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Authors: Malcolm Beith

Tags: #Politica,

El Ultimo Narco: Chapo (9 page)

BOOK: El Ultimo Narco: Chapo
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El Chapo aprendió del Padrino cómo sobrevivir y prosperar en el tráfico de drogas. Él ya vivía modestamente, sin muchas fanfarrias o actividades extracurriculares. En 1977 se casó con Alejandrina María Salazar Hernández en una boda sencilla en el pueblo de jesús María, Sinaloa. Los tabloides locales —que en aquel tiempo reportaban rutinariamente las actividades sociales en el área, incluyendo aquellas de los traficantes más importantes— ni siquiera la cubrieron.

El Chapo tuvo tres hijos con Salazar Hernández: César, Iván Archivaldo y Jesús Alfredo. Estableció su hogar en un rancho en el pequeño poblado, a unos 96 kilómetros de Culiacán, en el camino a Badiraguato. La familia no organizaba grandes fiestas, y rara vez se les veía en la gran ciudad. El Chapo quizá se sintiera atraído por la riqueza que el tráfico de drogas ofrecía, pero no estaba interesado en ser parte de la élite social; en cambio, prefería pasar sus horas de asueto bebiendo whisky con sus confidentes más cercanos u ocupándose de su familia. Como su mentor, El Padrino, se cree que ha pasado la mayor parte de su tiempo trabajando, viajando para vigilar embarques y haciendo tratos.

A mediados de los ochenta, El Chapo se volvió a casar, esta vez con Griselda López Pérez, con quien tuvo otros cuatro hijos: Édgar, Joaquín, Ovidio y Griselda Guadalupe. Al mismo tiempo, de acuerdo con la DEa, el joven de La Tuna de Badiraguato no sólo se había convertido en un hombre de familia: se había colocado como uno de los brazos derechos del Padrino. En efecto: estaba listo para ser un patrón o jefe por su propio derecho.

El Chapo estaba listo para hacerse cargo. Había desarrollado un agudo olfato para los negocios y una manera implacable de llevarlos a cabo. No se toleraban la incompetencia ni los errores; cualquiera que lo contrariara era simplemente tachado de la lista. Él y su socio El Mayo estaban supuestamente estableciendo fuertes conexiones también, por ejemplo, con el alcalde de Culiacán.

Para mediados de los ochenta —la impetuosa era Reagan contra las drogas—. México estaba listo para volverse su propio jefe. Esfuerzos antidrogas de las autoridades colombianas con apoyo de Estados Unidos pronto derrocarían a Escobar y su cártel de Medellín. La cocaína colombiana continuaba fluyendo rápido hacia Estados Unidos, pero los antiguamente bien organizados y unidos grupos colombianos estaban perdiendo influencia y los mexicanos vieron una oportunidad; al menos así es como lo recuerdan los sinaloenses. La DEa asegura que fueron los colombianos quienes se dieron cuenta de que sería más redituable darle mayor control a los mexicanos; así no tendrían que arriesgarse a monitorear embarques todo el trayecto hasta la frontera estadounidense y vigilar cada movimiento de los mexicanos.

Por años los narcos mexicanos habían seguido el modelo colombiano y trabajado para sus contrapartes, introduciendo hasta 20 toneladas de cocaína al mes en California y cantidades similares en Texas, que luego se hacían llegar a la costa este de Estados Unidos. Ahora los mexicanos eran capos por derecho propio. También podían producir su propia marihuana y heroína (más adelante, las metanfetaminas aparecerían en el menú), y meterlas de contrabando en Estados Unidos de la manera en que estaban moviendo la cocaína. Podían controlar México y el hemisferio, en vez de que los colombianos lo controlaran por ellos.

Pero mientras los mexicanos obtenían más influencia, una vez más la DEA surgiría como una amenaza para los jefes sinaloenses.

La dea en la refriega

En ese tiempo, el trabajo de la DEa en el territorio de México estaba lleno de riesgos. Campeaba la corrupción en el lado mexicano y nadie en la DEa sabía en quién confiar. Los agentes tenían órdenes de moverse de manera encubierta y buscar fuentes e informantes confiables, pero básicamente operaban solos, sin protección ni inmunidad diplomática. Simplemente se dirigían a México por Arizona o cualquier estado fronterizo en el cual estuvieran destacados, y se ponían en contacto con las fuerzas de policía locales. Aguardaban lo mejor; su modus operandi era «hacer tanto daño como fuera posible», de acuerdo con Michael Vigil, un ex agente de la DEa que estuvo destacado en México durante más de una década.

No había «protección en absoluto», recuerda Vigil. «Básicamente era como improvisar un juego de fútbol americano: no teníamos almohadillas… no teníamos protección, y políticamente recibimos tremendos golpazos a ambos lados de la frontera».

