—Lo que de forma inevitable nos lleva de vuelta a la controvertida cuestión de mi obra de arte, supongo.
—Algo ofendió a alguien lo bastante como para destruir su hábitat —prosiguió Dreyfus—. Puede que su obra tuviera algo que ver con ello.
—Otra vez el tema de los celos.
—Me pregunto si fue algo más que eso. Puede que chocara contra una cuestión políticamente sensible al elegir a Philip Lascaille como tema.
—Creo que no le sigo.
—No me malinterprete, pero he mirado su historia como artista y hasta hace muy poco no era muy conocida. Luego, de repente, bueno, no quiero decir que se convirtiera en una celebridad de la noche a la mañana, pero de repente se empezó a hablar de su trabajo, y sus obras empezaron a venderse a buen precio.
—Esas cosas ocurren.
—Parece que su trabajo comenzó a llamar la atención en la época en que empezó a trabajar en la serie Lascaille.
Delphine se limitó a encogerse de hombros.
—He trabajado en muchas secuencias temáticas. Esta solo es la más reciente.
—Pero es la que hizo que la gente se fijara en sus trabajos, Delphine. Por alguna u otra razón, sucedió algo. ¿Por qué eligió el tema de Lascaille?
—No entiendo muy bien adonde quiere ir a parar, prefecto. Lascaille y todo lo que le sucedió forma parte de nuestra historia compartida. Ya existen un millón de trabajos inspirados en su visita a la Mortaja. ¿Por qué le sorprende que yo haya incorporado una figura trágica y familiar al mío?
Dreyfus hizo un gesto ambiguo.
—Pero fue algo que ocurrió hace mucho tiempo, Delphine. Nos remontamos a la época de los ochenta. Esas heridas curaron hace muchos años.
—Eso no significa que no haya interés en el tema —replicó ella.
—No lo niego, pero ¿se le ha ocurrido pensar que pudo haber dado con algo que era mejor no tocar?
—¿Con Lascaille?
—¿Por qué no? El hombre se volvió loco. Apenas era capaz de alimentarse solo. Dicen que se ahogó a sí mismo en el Instituto Sylveste para Estudios sobre los Amortajados. Eso molestó mucho a las otras organizaciones interesadas en los amortajados. Hacía mucho tiempo que querían ponerle la mano encima a Lascaille para mirar dentro de su cerebro y ver qué diablos le había sucedido. Luego se dijo que se había ahogado a sí mismo en un estanque.
—Es más que probable que quisiera suicidarse. ¿No estará sugiriendo que lo asesinaron?
—Solo que su muerte no benefició a Casa Sylveste.
—A ver si lo entiendo: ¿usted cree que alguien nos mató a mí y a mi familia, por no mencionar a todo un hábitat, porque tuve la temeridad de hablar de Philip Lascaille en mi trabajo?
—No lo sé —admitió Dreyfus—, pero me ayudaría saber que no tuvo ninguna intención de ofender a los Sylveste.
—¿Habría sido un crimen?
—No, pero si quería provocar una respuesta con su obra, no habría sido sorprendente recibir una.
—No puedo especular sobre los motivos de la familia Sylveste.
—Pero puede decirme por qué eligió a Lascaille.
Ella lo miró con desdén, como si solo ahora apreciara su verdadera valía.
—¿Cree que es tan sencillo? ¿Cree que puedo articular las razones por las que elegí ese tema como si estuviera eligiendo el color de una silla?
—No estoy diciendo…
—Entiende muy poco el proceso creativo, prefecto. Es una pena; lo compadezco. Debe de ver el mundo en términos muy planos y mecanicistas. Supongo que vive en un mundo aplastante, reglamentado, desalmadamente predecible. El arte, cualquier cosa que no pueda describirse en términos de procedimiento estrictamente, es completamente ajeno a usted, ¿verdad?
—Conocía a mi esposa —dijo Dreyfus en voz baja.
—¿Disculpe?
—Era artista.
Delphine lo miró durante un largo instante, y su expresión se suavizó.
—¿Qué le sucedió? —preguntó.
—Murió.
—Lo siento —dijo Delphine en un tono de voz genuinamente arrepentido—. Lo que acabo de decirle ha sido cruel e innecesario.
—Tiene razón. No tengo talento para el arte. Pero pasé el tiempo suficiente con mi esposa para entender algo del proceso creativo.
—¿Quiere contarme lo que le sucedió?
Dreyfus la miró con dureza.
—Creo que la frase es «quid pro quo».
—Yo no necesito saber nada sobre su esposa, pero usted sí que necesita saber sobre mi obra.
—Pero siente curiosidad. Lo noto.
Ella suspiró y lo miró.
—Dígame qué clase de artista era.
—Valery no tenía mucho talento —dijo Dreyfus—. Lo descubrió lo bastante pronto en su carrera como para no sentirse demasiado apenada o decepcionada cuando conoció a verdaderos genios. Pero quería encontrar la manera de convertir el arte en su vocación.
