Hasta donde sabemos, el imperio del Chapo, el cártel de Sinaloa introduce miles de toneladas de marihuana, cocaína, heroína y metanfetaminas en Estados Unidos cada año. Opera por lo menos en 78 ciudades de Estados Unidos. Se cree que controla casi 60 mil kilómetros cuadrados de territorio mexicano.
Pero el alcance del Chapo es global. Su cártel es responsable de la distribución de buena parte de la cocaína que se consume en Europa; es más que probable que una línea blanca esnifada en un bar de Londres haya pasado por las manos de la gente del Chapo.
También se cree que la organización del Chapo posee propiedades y otros activos en toda Europa, en un intento por ampliar su campo para el lavado de dinero El cártel importa ingredientes de Asia para elaborar metanfetaminas, y en años recientes ha extendido sus tentáculos por toda América Latina y hasta el oeste de África.
El cártel de Sinaloa es el más grande y más antiguo de México. Es una compleja estructura con muchos niveles de miles de miembros operativos y bandas, pero el hombre detrás de este vasto imperio es El Chapo.
E incluso aunque esté huyendo de la justicia, muchos creen que todavía vive en las montañas de Sinaloa o Durango, no lejos de donde pasó su niñez. Esa parte de la Sierra Madre —donde coinciden los estados de Chihuahua, Sinaloa y Durango— se conoce como el Triángulo Durado. Pero tratándose del Chapo, bien podría llamarse el Triángulo de las Bermudas.
Hasta ahora, hallarlo y atraparlo ha resultado imposible.
Yo pasé un día y parte de la tarde deambulando por Badiraguato, preguntando, tan discretamente como podía, por El Chapo y el tráfico de drogas. En la noche, en el centro del pueblo, un hombre joven ya se me había acercado; me dijo que conocía a una persona que conocía al Chapo.
Carlos y yo nos reunimos a las 7:30 de la mañana siguiente, en las afueras de Badiraguato. Nos sentamos en el porche trasero de una casa pequeña de una sola planta, contemplando la Sierra en todo su esplendor. Millones, quizá miles de millones de dólares en drogas estaban sembradas allá.
Las montañas de Sinaloa albergan muchos posibles escondites… si uno logra llegar hasta allá. Pistas de aterrizaje clandestinas en el área y una flotilla de aviones y helicóteros privados han facilitado mucho las rutas de escape del Chapo.
Badiraguato es efectivamente la última parada en el mapa de la civilización antes del territorio del Chapo. Desde este pueblo de aproximadamente 7 mil habitantes, son cinco horas en vehículo por empinados y serpenteantes caminos de terracería hasta la Tuna y los otros caseríos que él llama su hogar. Cuando las fuertes lluvias no hacen inaccesible el pasaje (cosa que entre junio y septiembre ocurre a menudo), hay retenes militares en el camino.
Curiosa, ya menudo peligrosamente, esta es una tierra habitada por fuerzas de la ley y gente sin ley. Así que también hay puntos de revisión establecidos por la propia gente del Chapo, y son los más temidos. Después de todo, los gatilleros no hacen muchas preguntas. En las raras ocasiones en que un fuereño se aventura más allá de lo que debería, tienden a disparar primero.
Me encontré con Omar Meza, treintañero residente en Badiraguato, en el pueblo, durante las festividades del Día de la Independencia. Le dije que yo estaba muy interesado en saber más acerca del tráfico de drogas en el área, y en conocer más de los alrededores, donde El Chapo anda y manda. Meza, a quien apodan el Comandante, accedió a mostrarme los alrededores. Orgulloso de su tierra pero, al mismo tiempo, muy consciente y honesto acerca de su reputación en relación con las drogas y la violencia, sería un buen guía.
Mientras Meza y yo conducíamos por un serpenteante tramo de la Sierra Madre aún accesible para un vehículo estándar, la vegetación comenzó a cambiar. Los pinos comenzaron a sustituir a los matorrales. En este punto ya no había pueblos de verdad, sólo unos cuantos asentamientos a ambos lados del camino, por el río, cada uno separado por unos ocho kilómetros del siguiente. Uno había sido abandonado apenas el año anterior, luego de que un tiroteo que duró horas cobró la vida de casi todos los que habitaban en el área. Pasamos por una hilera de casas construidas con madera y láminas de metal; unas chozas apenas.
Al salir de otra curva en el camino, tratando de evitar los escombros de un deslave reciente, vi a un hombre armado parado en un claro que había sido excavado en la falda de la colina, dominando el camino. Meza estaba muy interesado en que yo viera más del campo, pero luego de descubrir al hombre armado se dio cuenta de que lo mejor era regresar.
«No les gusta que estemos aquí».
Meza sabe cuáles son las repercusiones de pisar el terreno de otro. Unas cuantas semanas antes, un amigo suyo, también de Badiraguato, había sido asesinado en Ciudad Juárez, cerca de la frontera norteamericana. El amigo trabajaba en el tráfico de drogas a falta de otras opciones. Había ido a Ciudad Juárez a trabajar en representación del Chapo; Ciudad Juárez no es territorio del Chapo, pero el señor sinaloense de las drogas quiere obtener el control. Muy pronto el amigo de Meza se convirtió sólo en una baja más en la guerra.
