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Authors: Malcolm Beith

Tags: #Politica,

El Ultimo Narco: Chapo (7 page)

BOOK: El Ultimo Narco: Chapo
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Irízar, un hombre de cincuenta y tantos años y aspecto amable que tiene claros los límites de la política, goza de respeto en Sinaloa. Como alcalde, él prometió acabar con ciertas actividades ilícitas —la prostitución, por ejemplo— y, como resultado, recibió amenazas de muerte. Pero a pesar del miedo, perseveró. «Decir que no tenía miedo sería mentir. Pero necesitamos un cambio de actitud. Estamos viviendo en un tiempo en que la democracia no está satisfaciendo las expectativas del público». Durante nuestra entrevista, varios transeúntes se acercaron a él para saludarlo; estrechando su mano, le desearon la mejor de las suertes para cambiar las cosas. Él sonreía y también les deseaba buena suerte.

Irízar está insistiendo en particular en un programa que implante valores en la sierra —donde «los jefes de la droga matan padres y secuestran madres»— y tiene particular interés en impulsar proyectos para la juventud a lo largo y ancho de su estado. El congresista creció en un pequeño pueblo localizado a unos 80 kilómetros de Cualiacán; él admite que algunos de sus compañeros de escuela se hicieron narcos. «Algunos están en la cárcel, algunos está muertos», dice, con una sonrisa triste. «Otros son ricos».

Como muchos mexicanos que crecieron en esta depauperada región montañosa, el joven Chapo quería salir de aquí. Su padre lo golpeaba con frecuencia, y cuando era adolescente lo corrió de la casa. Él se fue a vivir con su abuelo. Día y noche trabajó en el campo. No tuvo infancia de ningún tipo, le contaría a Zulema Hernández mientras estuvo en la cárcel. Cuando hizo un recuento de su historia para ella, El Chapo se volvería contra las frías paredes de concreto, «como si fuera algo que sólo quisiera olvidar pero que, al mismo tiempo, lo hubiera mantenido prisionero cada momento de su vida».

Pero a diferencia de sus predecesores, él tendría un escape. Mientras El Chapo crecía en Sinaloa, otra industria se estaba desarrollando silenciosa y rápidamente a su alrededor. Después de la Segunda Guerra Mundial, cuando los veteranos de guerra de Estados Unidos necesitaban morfina por prescripción médica y otros buscaban heroína ilegal para aliviar el dolor de la posguerra, el sector agrícola de Sinaloa se estaba diversificando. El opio se estaba volviendo el boleto para salir rápidamente de la pobreza abismal. La aceptación de la marihuana en Estados Unidos durante las décadas de los sesenta y los setenta estaba creando demanda de otro producto ilícito que Sinaloa podía cultivar.

Puede que oficialmente el padre del Chapo fuera ganadero, pero de acuerdo con los residentes que recuerdan cómo era La Tuna en aquel entonces, de hecho era un gomero o productor de la amapola del opio, como todo el mundo en el pueblo. Aunque trabajaban para los de arriba —en aquellos tiempos los jefes eran los políticos locales, los encargados de aplicar la ley y otros por el estilo—, los gomeros administraban sus operaciones como negocios familiares.

Todos trabajaban: cada mañana, al amanecer, los hijos —al menos aquellos que tuvieran entre 11 y 18 años de edad— caminarían un par de horas montaña arriba hasta su sembradío de amapola y comenzarían a trabajar en la cosecha. Con cuidado, cortaban el capullo de la amapola, del cual la preciada goma de opio rezuma como melaza. (Hoy un kilo de goma le reportaría a la familia un ingreso de 8 mil pesos o 700 dólares). Mientras, la madre y las hijas prepararían el almuerzo y se los llevarían a primera hora de la tarde, llevando a cuestas a los hermanos menores.

El papel del padre no sólo era el del agricultor, sino también el de negociante. Él negociaría la venta de la cosecha con el siguiente eslabón de la cadena, y el opio sería trans portado a Culiacán u otra ciudad cercana, como Guamúchil. Hoy en día la industria funciona de manera muy parecida.

El padre del Chapo tenía la suerte de estar relacionado con los meros meros en Culiacán, capital de Sinaloa, por medio de un hermano, Pedro Avilés Pérez. Elemento clave en el negocio de la droga en Sinaloa, a Avilés Pérez se le considera pionero, pues halló nuevos métodos para transportar el producto rural a las áreas urbanas para su embarque. También fue famoso por haber sido el primero que usó aviones para introducir cocaína a Estados Unidos.

Para una familia de campesinos, aquél era un gran paso. Para cuando estaba en sus veintes, el joven Chapo tendría una oportunidad para escapar de la horrenda pobreza que había atrapado a sus predecesores y coetáneos.

Raíces de rebelión

Si confundes el cielo y la tierra, el verde y el rojo; si has olvidado cómo sacar una raíz cuadrada y no sabes qué hacer con tu brújula, la mañana o el amor, has llegado a Sinaloa.

ÉLMER MENDOZA, escritor sinaloense.