—¿Y?
—Lo consiguió. Valery comenzó a interesarse en el arte creado por las inteligencias artificiales. Su misión era demostrar que era tan válido como el arte humano; que no había ninguna chispa creativa esencial que exigiera la participación de una mente de carne y hueso.
—Resulta tranquilizador, dado que parece que ya no soy una inteligencia de carne y hueso.
—Valery habría insistido en que se tomara su arte tan en serio ahora como cuando estaba viva. Pero no le interesaba tanto lo que podían producir las simulaciones de nivel beta como el arte creado por inteligencias que no tenían antecedentes humanos. Eso fue lo que la llevó al ISIA.
—El nombre me suena.
—El Instituto Sylveste de Inteligencia Artificial.
—Otra vez esa familia.
—Sí, tienden a aparecer con frecuencia.
—¿Qué querían de su esposa, prefecto Dreyfus?
—En el ISIA estaban construyendo inteligencias artificiales basadas en un montón de arquitecturas neurales diferentes. A Valery la asignaron al Laboratorio de Estudios Cognitivos, un departamento dentro del ISIA. Su función era evaluar el potencial creativo de esas nuevas mentes, con objeto de crear una generación de inteligencias de nivel gamma capaces de resolver problemas mediante la intuición, no a través del análisis paso a paso. —Dreyfus se tocó el labio superior con el dedo—. Valery intentó convencer a aquellas máquinas para que hicieran arte. Hasta cierto punto, consiguió algo de ellas. Pero se parecía más al pintarrajeo de un niño que a la verdadera expresión creativa. Valery estaba a punto de renunciar a encontrar algo con impulso artístico cuando le presentaron una nueva máquina.
—Espere un minuto —dijo Delphine, descruzando los brazos—. Sabía que había oído hablar del ISIA. ¿No es allí donde ocurrió lo del Relojero?
Dreyfus asintió.
—Esa era la máquina. Su origen era oscuro: existía secretismo y rivalidad interdepartamental en el seno del ISIA, como en cualquier organización de esa naturaleza. Lo que estaba claro era que alguien había creado una mente artificial completamente diferente a las demás. No era solo un cerebro en una botella, sino una entidad robótica autónoma capaz de moverse e interactuar con su entorno. Cuando mi esposa lo conoció, ya estaba haciendo cosas. Juguetes. Puzles. Pequeños adornos y objetos de arte. Relojes y cajas de música. Pronto comenzó a hacer más relojes que cualquier otra cosa.
—¿Usted lo conoció en esa época?
—Solo a través de lo que mi esposa me contaba. Pero me preocupó. La capacidad del Relojero para manipular su entorno y alterar su propia estructura sugería un robot de avanzada tecnología de replicación, la clase de cosa que se suponía que Panoplia tenía que vigilar.
—¿Qué dijo Valery?
—Me dijo que no me preocupara. En su opinión, el Relojero no era más peligroso que un niño ansioso por agradar. Le dije que esperaba que no cogiera una rabieta.
—Presentía las posibilidades.
—Nadie sabía de dónde procedía, ni quién lo había creado.
—Tenía razón al preocuparse.
—Un día hizo algo perverso. El reloj número doscientos catorce no parecía diferente de la docena que lo había precedido. No fue Valery quien lo encontró, sino otra investigadora del ISIA, una mujer llamada Krafft. A las doce cincuenta y ocho de la mañana cogió el reloj para llevárselo a la zona de análisis. Iba de camino hacia allá cuando el reloj marcó las trece. Un resorte en forma de púa salió de la esfera y la apuñaló en el pecho. Le atravesó las costillas y el corazón. Murió al instante.
Delphine se estremeció.
—Entonces comenzó todo.
—Perdimos contacto con el ISIA a las trece y veintiséis, menos de media hora después de que Krafft descubriera el reloj número doscientos catorce. El último mensaje claro era que algo había huido y estaba matando o mutilando a todas las personas que encontraba a su paso. A pesar de ello, encontró tiempo para detenerse y hacer relojes. Absorbía materiales en su cuerpo y vomitaba relojes en funcionamiento unos segundos después.
—¿Qué le ocurrió a su esposa? ¿El Relojero la mató?
—No —dijo Dreyfus—. No fue así como murió. Lo sé porque un equipo de prefectos entró en el ISIA una hora después del comienzo de la crisis. Establecieron contacto con un grupo de investigadores que se escondían en una sección diferente de las instalaciones. Habían conseguido acorralar al Relojero tras unas barreras de descompresión de emergencia, en una mitad del hábitat. Mi esposa era una de las supervivientes, pero los prefectos no pudieron llegar hasta ellos, ni evacuarlos. Se concentraron en neutralizar al Relojero y en reunir sus artefactos para estudiarlos. Jane Aumonier fue la única de aquellos prefectos que salió con vida. También fue la única en sobrevivir a un encuentro directo con la entidad.
—¿Jane Aumonier?
