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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Otros, #Biografía, #Memorias

Descanso de caminantes (3 page)

BOOK: Descanso de caminantes
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Ideal
. Rencor, odio, como en la frase «murió por sus ideales». «¿O usted supone que murió pensando en una sociedad donde reinaría la paz perpetua?» No, señor, murió pensando: «Vaya acabar con estos hijos de una tal por cual».

8 febrero 1976
. Un viejo, indignado por la huelga del personal del Jockey Club, recuerda un discurso de un rector del Colegio Nacional de Buenos Aires, y lo repite, como orador, con sollozos, y a quienes lo escuchan (un sastre italiano y dos o tres socios) los llama «queridos alumnos». Quedan embelesados.

13 febrero 1976
. Concluye el film con un asesinato que el espectador desaprueba. El héroe mata a alguien que se cree su amigo. Esto me lleva a pensar en la relativa libertad del argumentista y en la naturaleza temporal, o no, de sus límites.

20 febrero 1976
. El viejo teniente coronel, mi vecino, me regala tres libros de Tolstoi. Me dijo: «Ponga Recuerdo de Malambio». Así oí, no sé si así se llama.

23 febrero 1976
. La secretaria ojeaba el posfacio de la edición polaca de
Plan de evasión
. Le llamaron la atención algunos nombres: Roberta Arlta, Jorge Luis Borgesa, Julio Cortazara, Edgara Allana Poe, y Adolfa Bioy Casaresa.

Sugerí:

—Han de ser genitivos.

Me miró sorprendida; ya sobrepuesta, me explicó, no sin irritación:

—Son femeninos. ¿No ve la terminación en a?

3 marzo 1976
,
dolorido
. Desde 1972 hasta 1975, mi estado de ánimo fue melancólico. Desde luego por la enfermedad, desde luego por el dolor, pero sobre todo porque estuve dedicado a tragar un ladrillo. El áspero, el inaceptable ladrillo de la propia vejez. Ya que soy un viejo, quiero ser un viejo emprendedor y alegre.

Ver la muerte como simplificación.

La República Argentina de esta época de esperanza
. En el vestuario del Jockey Club conocí al nuevo Presidente de la Corte. Dijo que no le importa que lo maten, pero que la sola idea de que lo secuestren le parece una pesadilla. En cuanto a esto último, lo comprendo perfectamente. Va a andar armado; conversó con otro socio acerca de qué revólver le conviene. Me bañé, volví al vestuario. Los interlocutores del Presidente cambiaban; el tema de conversación, no.

29 marzo 1976
. Mi docta biógrafa, abriendo la boca para dejar pasar la tonada de su provincia: «Es un muchacho muy culto. Lee el alemán gótico».

YO: ¿Murió alguien en la casa de al lado?

PEDRO: Sí, uno que eran dos.

Debió de recibir una buena noticia, porque ayer tenía el pelo blanco y hoy apareció completamente rubia.

30 marzo 1976
. Un criollo se va de la esquina. Dice:

—¿Qué debo, además de irme?

Una chica excepcional
. Me atreví a preguntar:

—¿Y por qué usted la encontraba tan excepcional?

—Mire —me dijo—: a mí me gustaba mucho, en ese momento la prefería a cualquier otra, lo que ya es encontrada excepcional, aunque sea de acuerdo al criterio, menos arbitrario que misterioso, de nuestras preferencias. Después, usted convendrá, a una amante la conocemos bastante mejor que al resto del género humano y, créame, observadas de cerca, no hay dos personas idénticas. Ésta era hija única, vale decir que en su casa la querían mucho, estaban dispuestos a celebrar sus méritos, a ponderada siempre, usted sabe muy bien que las mujeres nos cuentan su vida como si fuera un escenario donde a cada rato hacen entradas triunfales, ante la ovación del público. Ella me tenía perfectamente informado sobre cada una de las alabanzas que a lo largo de los años le prodigaron su padre, que la adoraba, su madre, sus abuelos, sus tíos, los amigos de la familia. Créame, el testimonio de todos confirmaba, de manera realmente unánime, esa convicción mía de que era una chica excepcional.

Otro argumento para tener en cuenta
. Según Boswell (
Journal of my Jaunt
), en su
Hermippus Redivivus or, the Sage's Triumph over Old Age and the Grave, Wherein a Method is Laid Down for Prolonging the Life and Vigour of Man
, Johann Heinrich Cohausen (médico del obispo de Munster) declara que la vida del hombre puede prolongarse («in health») por el aliento de muchachas (
anhelitu puellarum
).