En una ocasión, Vigil y otro agente, Enrique «Kiki» Camarena, organizaron una incursión en un rancho aislado de Sonora donde se cultivaba marihuana. Habían recibido información fidedigna de que había guardias armados en el rancho, así que alquilaron un camión y solicitaron unos treinta soldados del Ejército Mexicano. Cuando llegaron, las balas «empezaron a volar por todo el lugar». Los soldados respondieron el fuego, y todos los narcos, menos uno, huyeron. Luego de unos 30 minutos de resistencia, al final el último hombre cayó.

El Ejército Mexicano casi de la misma forma en que sucede hoy, tiene la política de no tomar prisioneros, y le importa aún menos el proceso judicial. Para borrar cualquier duda que los fiscales pudieran albergar acerca de si el muerto estaba relacionado con el tráfico de drogas, un grupo de soldados llenó sus bolsillos de marihuana. Así era la justicia en aquel tiempo. «México sabía que tenía una guerra en las manos —recuerda Vigil— en aquel entonces no existían los derechos humanos… per se. Hacían lo que fuera necesario en términos de desarticular la violencia en relación con las drogas… era una ley muy dura».

El modus operandi de la DEA, en aquel entonces como hoy, significaba poner en riesgo la vida de sus mejores hombres, pues el trabajo de campo tiene que hacerlo en persona alguien confiable. El agente se encontraría con un traficante, a veces a plena luz del día, en ciudades fronterizas como Nogales, Sonora. Él acudiría a la casa del hombre —o a una ubicación desconocida— y obtendría la heroína o marihuana. El agente no tenía un verdadero respaldo, y debido a que con frecuencia estos encuentros se llevaban a cabo en sitios abiertos a petición del traficante, podía resultar comprometido una vez que se habían hecho los arrestos al otro lado de la frontera si se filtraba información sobre la participación de la DEA.

«Los tiempos eran duros», de acuerdo con Vigil. Pero la DEa tenía a sus mejores hombres en México, añade; poseían «agallas y… mucha ingenuidad. Era como un juego de ajedrez con humanos».

A finales de 1984 las tensiones alcanzaron un punto culmen. Camarena, que para entonces era un veterano de la DEA con 11 años de experiencia, se había vuelto particularmente intrépido. Tenía su sede en Guadalajara y se las arregló para infiltrarse a fondo en el mundo del tráfico de drogas del llamado Triángulo Dorado. Se había vuelto allegado de algunos de los principales traficantes del país, entre ellos El Padrino.

Actuando en respuesta a información proporcionada por Camarena, 450 soldados mexicanos respaldados por algunos helicópteros tendieron un cerco a una plantación de marihuana de alrededor de mil hectáreas conocida como «Rancho Búfalo», justo en la parte Este de la Sierra Madre en el norteño estado de Chihuahua. Más de 10 mil campesinos trabajaban en estos campos, cuya producción anual se estimó más adelante en 8 mil millones de dólares. Los zares de las drogas estaban indignados y aprensivos con respecto a lo que veían no sólo como una falla en la seguridad sino quizá también incluso una traición desde dentro.

Estos temores no estaban injustificados. A diferencia del pasado, cuando algunos agentes de la DEA simplemente se habían conformado con que los mexicanos encerraran a los sospechosos habituales (agricultores de bajo nivel), Camarena quería atrapar a los cabecillas. Estaba trabajando en proyectos dirigidos a identificar a los principales narcos del país y señalando sus paraderos. Uno de los proyectos recibió el nombre de «Operación Padrino», cuyo objetivo era El Padrino.

Pero el 7 de febrero de 1985 Camarena tomó un descanso de trabajo para ir a almorzar con su esposa en Guadalajara. Un auto se aproximó y cinco hombres descendieron de él. Uno se identificó como oficial de la Policía Federal de México. Lo agarraron y lo metieron al auto. Camarena nunca volvió a ser visto con vida.

El secuestro desató la indignación de la DEA. Aparentemente la policía mexicana había estado involucrada en el incidente, aunque Los Pinos —la residencia presidencial en la ciudad de México, semejante a la Casa Blanca— no estaba haciendo nada. Washington presionó para que la Agencia Antidrogas simplemente aceptara lo que había ocurrido; «no harán nada al respecto porque la política de México y Estados Unidos es de suma importancia —se le advirtió a la dea— en el contexto general de la escena política, un agente de la DEA es prescindible».

Los chicos antidrogas no se iban a dar por vencidos tan fácilmente. «Nadie va a matar a un agente de la DEa y hacer que otra oficina nos diga que carece de importancia en el contexto general de la escena política», recuerda un ex integrante de la DEa.

Así que la DEA actuó por medio de la Operación Leyenda, la investigación del homicidio más grande que la DEA hubiera emprendido jamás. Se despachó unidad especial de la DEA para coordinar la investigación en México —donde se estaba implicando a funcionarios corruptos— y 25 agentes especiales fueron enviados a Guadalajara para investigar de manera independiente. Durante el mes siguiente, incursionaron en ranchos e interrogaron a residentes e informantes en busca de información. Siguieron todas las pistas que pudieron. Pronto la DEA llegó a la conclusión de sus pesquisas y pidió a la Policía Federal mexicana que «considerara» a Rafael Caro Quintero, El Padrino Félix Gallardo y Don Neto Fonseca como los principales sospechosos del secuestro.

