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Authors: Ascensión Fumero Carlos Santamaría

Tags: #Ciencia, Ensayo, Psicología

El psicoanálisis ¡vaya timo! (7 page)

BOOK: El psicoanálisis ¡vaya timo!
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Diversos estudios han tratado de cuantificar el peso de cada uno de estos factores en la terapia psicológica. Algunos de los más citados, tras analizar cientos de situaciones terapéuticas, han concluido que sólo el 15% de la mejoría experimentada por los pacientes puede atribuirse directamente a la técnica psicológica concreta empleada en su tratamiento. Es decir, la mayor parte de esta mejoría se debe a variables relacionadas con la situación del propio paciente y otras incluso con la propia relación personal que mantenga éste con el terapeuta. No debe extrañarnos que, para ciertas personas y en ciertas situaciones, hablar de sus problemas con un psicoanalista sea mejor que no hacerlo con nadie. Aunque siempre puede darse el caso de que no tengamos ningún amigo capaz de soportar nuestros problemas o que nos sobre el dinero. Pero al precio a que está la hora de psicoanálisis (unos 60 euros en España en 2008), en sesiones diarias o semanales durante varios años, y teniendo en cuenta la exigua efectividad demostrada, es preferible buscar a un amigo al que contarle los problemas.

No obstante, el psicoanálisis (o la charla con el amigo) puede tener la consecuencia negativa de disuadir al paciente de acudir a un profesional que utilice un tratamiento efectivo para su problema. En el ejemplo anterior de dejar de fumar, donde existen tratamientos de demostrada —aunque limitada— eficacia, sería una lástima que una persona motivada acabara perdiendo su tiempo y su dinero tumbada en un diván y hablando de los recuerdos de su infancia. Además, ya hemos dicho que el criterio de éxito del psicoanálisis es bastante
sui géneris:
básicamente depende de la opinión del analista. Esto conlleva la desventaja adicional de que raramente se hace un seguimiento de los casos una vez concluido el análisis; es decir, si el psicoanalista considera que una persona ha superado sus problemas, no hay razón para esperar que vuelvan. Sin embargo, no parece que ésta sea la realidad de los trastornos psicológicos. De hecho, es muy frecuente que las personas acudan a consulta precisamente en el momento en que se encuentran peor. El carácter cíclico de algunos trastornos hace que sea muy probable que la persona mejore al poco tiempo, no por efecto de la terapia sino sencillamente porque después del peor momento suele venir uno algo mejor. Renunciar a un seguimiento del caso puede tener graves consecuencias.

Las sesiones de psicoanálisis se utilizan con frecuencia con una intención que no puede calificarse exactamente de terapéutica. Hay personas que acuden al psicoanalista sin tener problemas psicológicos específicos. En ciertas épocas y en ciertos países se ha puesto de moda entre la clase social acomodada (dado el precio de las sesiones) psicoanalizarse por gusto. Además, como ya dijimos, las diversas asociaciones psicoanalíticas exigen que los futuros psicoanalistas completen su psicoanálisis antes de estar capacitados para trabajar. Los criterios para este tipo de análisis son todavía más dudosos que los de un tratamiento. En realidad se trata, simplemente, de que las personas se encuentren satisfechas con la manera en que emplean su dinero. La única consecuencia negativa que se desprende inicialmente de esta práctica es que los psicoanalistas ven artificialmente reforzadas sus hipótesis al llenar su consulta de personas que acuden con una formación previa en psicoanálisis y que tenderán a dar datos favorables a la teoría psicoanalítica. Una consecuencia más grave es la posibilidad de que la propia situación analítica implante en los pacientes falsos recuerdos sobre su vida, tengan problemas mentales o no. Pero este asunto tiene la relevancia suficiente para que lo veamos en mayor profundidad en el capítulo 4, al tratar específicamente de los falsos recuerdos.

Sobre el sexo de los ángeles

Erase una vez un niño que no quería ir al parque. Al parecer, tenía miedo de salir a la calle porque había caballos. Tenía cinco años y temía que algún caballo pudiera morderle. Sus padres eran amigos del prestigioso doctor Freud y le contaron la situación. El caso ha pasado a la historia del psicoanálisis como el de «el pequeño Hans». Para muchos psicoanalistas se trata del primer psicoanálisis infantil, aunque Freud personalmente vio al niño una sola vez; sin embargo, se lo tomó bastante en serio. Enseguida advirtió que el temor del niño era una consecuencia directa del complejo de Edipo. El niño quería volver a casa para ser acariciado por su madre y temía precisamente a los caballos por ser animales, según Freud, con grandes penes y, según el propio Hans, por tener cosas negras alrededor de la boca y los ojos. Esta descripción sirvió a Freud para pensar que el niño identificaba la cara de los caballos con la de su padre, que tenía bigote y gafas. Su padre podría morderle (castrarle) si descubría sus propósitos incestuosos.

