Esta es la crónica del ocaso de una sociedad. A través de una serie de relatos alucinantes, apocalípticos, escritos a los largo de más de diez años, Eduardo Goligorsky, uno de los más importantes escritores sudamericanos de ciencia-ficción, nos traza el retrato de la degradación de las estructuras sociales, de nuestras estructuras sociales… del retorno a la barbarie. He aquí una serie de frescos impresionantes, inolvidables, que pertenecen al campo de la ciencia-ficción, pero que empezamos a tener ya aquí, a nuestro alrededor, en nuestro tiempo: una extrapolación, sí; pero, al mismo tiempo, un grito desagarrado, una advertencia.
Eduardo Goligorski
A la sombra de los bárbaros
ePUB v1.1
Ariblack18.05.12
Título original:
A la sombra de los Barbaros
Eduardo Goligorski 1977.
Editor original: Ariblack (v1.0; v1.1)
ePub base v2.0
En los países altamente desarrollados la literatura ya sea de ciencia-ficción o de política-ficción, o aun aquella otra que no se presta a encasillamientos tan simplistas como estos dos insiste en mostrarnos, con creciente exasperación, la imagen de un apocalipsis global, producto del empleo desaprensivo, cuando no psicótico, de la ciencia y la técnica. Una vez más, el legendario homúnculo de Frankenstein está rampante, y dispone, para colmo, de armas inéditas, bombas nucleares de fácil fabricación, dispositivos para controlar la ecología y los fenómenos sísmicos y climáticos, gases y rayos mortíferos, arsenales de bacterias, y sistemas alucinantes de ingeniería biológica y genética. Por si esto fuera poco, también está en condiciones de destruir involuntariamente el planeta mediante la contaminación progresiva, efecto secundario y aparentemente inevitable de un desarrollo industrial frenético, puesto al servicio de la economía de consumo y del espíritu de lucro.
No debe extrañarnos, pues, que semejantes pronósticos agoreros hayan fomentado la exhumación de uno de los mitos a los que la humanidad echa mano, cíclicamente, para apaciguar su conciencia, reconciliarse consigo misma y edificar nuevas utopías. Dicho mito es, previsiblemente, el del buen salvaje, sintetizado en frases como todo tiempo pasado fue mejor y de la vida sencilla apegada a la naturaleza, bucólica, que imperaba en las sociedades agrarias, y que era, teóricamente, más sana y feliz. Filosofía ésta que alimentó algunas de las vertientes del movimiento hippie, con su énfasis en las comunas rurales, la alimentación macrobiótica, las medicinas paralelas y el orientalismo.
Curiosamente, empero, este mismo cuadro apocalíptico que estimula, en las potencias altamente desarrolladas, el horror a la tecnología y la evocación nostálgica de la Arcadia perdida, puede asumir formas diametralmente opuestas en los países subdesarrollados o en vías de desarrollo. Allí los fantasmas son otros, y tal vez el más aterrador, para algunos testigos comprometidos, se corporiza en la posibilidad de que se interrumpa el aún frágil e incipiente proceso de modernización. El pasado está demasiado próximo, las pautas feudales conservan demasiada influencia, los interesados en salvaguardar el statu quo son demasiado fuertes. Además, los ecos de la experiencia ajena confirman que el progreso generará nuevos problemas, nuevas responsabilidades, que el espíritu de inercia aconseja rehuir. La confusión de sentimientos es muy grande. No faltan quienes, desde tribunas aparentemente vanguardistas, despotrican contra lo que ellos denominan cientificismo foráneo o penetración cultural extranjera, y postulan la reivindicación de ambiguos modelos autóctonos, que generalmente no son tales sino simples refritos de los esquemas pueriles, esterilizantes y retrógrados que el irracionalismo moviliza desde la noche de los tiempos, en todas las latitudes y en todos los idiomas.
Este es, precisamente, el contexto donde se debe encuadrar la obra de Eduardo Goligorsky. Los cuentos que componen este volumen fueron escritos entre 1965 y 1972, y sobre ellos pesan diversas influencias, pero sin duda la mayor, la más auténtica, es la del conflicto arriba enunciado. Ocurre que en su país, Argentina, una de las disyuntivas planteadas, casi siempre en términos falaces, maniqueístas, se sintetiza en la frase que inmortalizó, a mediados del siglo XIX el discutido escritor y hombre público Domingo Faustino Sarmiento: Civilización o barbarie. A partir de ese momento, la polarización no pudo ser más arbitraria y engañosa. Puesto que con el pretexto de civilizar se procedió a la matanza de indios y gauchos, a la consolidación de latifundios con tierras malhabidas, y a la entrega de rubros fundamentales de la economía a capitales extranjeros, la alternativa de la barbarie adquirió un sello de respetabilidad que jamás podría haber alcanzado en circunstancias normales. A su sombra prosperaron escuelas de pensamiento que, aunque situadas en extremos antagónicos del espectro ideológico, coincidieron en su aversión cerril a todo tipo de postulado racionalista, a todo intento de aportar al debate de los problemas argentinos un mínimo grado de coherencia, objetividad y rigor lógico.
