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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Prefecto (20 page)

BOOK: El Prefecto
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—Pero un prefecto podría hacerlo —dijo él—. Sobre todo si tuviese una autorización Pangolín.

—Estaba manteniendo nuestra conversación dentro de los límites de lo posible —dijo Trajanova—. Se me ocurren un millón de razones por las que nuestros enemigos querrían destruir las turbinas de búsqueda. ¿Pero un prefecto, alguien dentro de la organización? ¿Quieres decir un traidor?

—Estoy sopesando todas las posibilidades. No resulta tan inverosímil, ¿no?

—Supongo que no —dijo Trajanova, mirándolo fijamente—. Después de todo, tenemos a la hija de un traidor dentro de la organización. ¿Has hablado con ella últimamente?

—¿Con Thalia Ng? No, está demasiado ocupada haciendo un excelente trabajo sobre el terreno. —Le sonrió con frialdad—. Creo que ya hemos acabado, ¿no?

—A menos que quieras ayudarme a limpiar este caos.

—Se lo dejaré a los especialistas. ¿Cuánto tiempo tardaremos en poder usar las otras turbinas?

Ella miró por encima del hombro los otros tubos intactos.

—Tendremos que realizar una comprobación exhaustiva para asegurarnos de que no se hayan producido fallos de estrés. Trece horas, como mínimo, antes de arriesgarme a que giren. Incluso entonces las haré funcionar a baja velocidad. Siento si eso le causa molestias, prefecto.

—No es que me cause molestias a mí. Lo que me preocupa es que esté beneficiando a alguien. —Dreyfus se frotó el polvo del rabillo de los ojos, que había empezado a acumularse en molestos terrones grises—. Sigue considerando la posibilidad de un sabotaje, Trajanova. Si encuentras algo, quiero saberlo de inmediato.

—Quizá me ayudaría que me hablases de la pregunta mágica que hiciste —dijo ella.

—Nerval-Lermontov.

—¿Qué pasa con Nerval-Lermontov?

—Quería saber de qué diablos me sonaba ese nombre.

Ella lo miró con frío desprecio.

—No necesitabas las turbinas de búsqueda para eso, Dreyfus. Te lo podría haber dicho yo. O cualquier prefecto con un conocimiento básico de la historia de Yellowstone.

Él ignoró el insulto.

—¿Y?

—Los ochenta.

Era todo lo que necesitaba saber.

La corbeta era un vehículo policial medio, el doble de grande que un cúter y con unas ocho veces más armamento. Las normas de Panoplia dictaban que era la nave más grande que podía pilotar un prefecto, a diferencia de un piloto profesional. Dreyfus tenía el entrenamiento necesario, pero, como siempre en tales cuestiones, prefería que su ayudante lo pilotara, cuando la nave no lo hacía por sí misma.

—No hay mucho que mirar —dijo Sparver cuando una imagen magnificada apareció en uno de los paneles—. Básicamente, un gran trozo de roca no procesada, con una señal que dice «lárgate, tengo dueño».

—La familia Nerval-Lermontov.

—¿Aún no sabe de qué le suena ese nombre?

—Alguien me refrescó la memoria —dijo Dreyfus pensando en la poco cordial conversación con Trajanova—. Resulta que Nerval-Lermontov era una de las familias vinculadas con los ochenta.

—¿En serio?

—Ahora lo recuerdo. Yo era un niño en aquella época, pero todo el sistema se enteró. Los Nerval-Lermontov eran una de las familias que más escándalo armaron.

—¿Perdieron a alguien?

—A una hija, creo. Se convirtió en una especie de emblema para todos los demás. Recuerdo su cara, pero no su nombre. Lo tengo en la punta de la lengua…

Sparver buscó entre sus rodillas y le pasó un compad a Dreyfus.

—Ya he hecho mis deberes, jefe.

—¿Antes de que fallaran las turbinas?

—No las necesité. ¿Recuerda el caso en el que trabajamos hace un par de años, en el que se produjo una pelea por la propiedad de un carrusel construido por una de las familias? Entonces copié montones de información relacionada con los ochenta en mi compad, y aún la conservo, con resúmenes de todos los implicados.

—¿Incluidos los Nerval-Lermontov?

—Mírelo usted mismo.

Dreyfus hizo lo que Sparver le sugería, y se sumergió en las profundidades de la historia de Ciudad Abismo. El artículo tenía varios miles de líneas de longitud, un resumen que fácilmente habría podido ser diez o cien veces más largo si Sparver hubiera seleccionado unos filtros de texto diferentes. Las principales familias del sistema estaban perfectamente documentadas.

Dreyfus llegó a los ochenta. Un nombre saltó a través de cincuenta años de historia.

—Aurora —dijo, con una especie de reverencia—. Aurora Nerval-Lermontov. Solo era una niña. Tenía veintidós años cuando se sometió al experimento de Cal.

—Pobre niña. No me extraña que estuviesen cabreados.