No siempre Sinaloa ha tenido que ver con las drogas, pero incluso antes de los narcos y la demanda estadounidense de sustancias ilícitas, siempre ha estado marcada por la anarquía. Siempre ha estado al margen de la ley y ha sido violenta. «El carácter del sinaloense es mitad ángel y mitad demonio», dice el historiador local y sociólogo Martín Amaral.

A menudo, a lo largo de su historia, el ángel ha permanecido bien oculto, a veces completamente enterrado.

Durante la época prehispánica —antes de 1519— varios grupos indígenas vivían en la sierra. La región estaba aislada y ellos rara vez bajaban a los valles. Algunos grupos nómadas cruzaron la región, incluyendo a los aztecas, y las montañas siempre fueron más seguras, a pesar de las duras condiciones. Sin embargo, un grupo conocido como Huey Colhuacan terminó asentándose en el área de lo que hoy es Culiacán, sus tres ríos y la vegetación del valle era mucho más atractiva que la dura vida en las montañas.

Por varios cientos de años, el Huey Colhuacan vivió sin que lo molestaran en los bancos de los tres ríos locales, ahora conocidos como Humaya, Tamazula y Culiacán. Su asentamiento era conocido como Colhuacan, que se puede traducir como «aquellos que reverencian al dios Coltzin». El Huey Colhuacan sumaba sólo unos cuantos centenares, y vivieron una muy pacífica existencia.

Luego, en 1531, llegaron los españoles. Habiendo finalmente conquistado a los aztecas en 1521, estaban expandiendo sus dominios. El 29 de septiembre de 1531, Nuño Beltrán de Guzmán, un conquistador que había dejado dos años antes la capital de la Nueva España para colonizar el oeste, renombró esa área como San Miguel de Culiacán. Rápidamente se volvió un punto estratégico para los conquistadores españoles, que buscaban extender no sólo su dominio en la Nueva España sino también su religión.

Su trabajo se vería de pronto reducido. Apenas cuatro años después de la fundación de San Miguel de Culiacán, una epidemia de viruela mató a cientos de indígenas y españoles por igual en esa región. Mientras se dedicaban a fundar ciudades como Mazatlán en la costa y Sinaloa de Leyva en las faldas de la Sierra Madre y construir misiones y fuertes a lo largo de lo que hoy es el estado de Sinaloa, los españoles pronto descubrieron que imponer su idea del orden a los grupos indígenas del área iba a ser difícil, si no es que imposible.

Aunque dispersas, las tribus indígenas se unían en un feroz frente común: el odio a los fuereños. Como resultado, la mayoría de los españoles simplemente siguieron adelante; después de todo, buena parte de su gesta era dirigirse al norte y expandirse, mientras que aquellos que se quedaron se mezclaron con los nativos a pesar de enfrentar la perspectiva inminente de la muerte.

Los nativos incluso mataron a dos frailes —«los indios no querían más españoles en sus tierras», escribió un historiador— y gradualmente los españoles se retiraron de este territorio hostil.

Luego, el 6 de julio de 1591, llegaron los jesuitas. Esta orden católica, que había sido encargada por el Papa para encabezar la conquista espiritual, fundó misiones en la sierra a lo largo de las tierras bajas de la costa. Serían los jesuitas quienes más se acercarían a imponer orden en Sinaloa. Evitando la estrategia española de colonizar mediante la esclavización, buscaron ganarse la confianza de los indígenas. Los misioneros aprendieron su idioma y visitaban las comunidades con regularidad.

Al cabo de un año, más de mil indígenas de San Miguel de Culiacán y sus alrededores se habían convertido a la fe católica, y los jesuitas tenían la esperanza de que muchos más lo hicieran. Apostaban a lo que optimistamente percibían como la «docilidad» de los sinaloenses, aunque tímidamente preferían rodearse de soldados españoles cuando visitaban los pueblos de la sierra. Los jesuitas se dieron cuenta de que a los residentes no les molestaba escuchar su prédica; incluso parecían dispuestos al cambio.

Caminar por Culiacán hoy en día es como navegar en el laberinto de lo desconocido. El centro de la ciudad bulle como cualquier otro: la fila de fieles entra a misa mientras tañen las campanas de la iglesia; los ancianos se sientan en el parque y comentan las noticias del día o el clima; los escolares caminan por las calles persiguiéndose unos a otros o flirteando; los conductores de taxi gritan por la ventanilla.

Pero el submundo siempre está presente: cerca del pequeño pero surtido mercado de la ciudad, hombres jóvenes merodean por las esquinas de las calles. Algunos venden drogas; otro simplemente holgazanean. En puestos del mercado y en tiendas, los residentes reciben educadamente a los visitantes, pero es claro que casi todos se están preguntando qué haces ahí.

Según un agente de la DEA, en Culiacán darte la vuelta y hacer caso omiso de tus instintos equivale a suicidarte.

«Los indígenas no eran tan dóciles como creyeron los jesuitas», dice el historiador Sergio Ortega Noriega. En 1594, apenas tres años después de que habían llegado los jesuitas, esas tensiones salieron a flote. Un indio llamado Nacabeba reunió un grupo de simpatizantes rebeldes. Mataron a un misionero.