Fin de una tarde, en Buenos Aires, 1976
. El viernes 21 de mayo, cuando salí del cine, me dije: «Empecé bien la larde». Me había divertido el film, Primera Plana, aunque ya lo había visto en el 75, en París. Fui a casa, a tomar el té. Estaba apurado: no sé por qué se me ocurrió que ella me esperaba a las siete, en San José e Hipólito Yrigoyen. En Uruguay y Bartolomé Mitre oí las sirenas, vi pasar rápidas motocicletas, seguidas de patrulleros con armas largas, seguidos de un jeep con un cañón. Llegué a la esquina de la cita a las 7 en punto. Vi coches estacionados en San José, entre Hipólito Yrigoyen y Alsina. Había un lugar libre al comienzo de la cuadra, a unos treinta metros de Yrigoyen. Cuando estacionaba, vi que soldados de fajina, con armas largas, de grueso calibre, custodiaban el edificio de enfrente; les pregunté si podía estacionar; me dijeron que sí. Me fui a la esquina. Al rato estaba pasado de frío. A las siete y media junté coraje y resolví guarecerme en el coche. Cuando estaba por llegar al automóvil vi que los soldados de enfrente no estaban, que la casa tenía la puerta cerrada y oí lo que interpreté como falsas explosiones de un motor o quizá tiros; después oí un clamoreo de voces, que podían ser iracundas, o simplemente enfáticas y a lo mejor festivas; voces que se acercaban, hasta que vi un tropel de personas que corrían hacia donde yo estaba. Iba adelante un individuo con un traje holgado, color ratón, quizá parduzco; ese hombre había rodeado la esquina por la calle y a unos cinco o seis pasos de donde yo estaba, al subir a la vereda, tropezó y cayó. Uno de sus perseguidores (de civil todos) le aplicó un puntapié extraordinario y le gritó: «Hijo de puta». Otro le apuntó desde arriba, con el revólver de caño más grueso y más largo que he visto, y empezó a disparar cápsulas servidas, que en un primer momento creí que eran piedritas. Las cápsulas caían a mi alrededor. Pensé que en esas ocasiones lo más prudente era tirarse cuerpo a tierra; empecé a hacerla, pero sentí que el momento para eso no había llegado, que con mi cintura frágil quién sabe qué me pasaría si tenía que levantarme apurado y que iba a ensuciarme la ropa; me incorporé, cambié de vereda y por la de los números impares caminé apresuradamente, sin correr, hacia Alsina. Enfrente, andaba una mujer vieja, petisa, muy cambada, con una enorme peluca rubia ladeada; gemía y se contoneaba de miedo. Los tiros seguían. Hubo alguno en la esquina de los pares de Alsina; yo no miré. Me acerqué a un garage y conversé con gente que se refugiaba ahí. Pasó por la calle un Ford Falcon verde, tocando sirena, a toda velocidad; yo vi a una sola persona en ese coche; otros vieron a varios; alguien dijo: «Ésos eran los
tiras
que mataron al hombre». Yo había contado lo que presencié: «No cuente eso. Todavía lo van a llevar de testigo. O si no quieren testigos le van a hacer algo peor». Agradecí el consejo. A pesar del frío, me saqué el sobretodo para ser menos reconocible y fui por San José hacia Yrigoyen. No me atreví a acercarme a mi coche. Aquello era un hervidero de patrulleros. Cuando llegué a Yrigoyen, pensé que lo mejor era tomar nomás el coche. Un policía de civil me dijo: «No se puede pasar». Quise explicarle mi situación. «No insista», me dijo. Crucé Yrigoyen y me quedé mirando, desde la vereda, la puerta de una casa donde venden billetes de lotería. Conversé con un farmacéutico muy amable, que me dijo que seguramente dentro de unos minutos me dejarían sacar el coche, pero que si yo tenía urgencia me llevaba donde yo quisiera en el suyo. Entonces la divisé. Estaba en la esquina, muy asustada porque no me veía y porque cerca de mi coche, tirado en la vereda, había un muerto, al que tapaba un trapo negro; me abrazó, temblando. Dimos la vuelta a la manzana; sin que nos impidieran el paso llegamos por San José hasta donde estaba mi coche. Había muchos policías, coches patrulleros, una ambulancia. En la vereda de enfrente conversaban tranquilamente dos hombres, de campera. Les pregunté: «¿Ustedes son de la policía?». «Sí», me contestaron, con cierta agresividad. «Ese coche es mío —les dije—. ¿Puedo retirado?». «Sí, cómo no», me dijeron muy amablemente. No acerté en seguida con la llave en la cerradura; entré, salí. Al lado de ella me sentí confortado, de nuevo en mi mundo, No podía dejar de pensar en ese hombre que ante mis ojos corrió y murió. Menos mal que no le vi la cara, me dije. Cuando le conté el asunto a un amigo, me explicó: «Fue un fusilamiento».