—Mi jefa: la prefecto supremo. Seguía viva cuando la encontramos, pero el Relojero le había insertado algo en la nuca. Le dijo que el dispositivo la mataría si alguien intentaba quitárselo. Pero eso no fue todo. Los prefectos tenían sesenta minutos para llevársela a Panoplia y meterla en una esfera ingrávida. Al cabo de los sesenta minutos, el dispositivo la ejecutaría si alguien, o algo, se acercaba a menos de siete metros y medio de distancia.
—Es horrible.
—Y ahí no acabó todo. El escarabajo (así es como llamamos al dispositivo) no la deja dormir. No es que la mantenga despierta de forma artificial. Su cuerpo está deseando dormir. Pero si el escarabajo detecta alguna señal de inconsciencia, la matará. Las drogas han mantenido a Jane en un estado de consciencia permanente durante once años.
—Tienen que poder ayudarla de algún modo. Todos los recursos de este lugar, del Anillo Brillante…
—No sirven de nada contra el ingenio del Relojero. Eso no quiere decir que no haya buenos hombres y mujeres dedicados en cuerpo y alma a encontrar la manera de librar a Jane de su tormento. —Dreyfus se encogió de hombros—. Se lo extraeremos de un modo u otro. Pero tendremos que estar seguros antes de intentarlo. El escarabajo no nos dará una segunda oportunidad.
—Siento lo de su jefa. Pero aún no me ha contado lo que le sucedió a su esposa. Si estaba aislada del Relojero…
—Después de sacar a Jane, sabíamos que no tenía sentido enviar a más prefectos. Los habría despedazado, o algo peor. Y el Relojero estaba empezando a romper las barricadas. Solo era una cuestión de tiempo que campara a sus anchas por el ISIA. Desde allí, dada su velocidad e inteligencia, podía saltar a otro hábitat, a algún lugar con millones de ciudadanos.
—No podían arriesgarse.
—Albert Dusollier, el prefecto supremo en aquella época, tomó la decisión de bombardear el ISIA. Era la única manera de asegurarse que el Relojero no escapara.
Delphine asintió lentamente.
—Recuerdo que lo destruyeron. No sabía que había gente dentro.
—Nunca se ocultó, pero la mayoría de los informes se centraron en lo que se había evitado, no en los costes de la acción.
—¿Estaba usted allí cuando ocurrió?
Dreyfus sacudió la cabeza de forma automática.
—No. Estaba al otro lado del Anillo Brillante cuando estalló la crisis. Intenté regresar lo antes posible; esperaba encontrar la manera de enviarle un mensaje a Valery. Pero no llegué a tiempo. Vi el estallido cuando destruyeron el ISIA.
—Tuvo que ser muy duro para usted.
—Al menos el Relojero no tuvo tiempo de llegar hasta Valery.
—Siento la muerte de su esposa, prefecto. Me habría gustado conocerla. Creo que habríamos podido hablar de muchas cosas.
—Estoy seguro.
Al cabo de un momento, Delphine dijo:
—Ahora recuerdo el nombre de Dusollier. ¿No le sucedió algo después de la crisis?
—Tres días después lo encontraron muerto en su habitación. Se mató con un látigo cazador en modo espada.
—¿No podía vivir con lo que había hecho?
—Eso parece.
—Pero seguro que no tuvo alternativa. Tuvo que someter a votación el uso de las armas nucleares. Los ciudadanos le dieron su apoyo.
—Está claro que no fue suficiente para él.
—¿No hubo explicación, una nota de suicidio?
Dreyfus vaciló. Había dejado una nota. Él mismo la había leído usando el privilegio Pangolín.
«Cometimos un error. No deberíamos haberlo hecho. Siento lo que hicimos a esas personas. Que Dios los ayude. »
—No hubo ninguna nota —le dijo a Delphine—. No hubo ninguna nota, igual que no hubo un intervalo anómalo de seis horas entre el rescate de Jane Aumonier y la destrucción del ISIA. No hubo ningún intervalo, igual que no hubo ninguna conexión inexplicable con la nave
Atalanta
, que fue trasladada de su órbita anterior a una posición muy cercana al ISIA a la hora exacta en que comenzó la crisis.
No había más misterios. Se lo había explicado todo.
—Sigo sin entender por qué se mató Dusollier —dijo Delphine.
Dreyfus se encogió de hombros.
—No pudo perdonarse lo que había hecho.
—¿A pesar de que era lo único que podía hacer?
—A pesar de ello.
Delphine pareció reflexionar sobre las palabras de Dreyfus antes de proseguir.
—¿Había una copia de nivel beta de su esposa?
—No —respondió Dreyfus.
—¿Por qué no?
—Valery no creía en ellas. Se negaba a aceptar que una simulación de nivel beta fuera algo más que una carcasa que camina y habla. Puede que tuviera su aspecto y hablara como ella, que imitara sus respuestas de forma muy precisa, pero no sería ella. No tendría una vida interior.
—Y usted también lo cree, porque es lo que ella creía.