras que pudieran consolarle, pero su mente permaneció vacía y tuvo que limitarse a emitir ruiditos tranquilizadores. Después se fue inclinando lentamente hasta quedar sentada en el suelo, meciendo suavemente al pequeño Anakin de un lado a otro.
Los grandes pies de Ackbar corrían sobre el suelo de piedra con un golpeteo ahogado, internándole más y más en las catacumbas. La sequedad de la atmósfera hacía que le ardieran los pulmones, pero seguía tratando de correr todavía más deprisa. Ackbar logró adelantarse a los demás. Hasta el momento Winter había seguido con toda exactitud los criterios básicos que Ackbar había establecido para regir la defensa de la base.
Los restos del exterior ya le habían revelado que el Organismo Defensivo contra Intrusiones Exteriores había hecho su trabajo, eliminando a la mitad de los caminantes-araña antes de que pudieran abrirse paso a través de las puertas blindadas..., pero eso no había bastado para repeler la totalidad del ataque. Después Winter habría procedido a activar los androides asesinos camuflados.
Los otros miembros del equipo corrían detrás de él. Ackbar podía captar los olores del polvo y el aceite de motores que flotaban en el aire, y también percibía un olor acre y húmedo que hacía pensar en una mezcla de cobre y humo: era el olor de la sangre.
La silueta envuelta en una túnica de Winter surgió de repente ante él doblando la esquina, sosteniendo delante de ella un desintegrador preparado para hacer fuego. Pero Winter se quedó totalmente inmóvil al verle, y una sonrisa de puro deleite que sólo duró una fracción de segundo iluminó su rostro.
—¡Ackbar! Sabía que vendrías...
Ackbar fue hacia ella y le puso la mano en el brazo.
—Vine lo más deprisa posible —dijo—. ¿Te encuentras bien?
—De momento sí —respondió ella—. Según mi inventario, las defensas han eliminado a todos los intrusos salvo a dos.
—¿Estás segura de ello? —preguntó Ackbar.
—Nunca olvido nada —dijo Winter, y Ackbar sabía que estaba diciendo la verdad.
—Leia y el resto de mi equipo ya deberían de estar sacando a Anakin de aquí —dijo Ackbar—. Nos dividimos para poder averiguar si necesitabas ayuda —añadió en un tono de voz más suave.
Winter asintió, y la expresión de su rostro perdió una parte de su dureza.
—No me sentiré tranquila hasta que vea con mis propios ojos que el bebé está a salvo —dijo.
—Vamos —dijo Ackbar, que aún jadeaba a causa del esfuerzo. Los dos iniciaron el largo trayecto cuesta arriba andando el uno al lado del otro.
Terpfen corría frenéticamente por los pasillos que iban descendiendo en una pronunciada pendiente. Tenía los pies en carne viva y sangrando debido al rato que llevaba corriendo sobre aquel suelo de textura áspera e irregular, pero seguía corriendo a pesar de ello. Le daba igual que aquella carrera pudiese acabar matándole. Tenía que alcanzar a Furgan antes de que el embajador consiguiera escapar.
Las manos de Furgan habían manipulado los controles mentales de Terpfen obligándole a revelar secretos que podían causar un gran daño a la Nueva República, le habían forzado a sabotear el caza B de Ackbar con el resultado de que la nave había acabado estrellándose contra la Catedral de los Vientos, y después de todo aquello habían ido todavía más lejos y le habían hecho culminar su traición revelando el paradero del bebé Jedi.