—Si encuentra problemas —dijo Baudry—, no podremos prescindir de un equipo técnico para ayudarla.
—No encontraré ningún problema —respondió Thalia.
Baudry no pareció inmutarse.
—Parece usted extraordinariamente segura de sí misma. Ninguna actualización de un núcleo de voto es rutinaria, Ng. Si desactiva la abstracción local y luego no puede volver a activarla, tendrá un motín ante sus narices. Un látigo cazador no la ayudará demasiado en esa situación.
—Le prometo que no habrá dificultades técnicas. Aparte de algunos séniores, nadie tiene que saber que estoy en los hábitats.
—Lo que dice tiene sentido —dijo Gaffney con el tono de voz de un hombre que no estaba de humor para discutir—. Una parte de mí dice que esperemos hasta que podamos dedicarle toda nuestra atención. Otra parte dice: «diablos, si ella cree que puede hacerlo sin ayuda… ».
—Puedo hacerlo, señor —respondió Thalia.
—Quizá deberíamos pasarle la pelota a Jane —dijo Crissel.
—La prefecto supremo pidió de forma expresa que no se la molestara con cuestiones menores —dijo Baudry—. Ya dejó totalmente claro que solo podría concentrarse en una cuestión a la vez.
Gaffney hizo una mueca, indeciso.
—¿Sesenta horas, ha dicho?
—A partir de ahora, señor. Puedo salir de inmediato para Nueva Seattle-Tacoma. —Thalia hizo un gesto con la cabeza y señaló la trayectoria de la línea roja del láser—. La conjunción es favorable. Asígneme un cúter y estaré dentro de Sea-Tac en dos horas.
—De acuerdo —dijo Gaffney—. Le daremos un cúter. Pero no puede llevarse armas ni corazas.
—No les decepcionaré —dijo Thalia.
—Supongo que necesitará autorizaciones de un solo uso para acceder a los núcleos.
—Solo cuatro, señor. La mayor parte del trabajo no exigirá cambios a un nivel profundo, así que debería poder arreglármelas con ventanas de acceso de seiscientos segundos.
—Le pediré a Vantrollier que las prepare. —Gaffney la miró con un gesto de advertencia—. Es usted buena, Ng. Ninguno de nosotros necesita convencerse de ello. Pero eso no significa que vayamos a ponérselo fácil si las cosas salen mal. Ahora el asunto está en sus manos. No la cague.
—No lo haré, señor.
—Bien. Entonces salga ahí afuera y actualice esos núcleos.
La galería de relojes abarcaba dos largas paredes, y cada pieza descansaba en una vitrina de cristal con una pequeña placa negra que señalaba la fecha y la ubicación exacta de la construcción del objeto, junto con cualquier otra observación significativa. Como de costumbre, Dreyfus no tenía intención de detenerse en su camino hacia el santuario particular del Laboratorio del Sueño del doctor Demikhov. Pero algo hizo que se detuviera, seleccionara uno de los relojes y usara su autorización Pangolín para abrir la vitrina, sacar aquel artefacto maligno y sostenerlo entre sus manos. Esta vez eligió un reloj que no creía haber examinado antes, uno lo bastante oscuro y sin ornamentos como para haber escapado a su curiosidad en anteriores ocasiones.
Podía escuchar el tictac detrás del cristal. Uno de los técnicos de Demikhov debía de haberle dado cuerda.
Leyó la placa:
Reloj n.° 115
Encontrado: LSC, ISIA, 13: 54, 17: 03: 15 YST.
Persona que lo encontró: Valery Chapelon.
Tiempo empleado en la construcción: desconocido.
Materias primas: aleaciones ferrosas comunes.
Origen de las materias primas: desconocido.
Movimiento: escape de áncora de doble rueda.
Observaciones: el microscopio electrónico revela formas fractales
de escala atómica en la parte superior derecha. La naturaleza
de las formas fractales es desconocida, pero es posible que imite
el detalle visible en el eje del péndulo del reloj n.° 341.
Estado: en funcionamiento.
Trampas explosivas conocidas: ninguna.
Víctimas mortales asociadas: ninguna.
Nivel de peligro estimado: bajo.
Dreyfus abrió el panel de cristal. El tictac del reloj se hizo más audible. Puso las manos a ambos lados de la caja metálica negra, levantó el reloj por su base y lo sostuvo al nivel de los ojos. Como todos los relojes, era sorprendentemente pesado, de mecanismos densos, pero no tenía ningún delicado ornamento dorado ni aristas afiladas. Su elegante aspecto desentonaba con la complejidad y la precisión del mecanismo interior. Ningún cristal protegía la esfera. Las agujas eran briznas marchitas de metal batido, las marcas de las horas, puntitas soldadas de forma irregular.
Dreyfus odiaba sostener aquellos relojes. Pero cada vez que peregrinaba hasta el Laboratorio del Sueño, no podía resistirse a hacerlo. Los modelos del escarabajo en el laboratorio de Demikhov eran detallados, pero Jane Aumonier era la única que podía tocar el escarabajo de su nuca. Los cuatrocientos diecinueve relojes que había en total eran el único vínculo tangible con la propia entidad.