La búsqueda llevó a un campo en el estado central de Michoacán, donde hallaron dos cuerpos: un equipo de patólogos y forenses norteamericanos realizó una autopsia. Su conclusión: uno de los muertos era Camarena. Lo habían torturado al menos por dos días y finalmente murió a causa de «heridas con fuerza contundente en la cabeza», lo que resultó en un «cráneo aplastado».

Arrestos adicionales —incluyendo los de cinco oficiales de policía que admitieron ser parte de una conspiración para raptar y torturar a Camarena— dejaron rotundamente la culpa en manos de Caro Quintero y Fonseca. Rápidamente fueron detenidos también, y rindieron declaraciones en las que reconocían el secuestro el agente de la DEA, pero no su asesinato. Éste fue obra del Padrino, aseguraron.

El Padrino aún disfrutaba de protección política, pero los buscaban las autoridades de Estados Unidos por "el secuestro y asesinato de Camarena, asociación delictuosa, crímenes violentos cometidos en asociación delictuosa, conspiración para cometer crímenes violentos en asociación delictuosa, posesión y conspiración para poseer cocaína con la intención de la lista del Departamento de Justicia continuaba. El arresto de Caro Quintero y Fonseca fue prueba suficiente de que la DEA podía tronarle el látigo a los mexicanos si lo quería, así como los mexicanos podían y harían arrestos cuando realmente lo quisieran.

Así que en 1987, El Padrino se mudó con su familia para instalarse de manera permanente en Guadalajara. Él se mudó a una casa en un barrio residencial anodino, mientras su esposa, su amante y sus hijos ocuparon otras dos cercanas. Guadalajara, la segunda ciudad más grande de México, ofrecía más anonimato que Culiacán o cualquier otra ciudad sinaloense.

El Padrino también decidió dividir el tráfico que él controlaba; sería más eficiente, más organizado y más autosuficiente, y era menos probable que fracasara en una redada de las fuerzas del orden público.

En efecto, estaba privatizando el negocio mexicano de las drogas y abriendo el mercado. Pero también estaba enviándolo a la clandestinidad, para ser administrado por jefes que eran menos conocidos y todavía no estaban en el radar de los estadounidenses. Nadie estaba implicado en la muerte de Camarena. Nadie tenía largos y comentados historiales de criminalidad. Todos ellos podrían desarrollar nuevos vínculos con el sistema político mexicano y la policía (después de todo el dinero, no era problema), y permanecían en la localidad, aferrándose a sus respectivas parcelas de terreno, podrían controlar el negocio incluso más estrechamente.

El Padrino convocó a los principales narcos del país a una casa en la sureña ciudad turística de Acapulco, y ahí les planteó sus planes para el futuro. La división de las plazas, como se conoce a las rutas de drogas, era muy simple.

La ruta de Tijuana sería para los hermanos Arellano Félix, quienes contrariamente a reportes de prensa subsecuentes y a las declaraciones del gobierno no eran sobrinos del Padrino; eran, sin embargo, originarios de Culiacán, y él había conocido a la familia toda su vida. Ciudad Juárez, con todas sus importantes rutas camioneras rumbo a Texas, sería para la familia Carrillo Fuentes desde Guamuchilito, Sinaloa, bajo la supervisión de una fuerza de seguridad de alto rango, contacto del Padrino.

El hermano de Rafael Caro Quintero, Miguel, originario de La Noria, en las montañas de Badiraguato, se encargaría del negocio en el capítulo Sonora; en otras palabras, las rutas claves de transporte y contrabando a través de Arizona. Ya antes Miguel y sus hermanos habían mostrado un verdadero espíritu empresarial, al pasar de ser sólo cultivadores de marihuana locales a asociarse con Don Neto, y El Padrino sabía que podía confiar en Miguel para que se hiciera cargo de Sonora sin que hubiera mucho conflicto con Sinaloa, ubicada al sur.

Sobre la costa noreste de México, en Matamoros, Tamaulipas, Juan García Ábrego conservaría el control de las operaciones. Habiendo establecido cercanos nexos con los colombianos desde 1985, el hombre a quien se atribuiría haber fundado el cártel del Golfo era un capo por pleno derecho, y nadie debía molestarlo.

Mientras tanto, en Sinaloa, El Chapo y El Mayo Zambada se harían cargo de las operaciones en la costa del Pacífico. Ellos traerían al Güero Palma Salazar de regreso a la escena (había salido de ésta junto con El Padrino en los setenta, y había intentado establecer sus propias operaciones). Trabajando con sus compañeros sinaloenses al norte en Sonora, podrían mover las drogas hacia Arizona y partes de California. Al Chapo se le dio control sobre el corredor de contrabando de Tecate.

El Padrino todavía planeaba supervisar las operaciones en el plano nacional; tenía contactos, así que seguía siendo el hombre clave. Pero ya no controlaría todo el negocio como si se tratara del show de un solo hombre.

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