Si alguien hubiera conocido mi estado de ánimo durante los hechos, hubiera pensado que soy muy valiente. La verdad es que no tuve miedo, durante la acción, porque me faltó tiempo para convencerme de lo que pasaba; y después, porque ya había pasado. Además, la situación me pareció irreal. La corrida, menos rápida que esforzada; los balazos, de utilería. Tal vez el momento de los tiros se pareció a escenas de tiros, más intensas, más conmovedoramente detalladas, que vi en el cinematógrafo. Para mí la realidad imitó al arte. Ese momento, único en mi vida, se parecía a momentos de infinidad de películas. Mientras lo vi, me conmovió menos que los del cine; pero me dejó más triste.

Nadie somete a pruebas tan duras nuestra capacidad para la convivencia como una madre. Escena típica: la madre, atenta a cualquier ocupación del momento, quizá a la de contarme algo; el hijo, atareado en la destrucción a mansalva de mis cosas; yo, absorto en lo que me dice la madre. Si un sobrecogedor estrépito justifica la fugaz desviación de la mirada hacia el niño y los restos del candelabro, acompaño el movimiento con una sonrisa de franca satisfacción, pues toda madre vuelca en su hijo su susceptibilidad extrema y no perdonará a quien, siquiera una vez, lo desapruebe.

Sé de una madre a quien la lectura del párrafo precedente ofenderá. Le aseguro que al escribirlo no he pensado en ella ni en sus hijos. He pensado en otras; en casi todas las otras.

Me dice: «Lee el número de
Gente
, sobre el gobierno peronista (el que empezó e125 de mayo del 73 y acabó el 24 de marzo de 1976). Uno se entera de muchas cosas que no sabía». No las sabía ella, y tantos otros, que sin embargo contribuyen con sus opiniones equivocadas a la gran opinión general. Recuerdo a mis esperanzados amigos, en París; recuerdo a los que decían que los discursos de Perón les recordaban a los de nuestros mayores estadistas. A lo mejor nombraba en algún discurso de Pellegrini. Yo por aquel tiempo estaba desesperado. Después de leer anoche el número de
Gente
, me entristecí. Había soñado en un ratito la última pesadilla de tres años y recordado la otra, la anterior y espantosa, que empezó en el 43 y concluyó en el 55. Qué país raro, capaz de producir más de siete millones de demonios. Nombres para execración: Ramírez, Farrell, el señor y la señora, el general Lanusse y tantos otros.

Idilio
. Me dijo: «A mi marido no lo dejo porque no tengo dónde irme a vivir con los chicos. Ahora vivimos con mi suegra. Yo le digo: 'Sonría de vez en cuando. Si no, ¿cómo la van a querer?'. Tiene una cara de perros. Pero no es mala. Por lo menos conmigo no es mala, cuando le escribo las cartas de amor. Ahora, si no le escribo es una perra. No sabe escribir y tiene un novio en el campo, que le habla de una chancha que tuvo chanchitos. Yo le leo las cartas, en voz alta, y nos matamos de la risa. Ella no sabe si va a casarse, porque no está segura de que el novio se largue hasta acá. Los hijos no le van a permitir que traiga ese hombre a vivir con ella. Les digo que son egoístas, que la madre necesita un hombre. Se hacen los que no entienden, porque lo que pasa es que tienen miedo de que el hombre se quede con unos ladrillos amontonados, que hay junto a la casa. Yo les digo: 'Bueno, y si se queda con los ladrillos, ¿qué hay? ¿No son de ella?'».

Escena
. Él muy perturbado porque por fin consigue llevar a la mujer a la cama. Ella se deja hacer, pero dice que no está de ánimo. Evidentemente está con la mente en otra cosa, tiene preocupaciones serias.

14 junio 1976
. Los biógrafos de escritores, cuando carecen de documentos o informaciones, recurren a novelas supuestamente autobiográficas del autor y citan párrafos. Esto último es un error. El lector sabe que el autor se llama James Joyce, no Stephen Dedalus, y que en ese párrafo, como en toda ficción, habría parte de realidad y parte de invención.