Durante mucho tiempo, Dreyfus se había preguntado si los relojes contenían algún mensaje oculto. A lo largo de su prolongada encarcelación en el ISIA, la entidad había fabricado relojes cada vez más sofisticados. Los estudiosos habían concluido que la entidad aprendía con cada reloj, inventando e innovando a medida que progresaba.
Ahora esta teoría se consideraba incorrecta. El análisis de los detalles microscópicos grabados en el engranaje principal del reloj treinta y cinco reveló unos refinamientos —un elegante escape saltamontes y un péndulo de parrilla— similares a los del reloj trescientos ochenta y ocho. Puesto que a la entidad se le había prohibido el acceso a sus artefactos en cuanto los descubrieron, solo había una conclusión posible: el Relojero siempre supo lo que hacía.
Eso quería decir que podía haber estado planeando su juerga asesina mientras los investigadores pensaban que estaban tratando con algo tan inocente y cándido como un niño, que no deseaba otra cosa aparte de que le permitieran hacer relojes.
Lo que a su vez quería decir que cualquier reloj podía contener un mensaje que aún no había sido descifrado: un mensaje que hablara de las intenciones del Relojero para la mujer que más tiempo había pasado con él, la que creía conocerlo mejor que nadie. ¿La había odiado a ella más que a cualquiera de los otros?
Dreyfus no lo sabía, pero esperaba que algún día un reloj le revelara algo.
Pero hoy no.
Volvió a colocar el reloj ciento quince con cuidado en su sitio, y luego cerró la ventana. A su alrededor, el tictac de los otros instrumentos se hizo más insistente, sincronizándose y desincronizándose con sutiles ritmos hasta que el intimidante ruido lo obligó a seguir adentrándose en el Laboratorio del Sueño.
La única ocupación del departamento de Demikhov durante los últimos once años había sido extraer el escarabajo. Cada centímetro cuadrado del Laboratorio del Sueño más allá de la galería de los relojes (que en sí misma ya ofrecía una visión de la mentalidad del Relojero) testimoniaba ese esfuerzo: las paredes y los tabiques resplandecían con esquemas seccionales del escarabajo y su huésped, garabateados con once años de notas y comentarios escritos a mano. El cráneo y la nuca de Jane Aumonier aparecían representados desde cualquier ángulo imaginable. Usaban potentes escáneres que funcionaban a más de siete metros de distancia y analizaban su estructura nerviosa y circulatoria. Los sensores metálicos que el escarabajo había introducido en su médula espinal aparecían en múltiples secciones transversales, a diferentes grados de penetración estructural. El cuerpo principal del escarabajo, agarrado a su nuca, había sido objeto de la misma variedad de análisis. Los detalles interiores aparecían en fantasmales capas de color pastel.
Dreyfus tocó ciertos paneles, e hizo que las animaciones adquirieran vida. Eran simulaciones de intentos de rescate que se consideraban insatisfactorios. Dreyfus había oído que el mecanismo del escarabajo solo necesitaría seis décimas de segundo para matar a Aumonier, lo que significaba que si podían introducirle una máquina para desarmar al escarabajo en menos de medio segundo, tal vez podrían salvarla. Pero no envidiaba a la persona que tuviera que tomar la decisión sobre el momento de entrar. No sería Aumonier: era una responsabilidad de la que había abdicado hacía mucho tiempo.
Dreyfus se detuvo junto a uno de los bancos y cogió un escarabajo moldeado en plástico translúcido ahumado. Había docenas como aquel cubriendo los bancos en varios estados de desmantelamiento. Sus detalles internos diferían, dependiendo de la manera en que se habían interpretado los escaneos. Las estrategias de rescate dependían de análisis infinitamente sutiles. El equipo de Demikhov estaba compuesto por diferentes equipos que estudiaban planes opuestos. Más de una vez, habían estado a punto de llegar a las manos por defender la estrategia a seguir. Parecían monjes discutiendo sobre las diferentes interpretaciones de las Escrituras, pensó Dreyfus. La tranquila presencia de Demikhov era lo único que impedía que toda la operación se fuese al garete. Había estado haciéndolo durante once años, sin ninguna recompensa visible.
Estaba trabajando, inclinado sobre un banco, inmerso en un debate en voz baja con tres miembros de su equipo. La superficie de trabajo estaba cubierta de herramientas y secciones del escarabajo. Sobre la mesa había un modelo anatómico de un cráneo hecho de partes desmontables en cristal, en el que se veían la estructura de la nuca y de la espina dorsal. Unos rotuladores luminosos señalaban las zonas vulnerables.
Demikhov debió de oír que Dreyfus se acercaba. Se quitó las gafas y usó los dedos para apartarse unos mechones de cabello lacio que le caían sobre la frente. La tenue luz roja del Laboratorio del Sueño no mejoró ni un ápice la cara chupada de Demikhov. Dreyfus nunca había conocido a nadie con un aspecto tan envejecido.