Lo estuvieron
, recordó Dreyfus. ¿Y quién no lo habría estado? Calvin Sylveste había prometido la inmortalidad a sus setenta y nueve voluntarios. Escanearía sus mentes a una resolución subneural y transferiría las estructuras resultantes a máquinas invulnerables. En lugar de ser unas meras instantáneas estáticas, los transmigrantes de Calvin seguirían pensando, sintiendo, en cuanto los hubieran metido en el espacio de un ordenador. Serían verdaderas simulaciones de nivel alfa, y sus procesos mentales no se diferenciarían en nada de los de un ser humano de carne y hueso. El único peligro era que el escaneo se tuvo que realizar con tal rapidez, con tal fidelidad, que resultó destructivo. Las mentes escaneadas fueron destruidas capa a capa, hasta que no quedó nada lúcido.

No habría importado si el procedimiento hubiese funcionado. Todo fue bien durante un tiempo, pero poco después de que el último voluntario se hubiese sometido al proceso (Calvin Sylveste fue el voluntario número ochenta de su propio experimento) comenzaron a surgir problemas con los primeros sujetos. Sus simulaciones se congelaron, o quedaron encerradas en bucles patológicos, o regresaron a niveles de retraimiento autista del universo exterior. El diseño carecía de algún detalle vital, algún impulso animado.

—¿Crees en las coincidencias, Sparver?

Sparver le dio un golpecito a uno de los controles propulsores. La roca había duplicado su tamaño, y los arrugados detalles de su superficie gris ceniza se estaban haciendo más visibles. El asteroide con forma de patata tenía más de dos kilómetros de ancho.

—¿Por qué lo pregunta?

—Me estaba preguntando por qué la familia Sylveste no dejaba de salir en la investigación. Ahora hemos dado con otro.

—Son un gran pulpo. Tarde o temprano chocará contra otro tentáculo.

—Entonces no te parece raro.

—Los Sylveste no eran una organización benéfica. Solo las familias con influencia y dinero pudieron comprar un espacio en el experimento de Cal. Y solo las familias con influencia y dinero pueden permitirse tener rocas como esta. La clave está en los Nerval-Lermontov, no en los Sylveste.

—Intentaron acabar con los Sylveste, ¿verdad?

—Todos lo intentaron. Nadie lo consiguió. Así es su sistema. Nosotros solo vivimos en él.

—¿Y los Nerval-Lermontov? No se ha sabido gran cosa de ellos desde los ochenta, ¿verdad? Ya no son importantes. Si lo fueran, habría reconocido el nombre antes. ¿Qué diablos están haciendo implicándose en el asunto Ruskin-Sartorious?

—Tal vez los usaran. Quizá cuando investiguemos ese lugar encontremos que solo lo usaron para rebotar señales desde algún otro sitio.

Dreyfus sintió que disminuía algo de su euforia anterior. Quizá su querido instinto le había fallado esta vez. Si fuera necesario, podían salir y leer la pila de mensajes, igual que habían hecho con el
router
Vanguardia Seis. Sparver estaba seguro de que podían repetir el proceso, pero ¿y si no era tan fácil rastrear la señal por segunda vez?

Dreyfus estaba reflexionando sobre ese tema cuando la roca lanzó su ataque.

Llegó rápido y sin avisar; solo cuando el asalto terminó fue capaz de reconstruir la secuencia aproximada de acontecimientos. Al otro lado de la roca, pequeñas zonas de la corteza estallaron hacia afuera como si alguien hubiera hecho detonar una docena de minas de bajo rendimiento, regando el espacio con una lluvia de escombros. El ruido del material que llovió sobre la corbeta sonó como si le estuvieran pegando mil martillazos al casco.

Las alarmas comenzaron a chillar, los informes de los daños ocasionados cayeron en cascada sobre los paneles de visualización. Dreyfus oyó el gemido de las armas de la corbeta cuando comenzaron a actualizar su postura defensiva. Sparver murmuró algo ininteligible y comenzó a coordinar la respuesta con entradas de control manual. Pero el ataque aún no había comenzado en serio. Las erupciones en la roca estaban simplemente causadas por la emergencia de las armas ocultas, escondidas bajo diez o veinte metros de material de camuflaje. Salieron unos lanzaproyectiles cinéticos que escupieron su cargamento a la corbeta. Dreyfus se estremeció cuando las paredes de la cabina de la corbeta parecieron embestirlo, pero una parte más fría de su mente le recordó que la corbeta estaba haciendo todo lo posible por proteger a los organismos vivos que había dentro de ella. La pared lo envolvió de pies a cabeza, y formó un capullo instantáneo. Luego sintió que la corbeta daba un brusco viraje, que en cualquier otra circunstancia le habría parecido una aceleración demasiado repentina. Con la poca consciencia que le quedaba, rezó para que la corbeta se hubiera ocupado igual de bien de Sparver.