Hombre de extrema sensibilidad
. El jefe de los jardineros de esa plaza pública observaba atentamente un árbol. Me explicó que realmente lo que observaba era un zorzal, y comentó: «Mire qué lindo es y qué bien canta. En esta plaza hay pájaros porque perseguimos a los chicos que se vienen con hondas. Si usted los deja, matan todos los pajaritos y ni siquiera le dejan un pichón para que venda a la pajarería. Los otros días saqué de un nido un pichón de calandria. El pajarero me dijo que ya tiene la cola larga y que es una maravilla cómo canta. Se acostumbran pronto a la jaula».

7 julio 1976
. Manuel trae para su mujer un pan especial de una panadería de la calle Rodríguez Peña. Pedro, que la odia, comenta: «Entonces, ¿por qué está enferma si quiere comer esas cosas finas?».

14 julio 1976
.
El escritor como gusano de seda
. Al principio del trabajo, porque es difícil sacar algo de la nada. Cuando ya hay algo, cuesta sacar de ese algo, algo más; pero cuando hay bastante, sin dificultad saca uno todo lo que quiere.

18 julio 1976
. Sueño (a la noche, después). En un jardín interior (inexistente) del Jockey Club, donde me encontraba con otras personas, empiezan a caer tenues copos de nieve. Alguien dijo: «Mañana lo leeremos en el diario». Pensé que ese hombre había expresado el deseo de todos los presentes.

22 de julio 1976
.

—¿Qué es eso?

—Nada. Seguramente alguna bomba.

Por lo que pudiera pasar
. Últimamente varias muchachas, aquí y en el extranjero, están escribiendo tesis sobre mí. Entre ellas, ninguna más tonta, ineficaz y fea que la pobre M. El año pasado, me enojé mucho con Silvina porque le dio la dirección de mi hotel en París. Recién llegado, y con lumbago, la noticia de que mademoiselle M. estaba en el hall me cayó pésimamente. Bajé a verla, pero la traté con firmeza, porque intuí que si me descuidaba no me la sacaría de encima. Este año se vino de su provincia a mostrarme la tesis: un mamotreto de quinientas páginas, tan confusamente pensado como torpemente redactado. Las veces anteriores, cuando vino a Buenos Aires, vivió en casa de sus primas; ésta se había peleado con las primas y vivía en un hotel. Dejó entender que estaba corta de fondos. Con el pretexto de la tesis, almorzaba y comía en casa; con el pretexto de pasearnos la perra, empezó a venir a primera hora y a desayunar en casa; con el pretexto de pasar a máquina cuentos de Silvina, se quedó a la tarde, y tomó el té; con el pretexto de pasear a la perra después de comer, se quedó una noche a dormir, porque se había hecho tarde. Uno o dos días después trajo la valija. Desde entonces duerme en casa, siempre está en casa; no sale más que para pasear a la perra o para algún mandado. Creímos que se iba el 6, porque ese día vencía su licencia. No se fue; no habla de irse, y para agravar las cosas anuncia que renunciará a las cátedras, que tal vez no presente nunca la tesis, que desea quedarse en Buenos Aires. Marta la soporta mal; Silvina, que al principio le encontraba virtudes, tampoco la aguanta y la llama
Bartleby
. Yo no le perdono que me obligue a ser guarango con ella. Es tan sonsa, tan torpe, tan desatinada, su conducta parece tan inconcebible, que exaspera. Sin duda notó por fin algo, tal vez el diagonal maltrato que recibe. Los otros días, cuando me enteré de que su nombre materno es G., conté que a una chica G. se la llevaron fuerzas paramilitares y que el marido está prófugo. «¿Marcela G.?», preguntó. «Sí, Marcela» (creo que mencionó su nombre mi informante). «Es mi sobrina», contestó la M. Esa noche lloró con sacudones, pero sin lágrimas. Al día siguiente me habló. Me dijo: «Yo sé lo que usted piensa». Sinceramente le contesté: «No sé a qué se refiere». «Sí, sabe». «Le digo que no sé». «Bueno, quiero aclararle —me dijo— que no tengo nada que ver con la guerrilla». Quedé anonadado. Furioso le dije: «Nunca se me ocurrió que usted tuviera nada que ver con la guerrilla». «Bueno —contestó— pero como hoy nunca se sabe y en mi provincia tanta gente pertenece… Mi amiga más íntima, mi colaboradora de siempre, resultó ser guerrillera, lo que yo nunca había sospechado. A mí me aconsejaron alejarme, no volver por un tiempo». De pronto entendí todo: su pelea con las primas, que ahora no quieren hospedada; su inaudita intromisión en casa, de la que no sale nunca; su renuncia a las cátedras. En verdad no creo que me exponga: una persona como ésta no puede estar en una organización extremista, por estúpida que sea.

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