Freud hizo lo que pudo por aliviar la situación de aquella familia. Como medida de emergencia pidió a los padres que informaran inmediatamente al niño de que las niñas no tenían pene. Y además, que le advirtieran del origen sexual de su afección. Algo así como: «¿No será que estás asustado por tu padre precisamente porque él siente mucho afecto por tu madre?». En aquella única sesión terapéutica, y en la correspondencia con el padre de Hans, Freud puso todo su empeño en que el niño asumiera que no había razón para temer a su padre. Curiosamente, a lo que Hans temía era a los caballos y mostraba bastante afecto por su padre, claro que Freud interpretaba este hecho como un mecanismo de defensa por «formación reactiva» (es decir, cuando una persona expresa la emoción contraria a la que realmente siente). Algunos terapeutas de diferente orientación interpretaron posteriormente que un hecho narrado a Freud por el padre de Hans podía tener tal vez alguna importancia en el caso: al parecer, poco antes de empezar su fobia a los caballos, el niño había asistido a un grave accidente de un coche de caballos. Freud no dio ninguna importancia a este hecho, al fin y al cabo no tenía nada que ver con el sexo.

La idea de Freud sobre la activa vida sexual infantil fue, sin duda, una de las que le reportaron mayor fama. La mayoría de los psicoanalistas se apresuran a afirmar que esta idea era absolutamente escandalosa en la época victoriana y presentan a Freud como un hombre que luchaba contra los prejuicios más arraigados para colocar la bandera de la ciencia en la colina más inaccesible del prejuicio. La verdad es que la idea en cuestión era extraordinariamente llamativa, y allá donde iba sus conferencias se llenaban de personas ávidas de ver de cerca a aquel doctor de aspecto tan académico y con barba blanca que hablaba todo el rato de sexo. Y dentro de todo aquello, uno de sus argumentos más provocadores era el del complejo de Edipo: los niños alrededor de los cinco años sienten, según Freud, un profundo deseo sexual hacia sus madres, con la consecuencia de querer matar a sus padres para poder así satisfacerlo sin competencia.

Curiosamente, en la misma época otro investigador se refirió al mismo asunto pero alcanzó bastante menos fama: el antropólogo Edvard Westermarck, descubridor del efecto que lleva su intrincado nombre. El efecto Westermarck consiste en que, si dos personas permanecen mucho tiempo juntas durante la infancia de cualquiera de ellas o de las dos, es muy improbable que posteriormente se observe deseo sexual entre ellas. Dicho de otra forma, si hemos conocido desde pequeña a otra persona es menos probable que cuando llegue a la edad adulta nos sintamos atraídos por ella, y recíprocamente, aquella persona tampoco se sentirá atraída por nosotros. Si Freud había atribuido el tabú del incesto a una reacción contra el complejo de Edipo, Westermarck lo consideró una mera consecuencia de cierta tendencia innata: una tendencia implantada por la selección natural para evitar los indeseables efectos de la consanguinidad. Por ejemplo, un estudio epidemiológico reciente indica que entre la población en general un 5% de las personas nace con ciertas malformaciones, pero que este porcentaje aumenta hasta el 40% en casos de consanguinidad directa. No es extraño que la selección natural haya propiciado algún mecanismo para paliar este problema. Investigaciones antropológicas desarrolladas en la segunda mitad del siglo XX parecen confirmar la hipótesis de Westermarck. En ciertas comunidades agrícolas israelí-es, los niños son educados en parejas desde pequeños sin que exista relación biológica entre ellos y se ha descubierto que los matrimonios u otro tipo de relaciones sentimentales son mucho menos probables entre los miembros de estas parejas que con otros miembros de la comunidad. Algo parecido sucedía con una costumbre taiwanesa que consistía en que una familia cedía una hija para que viviera desde pequeña con la familia de su futuro esposo: se halló que tales matrimonios no solían tener éxito por la ausencia de atracción sexual entre los cónyuges.

Las pautas para evitar la consanguinidad no son exclusivamente humanas. Entre los chimpancés, por ejemplo, los machos adolescentes suelen abandonar su grupo para unirse a otro en el cual aparearse. Esta tarea es bastante costosa y algunos de los jóvenes primates hallan la muerte a manos de los machos del nuevo grupo o por los ataques de fieras (al pasar mucho tiempo sin integrarse en el grupo). Comportamientos similares se han encontrado en otras muchas especies, incluso en ardillas y hámsteres, por lo que no parece que dependan de complejos mecanismos psicodinámicos, como mantenía Freud.