El viraje los salvó. De lo contrario, el primer proyectil cinético habría dado de lleno en la parte más fina del blindaje de la corbeta. Pero el proyectil impactó de todos modos y abrió una brecha en la parte lateral de la nave, que destruyó las armas y los módulos sensoriales con un estruendo que resultaba desquiciante a pesar de la protección que ofrecía el capullo. La nave volvió a virar de forma brusca, y luego otra vez más, con más fuerza. Dos proyectiles más se estrellaron contra la nave. Luego la corbeta comenzó a devolver algo de lo que había recibido.

Muchas de sus armas habían quedado dañadas por el impacto de los proyectiles, o no podían utilizarse sin presentar una sección transversal demasiado tentadora para los lanzaproyectiles, que seguían activos. Pero sí fueron capaces de responder con una sorprendente concentración de fuerza destructiva. Más que oírlo, Dreyfus sintió el zumbido subsónico de las ametralladoras Gatling. Otra salva de escombros llovió contra el casco: eran las ametralladoras Gatling, que habían agitado todavía más la superficie de la roca y habían lanzado más material al espacio. Luego la corbeta desplegó sus misiles y los escupió como si fueran pepitas. Las ojivas seleccionaron sus objetivos y perforaron cráteres de cien metros de ancho en la corteza.

Las ametralladoras Gatling reanudaron los disparos.

Luego, de repente, todo quedó en silencio excepto por el ocasional sonido metálico de algún pequeño residuo que chocaba contra la nave.

—Estoy funcionando en condición de defensa máxima —dijo la corbeta con voz desalentadamente tranquila y relajada, como si estuviera dando el parte meteorológico—. El análisis situacional indica que la amenaza del objeto ofensivo ha disminuido a categoría gamma. Este análisis puede ser erróneo. Si de todos modos desea que me retire a condición moderada, por favor, emita una orden.

—Puede retirarse —dijo Dreyfus.

El capullo lo soltó. Se sintió como una magulladura de tamaño natural con un dolor de cabeza a juego. Pero no parecía tener nada roto y al menos estaba vivo.

—Creo que esto ha dejado de ser una investigación sin importancia —dijo Sparver.

Dreyfus escupió sangre. En algún momento del ataque se había mordido la lengua.

—¿Qué tal está la nave? —preguntó.

Sparver echó un vistazo a uno de los paneles de estatus.

—Las buenas noticias son que aún tenemos potencia, aire y control de actitud.

—¿Y las malas?

—Los sensores están hechos una porquería y parece que las comunicaciones de gama baja tampoco funcionan. Creo que no podremos llamar a casa para pedir ayuda.

La absurdidad de su apuro irritó a Dreyfus. Aún estaban dentro del Anillo Brillante, en la abundante masa de la civilización humana, a no más de mil kilómetros de la estructura habitada más cercana. Pero para el caso era como si estuvieran fuera del sistema, navegando a la deriva en el espacio interestelar.

—¿Podemos comunicarnos con alguien? —preguntó—. Aún tenemos láseres de señalización. Si podemos hacerle una señal visual a alguna nave que pase, tal vez podamos desviarla de su rumbo.

Sparver ya había invocado un panel de navegación que mostraba todo el tráfico cercano en un radio de cinco mil kilómetros. Dreyfus lo miró fijamente, pero la superficie esférica funcionaba mal, y se llenaba de señales fantasma causadas por el daño que había sufrido la corbeta.

—No hay gran cosa ahí afuera —observó Sparver—. En todo caso, no en un rango de señalamiento manual.

Dreyfus señaló rápidamente con el dedo un eco persistente en el panel, un objeto que se movía con lentitud a través del volumen de exploración.

—Ese es real, y parece que está cerca. ¿Qué es?

—Un carguero de robots, por lo que indica el transpondedor. Seguramente regresa de las fábricas de alta energía situadas en el Ojo de Marco.

—Pasará a tres mil kilómetros de nosotros. Eso no es nada ahí afuera.

—Pero no nos responderá aunque le lancemos una señal directa con el láser. Creo que no tenemos más remedio que renquear hasta casa y esperar que nadie se choque con nosotros.

Dreyfus asintió con tristeza. En los congestionados flujos de tráfico del Anillo Brillante, una nave con la capacidad sensorial dañada era una cosa peligrosa. Y más aun si la tecnología de sigilo volvía a la nave prácticamente invisible.

—¿Cuánto tardaremos?

Sparver cerró los ojos mientras hacía los cálculos.

—Noventa minutos, puede que un poco menos.

—Y luego una hora más antes hasta que consigamos otra nave para volver a salir; o más, si tienen que reasignarla desde algún otro servicio. —Dreyfus sacudió la cabeza—. Demasiado tiempo. Mi instinto me dice que no nos vayamos.

—Pues soltemos una unidad de vigilancia. Llevamos una.

—Eso no nos ayudará si alguien decide largarse en cuanto demos media vuelta.

—No creo que ahí abajo haya nadie.

—Eso no lo sabemos —Dreyfus se estiró para aliviar su espalda, dolorida después de los bruscos virajes de la corbeta—. Por eso tenemos que salir a echar un vistazo. Quizá encontremos un transmisor. Luego podemos llamar a casa.

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