Sus asesinos le cercenaron los brazos y las piernas, y los cortaron en pequeños pedazos. Las autoridades tuvieron la amabilidad de enviar sus restos a casa en Badiraguato, donde se le dio apropiada sepultura.
Los jóvenes de Badiraguato prácticamente no tienen más opción que hacerse narcos, pues sólo hay trabajo legal para un centenar de personas. Fuera de la cabecera municipal no hay mucho más que marihuana, amapola y laboratorios de metanfetaminas. Sólo unos pocos afortunados pueden encontrar trabajo en el gobierno local, el sector salud o en la educación. Algunos se dirigen a la cercana ciudad de Culiacán; la mayoría se queda en Badiraguato y sus alrededores y se mete en las drogas.
Carlos, de Badiraguato, obtuvo un título en educación sólo para descubrir que no había trabajo disponible. Así que acudió a los jefes de las drogas. «Todo aquí es narco», dice Carlos, con ojos brillantes otra vez.
Cerca de 97 % de los residentes en el campo trabajan en el tráfico de drogas de una u otra manera. Desde los campesinos y sus familias —incluso los niños— que cultivan la marihuana y amapola para el opio, hasta los jóvenes armados que se encargan de las tareas desagradables, los conductores y los pilotos que transportan el producto así como los políticos y policías locales: casi todo el mundo está involucrado.
Residentes de Culiacán hablan de Badiraguato como si fuera el último lugar en el mundo al que quisieran ir. Algunos, unos cuantos curiosos, dicen que siempre se han preguntado cómo es «allá», pero nunca han ido personalmente.
Yo había tomado el autobús de Culiacán a Badiraguato sin más. El calor infernal se metía por las ventanillas abiertas del vehículo de 20 asientos, y los demás pasajeros me echaban unas cuantas miradas —no todos los días un hombre blanco o cualquier otro fuereño viaja en autobús a las montañas; es más: por lo general y para empezar, los residentes desconfían de cualquiera de la ciudad—, pero el viaje de dos horas se llevó a cabo sin motivos de alarma.
Cuando cambié de autobús en el poblado de Pericos, un tipo corpulento de unos cuarenta años que llevaba un sombrero vaquero se acercó como si nada a un teléfono público cercano. Un informante, quizá, pensé. O sólo un hombre haciendo una llamada telefónica.
Para cuando me bajé del autobús, sudaba profusamente; no tanto por los nervios, sino porque la temperatura afuera era de Al menos la humedad había disminuido desde que dejamos atrás Culiacán y la costa.
Deambulé por el pueblo siguiendo un camino bordeado por casas hasta la plaza principal. Me fui directo a la oficina del presidente municipal, en el costado sur. Ya había estado en el pueblo antes, sin invitación, y sentía que esta vez sería mejor avisar a las autoridades de mi presencia. Subí las escaleras del palacio municipal, donde estaba la oficina del presidente municipal, justo enfrente de la iglesia. La puerta estaba abierta; un solo policía estaba recargado cerca de ella, medio dormido bajo el sol de la tarde. Entré.
«Qué curioso que haya tenido que venir a Badiraguato»; dijo el secretario del alcalde, mirándome fijamente mientras tomábamos asiento en su austera oficina, situada inmediatamente después de la entrada principal. Podía escuchar risas que venían de la puerta del alcalde, ubicada enfrente.
Aquí estaba un periodista más en busca del Chapo, esperando saber más acerca del crimen organizado en el área, anhelaba más allá de toda esperanza, pescar una entre vista con él mismo, queriendo hacer un retrato del lado positivo de esta notoria región. Pero en realidad, absorto en su mística de punto álgido de la criminalidad.
Badiraguato nunca había sido tan famoso. Badiraguato —«ríos de las montañas»— queda fuera de las rutas más transitadas y recibe pocos visitantes. A la mayoría de los residentes no les agrada mucho la atención que están atrayendo El Chapo y la guerra contra las drogas. Tenemos mala reputación, dicen, y es imposible cambiarla. Pocos quisieron hablar abiertamente acerca del señor de las drogas; es demasiado tabú, demasiado peligroso. En 2005 un funcionario local negó conocerlo en absoluto: «No tenemos ni la menor idea acerca de si ese famoso Chapo existe siquiera».
Sin embargo, el secretario del alcalde me recibió bien. Me agradeció haber venido a su ciudad y en la tradicional y agradable forma mexicana, y dijo estar "a mi servicio'.
«Qué curioso que haya tenido que venir a Badiraguato», repitió el presidente municipal, Martín Meza Ortiz, apenas minutos después de mi encuentro con su secretario.