—Tom —dijo con una sonrisa cansada—. Me alegro de verte.
Dreyfus le devolvió la sonrisa.
—¿Alguna novedad?
—No tenemos ninguna estrategia nueva, aunque hemos conseguido recortar el plan Tango en dos décimas de segundo.
—Buen trabajo.
—Pero no lo bastante como para entrar.
—Os estáis acercando.
—Poco a poco. Muy poco a poco.
—Jane es paciente. Sabe que estáis haciendo un gran esfuerzo.
Demikhov miró fijamente a Dreyfus, como si estuviese buscando una pista.
—Has hablado con ella últimamente. ¿Cómo está? ¿Cómo lo lleva?
—Todo lo bien que cabe esperar.
—¿Te ha…?
—Sí —respondió Dreyfus—. Me ha contado las novedades.
Demikhov cogió uno de los modelos y le quitó el envoltorio gris pálido. Las partes internas eran de color azul y violeta y resaltaban circuitos de control, cables eléctricos y procesadores. Le insertó un estilete blanco en las tripas y lo golpeó ligeramente contra un complicado nexo de líneas violetas.
—Esto ha cambiado. Hace una semana, solo había tres líneas que llegaban hasta este nódulo. Ahora hay cinco. —Movió el estilete hacia la derecha—. Y este ensamblaje mecánico se ha movido dos centímetros. Fue un movimiento repentino. No sabemos a qué se deben los cambios.
Dreyfus miró a los otros técnicos del laboratorio. Imaginaba que estaban al corriente de la situación, o Demikhov no habría hablado tan abiertamente de ello.
—Se está preparando para algo —dijo.
—Eso me temo.
—¿Por qué ahora, después de once años?
—Seguramente está leyendo los niveles de estrés.
—Eso es lo que ella me dijo —dijo Dreyfus—, pero esta no es la primera crisis que hemos tenido en los últimos once años.
—Quizá sea la primera vez que es tan grave. Por desgracia, se está reforzando a sí mismo. Solo podemos esperar que su elevado nivel de hormonas no provoque otro cambio.
—¿Y si lo hace?
—Tendremos que reconsiderar el margen de seguridad que siempre hemos protegido tanto.
—¿Lo harías?
—Si creyera que esa cosa iba a matarla, sí.
—¿Y mientras tanto?
—Lo habitual. Hemos alterado su régimen terapéutico. Más drogas. No le gustan, dice que le atontan la conciencia. Se las sigue administrando ella misma. Estamos pisando una línea muy fina: tenemos que calmarle los nervios, pero no podemos dejar que se duerma.
—No os envidio.
—Nadie nos envidia, Tom. Ya nos hemos acostumbrado a ello.
—Tienes que saber una cosa. Las cosas no van a mejorar para Jane de momento. Estoy trabajando en un caso que puede causar revuelo. Jane me ha dado luz verde para que siga mi investigación hasta donde me lleve.
—Es tu deber.
—Me preocupa cómo se tome las cosas si la crisis empeora.
—No se retirará, si es eso lo que te preguntas —dijo Demikhov—. Lo hemos hablado un millón de veces.
—No esperaba que dimitiera. Ahora mismo lo único que la mantiene cuerda es su trabajo.
Dreyfus se sentó frente a su mesa negra y baja y bebió un poco de té recalentado. La pared situada frente a él, que normalmente exhibía el mosaico de caras, ahora mostraba una sola imagen. Era una imagen de la roca esculpida, la que Sparver y él habían encontrado en las ruinas calcinadas de Ruskin-Sartorious. Los forenses la habían traído hasta Panoplia y la habían escaneado a una resolución de nivel micrón. Un entramado de color rojo neón resaltaba la estructura tridimensional, que de otro modo habría resultado difícil de ver.
—Hay algo que no entiendo —dijo Sparver, sentado a su lado en la mesa—. Tenemos a los asesinos, por mucho que Dravidian quisiera convencernos de lo contrario. Tenemos el móvil y el vehículo. ¿Por qué nos obsesionamos con la obra de arte?
—Hay algo en ella que me molesta desde la primera vez que la vimos —dijo Dreyfus—. ¿No sientes lo mismo?
—No la colgaría en mi pared. Aparte de eso, no es más que una cara.
—Es la cara de alguien que sufre. Es la cara de alguien que mira al infierno sabiendo que es allí donde va. Y, además, es la cara de alguien que sé que conozco.
—Pues yo solo veo una cara. De acuerdo, no es la cara más alegre del mundo, pero…
—Lo que me molesta —dijo Dreyfus, como si Sparver no hubiera hablado— es que estamos mirando el trabajo de una artista poderosa, alguien que controla su arte a la perfección. Pero ¿por qué no he oído hablar antes de Delphine Ruskin-Sartorious?
—Tal vez no haya prestado atención.
—Eso es lo que yo pensaba. Pero cuando busqué información sobre Delphine, apenas encontré nada. Estuvo exhibiendo durante más de veinte años, pero la mayor parte de ese tiempo no tuvo ningún éxito destacable.