A diferencia de los hámsteres, los seres humanos sabemos en la mayoría de los casos quiénes son los miembros de nuestra familia y podemos utilizar mecanismos conscientes para evitar el incesto. Sin embargo, es posible, puesto que el fenómeno no es exclusivo de nuestra especie, que el mecanismo esté «cableado» en nuestros cerebros de otra manera, de forma que pueda ser compartido por otros animales. Por ejemplo, parece que las personas tendemos a rechazar como parejas sexuales no sólo a quienes se han criado con nosotros sino a aquéllos que se parecen demasiado a uno mismo y a los miembros de su familia. Esto es lo que parece demostrar un trabajo experimental publicado recientemente. Mediante el ordenador se manipularon rostros humanos para que tuvieran un cierto parecido con el propio sujeto o con los miembros de su familia. Las personas informaron posteriormente de que estos rostros pertenecían a personas fiables con las que podrían tener una buena amistad. Sin embargo, se sentían menos atraídas sentimentalmente por ellas, tanto para una relación sexual esporádica como para otra a largo plazo, que por otros rostros que no mostraban este parecido. Diríamos que quienes se parecen a los miembros de nuestra familia nos inspiran confianza, pero quienes no se parecen nos atraen más.

Al contrario de lo que plantea el psicoanálisis, no parece que las normas sociales tengan que lidiar con extraordinarias reticencias psicológicas para evitar el incesto. Las personas no se sienten normalmente atraídas por sus hermanos o hermanas o por los miembros más cercanos de su familia y, salvo raras excepciones, la sociedad y los sistemas educativos no parecen especialmente preocupados por ello. Si la tendencia fuera tan generalizada como defiende el psicoanálisis, es decir, si todos los varones se sintieran especialmente atraídos por sus madres y desearan asesinar a sus padres, tal vez la sociedad se hubiera hecho eco de ello.

Más allá del complejo de Edipo, lo más sorprendente del psicoanálisis en este asunto es la idea de que las experiencias sexuales de la primera infancia condicionan todo el desarrollo de nuestra personalidad. Para sustentar esta hipótesis deberíamos partir de dos supuestos: que los niños son capaces de tener vida sexual desde muy temprana edad y que, además, tienen la capacidad de recordar dichas experiencias. Lamentablemente para el psicoanálisis, los dos supuestos parecen ser falsos a la luz de la ciencia. El primero de ellos debe su falsedad al hecho de que el principal órgano sexual del ser humano —el cerebro, contra lo que pensaba Freud— tiene un desarrollo muy tardío en estos asuntos. Precisamente, aquellos aspectos del desarrollo cerebral que son responsables anatómicamente de la sexualidad son los que maduran de forma más tardía. Por ejemplo, el hipotálamo de un niño y el de una niña son idénticos hasta los cuatro años de edad y esta parte del cerebro es la que se encarga de las funciones sexuales. A partir de esta edad, la diferencia es tan paulatina que resulta muy improbable que los supuestos intereses sexuales de niños y niñas difieran durante esa época. Por supuesto, antes de esa edad no existe ningún rastro anatómico en el cerebro que fundamente la adjudicación de una cierta relevancia a las funciones sexuales. Además, desde el punto de vista de la evolución darwiniana, sería muy difícil de explicar que el niño, un varón sin capacidad reproductiva, es decir, sin nada que ganar en términos de procreación, se enfrente sistemáticamente a otro, su padre, que tiene un peso corporal seis veces superior. Deberían existir razones muy poderosas para un comportamiento suicida que contraviene, como decía Mario Bunge y así lo citábamos, principios científicos bien establecidos como, en este caso, el de la selección natural. El psicoanálisis no aporta razón alguna para esta supuesta tendencia.

La segunda razón por la que es difícil que las primeras experiencias sexuales determinen nuestra personalidad es que, aunque tales hechos hubiesen sucedido, sería muy improbable que los recordáramos, aun en la forma oculta que propone el psicoanálisis. Existe un fenómeno curioso relativo al funcionamiento de la memoria humana sobre el que todos hemos pensado seguramente alguna vez: el hecho de que existen unos años de nuestra vida sobre los que no tenemos recuerdo alguno. En psicología se suele denominar a este fenómeno «amnesia infantil» y consiste en que los adultos no son capaces de recordar prácticamente ningún hecho sucedido durante sus tres o cuatro primeros años de vida. Aunque el fenómeno había sido descrito con anterioridad por algunos psicólogos, Freud aportó la primera explicación extensa. Para Freud la amnesia infantil es consecuencia de la represión de sucesos traumáticos. Desde luego, se trata de una explicación incompleta, aun en el caso de que fuera cierta. Para aceptarla, deberíamos suponer que todos los sucesos anteriores a los tres o cuatro años de edad fueron traumáticos. En caso contrario, las personas recordarían algo de lo que les sucedió en esa edad, aunque olvidasen otras cosas. No parece que la vida de los niños sea tan terrible hasta los cuatro años y mejore drásticamente a partir de esa edad, de modo que podamos recordar casi todo lo que nos pasó después y casi nada de lo anterior. La propia existencia de la amnesia infantil imposibilita la influencia de las primeras experiencias en la personalidad del adulto y sume en el dominio del absurdo propuestas como la de Otto Rank a la que nos referimos en el capítulo 1, según la cual el trauma que se produce en el nacimiento es el principal determinante de nuestra personalidad.

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