Sonrió con cierto recelo. Pero cuando le expliqué que sentía curiosidad por la región, su historia, su tradición ligada al narco, se abrió. Su familia —su madre, su esposa y sus hijos, hermano, primos; todos— tomó asiento alrededor de su escritorio de pino en un almuerzo improvisado a base de tacos, mientras él explicaba cómo funcionaban las cosas. Badiraguato se dedica a sus propios negocios, dijo, mientras que en la sierra rigen los narcos. Aunque ellos están ostensiblemente a cargo de la seguridad a lo largo y ancho de los 9 mil metros cuadrados de la cabecera municipal, los treinta y tantos policías de Badiraguato no salen de la ciudad; nunca.
Tampoco los políticos. Retratos de todos los alcaldes de Badiraguato se alinean en las paredes del comedor adyacente a la oficina del presidente municipal; muchos de ellos se ven precisamente como la clase de pendejo que la dirigencia partidista podría contratar ostensiblemente para mantener el orden en una región donde el orden es una imposibilidad. El propio Meza es agradable, y es firme con sus colaboradores, su esposa y sus hijos. Aun así, está claro que si los narcos se enojaran tendría que cuadrarse o irse. La última vez que Meza Ortiz se adentró en la sierra fue durante su campaña por la presidencia municipal. Probablemente no volverá a ir. Su gobierno está tratando de desarrollar un poco el área, intentando llevar los servicios básicos a las partes más alejadas de la sierra. La educación, me dijo, es la clave para prevenir que la gente de este municipio caiga en las drogas. El empleo es el siguiente paso.
El edil también está tratando de cambiar la forma en que la gente percibe Badiraguato —o «Mariguanato»; como le dicen algunos sinaloenses—. «No se puede negar la realidad, nuestros orígenes… (pero) yo siempre he sido un apasionado defensor de mi tierra, de mi gente. Badiraguato no es tan malo como dicen. Está lleno de gente (que está) llena de esperanza, gente que trabaja cada día. Dedicarse al tráfico de drogas es una circunstancia de la vida. Nadie debería ser culpado por el lugar donde nació».
Meza Ortiz niega cualquier nexo con el tráfico de drogas. Mientras, algunos residentes de Badiraguato lamentan calladamente el hecho de que su alcalde gane 650 mil pesos (unos 46 mil dólares) al año, conduzca un BMW y viva en una casa de dos plantas enrejada que «parece de narco». Todo ello en uno de los 200 municipios más pobres de México.
El pueblo entero de Badiraguato es bastante irreal en ese sentido: en vez de las calles sin pavimentar, las casas con piso de tierra y los edificios públicos derruidos que caracterizan a los poblados rurales de México, este pueblo está limpio, bien iluminado, sus calles lucen recién pavimentadas y por ellas circulan camionetas utilitarias tipo suv y otros vehículos nuevos y caros. La mayoría de los residentes se visten bien y a la moda; demasiado bien para ser habitantes del típico pueblo mexicano de montaña tradicional empobrecido.
Las calles de Badiraguato están casi siempre vacías, a diferencia de muchos pueblos de la sierra, donde todo el mundo se reúne en las calles a todas horas para platicar o simplemente pasar el tiempo. Para un fuereño, el efecto de pueblo fantasma parece ser consecuencia de la presencia de los narcos; Meza Ortiz asegura que se debe simplemente al hecho de que la gente de Badiraguato tiene gran aprecio por su privacidad y prefiere quedarse en su casa la mayor parte del tiempo.
En Badiraguato y sus alrededores hay un poco de resentimiento en relación con la procedencia del dinero.
Aunque narcos como El Chapo puedan ser criminales a los ojos de los gobiernos mexicano y estadounidense, los sinaloenses están muy orgullosos de sus jefes de la droga, y operan con un código secreto que a menudo se compara con el omertá de la Cosa Nostra siciliana.
Hay honor en proteger y venerar a los bandidos; prueba de ello es el templo construido en la ciudad sinaloense de Culiacán, dedicado a jesús Malverde, un mítico bandido del siglo xix quien supuestamente robaba a los ricos para darle a los pobres. Por medio de sus hazañas, los traficantes de drogas en la región también se han creado auras parecidas a la de Robin Hood.
Pero con la guerra contra las drogas a todo lo que da, los sentimientos de algunos están cambiando. Los residentes se acuerdan de los días en que sólo El Chapo estaba a cargo, no los jóvenes advenedizos de hoy, que están determinados por la violencia y parecen no tener lealtades. La sola mención del Chapo hace que la mayoría de los residentes rememore los tiempos en que el tráfico estaba controlado; claro, era violento, pero él controlaba la violencia.
Algunos —más bien la minoría— están felices por lo que perciben como la caída de cualquier narco, ya sea El Chapo o los jóvenes sicarios. Durante una visita anterior a Badiraguato, me senté en una banca en la plaza del pueblo y platiqué con un anciano caballero; se negó a hablar del Chapo o a siquiera pronunciar el nombre del señor de las drogas. En cambio, sí se atrevió a susurrar sus opiniones negativas acerca de la «mafia» local.