Miguel Ortiz Maldonado, de hecho el alcalde español de Sinaloa, reunió sus tropas y capturó a los insurgentes. Fueron ejecutados. Pero para prevenir que la rebelión se extendiera todavía más por la región, Ortiz Maldonado también expulsó a los jesuitas, ordenándoles que se retiraran a San Miguel de Culiacán.

Todavía se conservan las misiones, pero los jesuitas intentaron un acercamiento más modesto. Como define un estudiante de historia, «los jesuitas fueron los mejores gobernantes que jamás había tenido Sinaloa: nos dejaron gobernarnos nosotros mismos». En cambio, las relaciones de los jesuitas con los españoles se deterioraban. En julio de 1767 los españoles expulsaron totalmente a los jesuitas de Sinaloa.

A la largo de las décadas subsecuentes, Sinaloa volvió al desorden, sujeta sólo a los caprichos de su propia gente y a su temperamento arrebatado. Vinieron tiempos turbulentos. Los españoles que se quedaron a cargo se fueron acostumbrando a una vida fácil, menos apegada a la ley en el Nuevo Mundo.

A finales de 1810, con México en medio de su guerra por la independencia de España, la población indígena de Badiraguato también se levantó en armas. En pocos meses su territorio quedó libre de españoles; el 25 de febrero de 1811, los residentes declararon su independencia.

Desde entonces el Ejército Mexicano, el gobierno local y los regidores al estilo tribal —hombres fuertes, contrabandistas y narcos— rara vez han estado en el mismo bando, casi siempre en extremos opuestos, pero de alguna manera coexistiendo.

La peor clase de criminales siempre se han sentido bienvenidos en Sinaloa. Una costa accesible y montañas para esconderse son el principal atractivo para los contrabandistas, mientras que la falta de gobierno apropiado resulta igualmente atractivo para los bandidos de México.

A principios del siglo xx, incluso el legendario revolucionario Francisco «Pancho» Villa estableció su hogar en la Sierra Madre, en las faldas de lo que ahora es el estado de Chihuahua. Huyendo tanto de las fuerzas mexicanas como de las de Estados Unidos a lo largo de su vida, Villa se ocultó en la sierra, y al final se reunió con su creador en el pueblo montañés de Hidalgo del Parral.

Para la década de los sesenta, la cultura de la ilegalidad estaba tan arraigada en Sinaloa que el mítico bandido jesús Malverde disfrutaba de un estatus que rayaba en el culto entre los residentes. La leyenda aseguraba que a finales del siglo xix el bandido bigotón había robado a los ricos para darle a los pobres, antes de ser supuestamente capturado y colgado, el 3 de mayo de 1909.

El legado de Malverde florecería. Incluso hoy en día, un siglo después, miles de devotos seguidores se congregan cada mes en su templo en Culiacán para conmemorar su vida y su muerte, y para solicitar su asistencia de la misma manera en que lo harían con la Virgen de Guadalupe, la figura más reverenciada de la nación.

Los criminales consideran a Malverde una especie de «narco-santo», mientras que las autoridades denuncian su celebración como una plaga en la sociedad. «A menudo el gobierno no le da a la gente, así que ésta acude a los narcos», dice el estudiante de leyes Jesús Manuel González Sánchez, quien se ha hecho cargo del templo de Malverde en Culiacán desde que su padre, quien fuera el fundador, falleció. «Malverde es precisamente un símbolo de esto».

La violencia reina en Sinaloa. En la década de los sesenta del siglo xx, igual que ha ocurrido durante centurias, las disputas por la tierra en la sierra a menudo terminaban en matanzas. Los machetes todavía eran un arma popular entre los campesinos (hoy, la modernidad ha llegado: las pistolas, que se consiguen con facilidad, tienden a ser el arma preferida). Los duelos de antaño —disputas que se resolvían a tiros, al amanecer, con pistolas— todavía se dan.

Aunque no hay duda de que la ausencia del imperio de la ley tiene gran importancia en esta cultura, algunos residentes se lo atribuyen al temperamento de la gente (caliente), mientras que otros simplemente le echan la culpa al clima (igualmente caluroso). El psicoanalista Luis Ricardo Ruiz, quien actualmente trabaja con sinaloenses adictos a las drogas, es categórico en su valoración de las raíces de la violencia de su gente. «Las drogas no sacan a relucir nada que no esté en ti. Un carnicero es un carnicero».

Fue sobre estas bases que tanto Culiacán como el comercio de drogas crecieron. Culiacán había mantenido su aislamiento geográfico hasta la década de los cuarenta, cuando aceptó una oleada de inmigrantes griegos y chinos que llegaron a las costas sinaloenses. Pero a mediados del siglo xx una nueva línea de ferrocarril proveniente de la ciudad de México y que pasaba por Guadalajara, daría lugar a una afluencia de mexicanos de todos tipos. Culiacán se convirtió en un poblado en expansión que crecía a un ritmo que todavía era demasiado lento.

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