La amenaza de la barbarie, con su connotación de aislamiento y pérdida de la libertad «sobre todo pérdida de la libertad» es por eso, para Goligorsky, un leitmotiv que planea por toda su obra, tanto de ficción como de ensayo. Es, más aún, su obsesión. A su juicio, la pretensión de cerrar las fronteras al progreso degenerará, necesariamente, en un mundo de pesadilla, donde el hombre se irá despojando, poco a poco, de sus cualidades racionales, y donde la involución llegará hasta sus últimas consecuencias. No faltan, ni podrían faltar, las referencias a los componentes deshumanizadores de la tecnología mal aplicada la guerra atómica, la subyugación del hombre por la máquina ni tampoco los juegos de la fantasía, pero tales temas afloran, particularmente, en algunas de sus primeras narraciones, agrupadas en la segunda parte de este volumen. En cambio, los cuentos más recientes, reunidos en la primera parte, exhiben una obvia unidad conceptual, hasta el punto de que se los podría definir como una crónica de la regresión. La regresión total.
Es oportuno señalar, a esta altura, que si bien los cuentos de Goligorsky eluden, en general, la óptica localista, y son perfectamente comprensibles aun para quienes no conocen la idiosincrasia y la geografía argentinas, no por ello le resultará menos útil al lector el saber, por ejemplo, que la villa miseria de El elegido es una chabola. Sólo en un cuento, En el último reducto, aparece mencionada la topografía de Buenos Aires, pero tampoco en este caso la transposición es difícil suponer que las calles Lavalle, Maipú o Leandro Alem están cubiertas de fango, iluminadas por faroles de querosén y bordeadas por empalizadas claudicantes, encierra un símbolo de retroceso tan claro como el que implicaría describir en las mismas condiciones la Puerta del Sol de Madrid o las Ramblas de Barcelona. En fin, el río de ese mismo cuento es el Río de la Plata, otra de las fronteras naturales de Argentina, y Tandil es una ciudad situada a unos cuatrocientos kilómetros de Buenos Aires.
A la sombra de los bárbaros
La preocupación por el bienestar público me obliga a adoptar medidas para frenar a este salvaje que evidentemente constituye una amenaza para el orden y la moral públicos, y si yo no procediera así no sería un leal siervo de Buda, ¿por qué acaso no me ha ordenado Buda que sea misericordioso?
Jou Pu Tuan (El reclinatorio de carne).
Novela de LI YU, autor chino del siglo XVII.
En el bosque se oía a ratos el grito desafinado de un ave nocturna y el apagado aleteo de las lúgubres sombras que volaban de rama en rama. Los troncos chirriaban como bisagras oxidadas cada vez que recibían el azote de una ráfaga de viento. El follaje ondulante restallaba como si lo estuviera castigando una lluvia invisible. El camino de luz que la luna proyectaba sobre la superficie del lago estaba cortado por las breves crestas negras de las olas.
Los cipreses de la ladera formaban una eficaz pantalla de oscuridad, pero al pie de la montaña, en la playa pedregosa y sembrada de maderos secos y pulidos por el sempiterno roce del agua, el resplandor lunar permitía distinguir netamente la angosta cinta del sendero. Por allí deberían pasar los fugitivos en su marcha rumbo a la frontera.
Las nuevas generaciones están cada vez más corrompidas. Eso hace difícil encontrar informantes entre los jóvenes y son muy numerosos los transgresores que quedan impunes. Los encargados de custodiar la frontera conocemos mejor que nadie las proporciones aterradoras que asume la evasión de elementos antisociales. Hay decenas y centenares de picadas que viborean por las laderas de la montaña, entre los bosques de pinos, cipreses y coihues. Durante el día, cuando salimos en misión de reconocimiento, es raro que no encontremos en ellas rastros del tránsito clandestino. Pisadas de caballos, botellas y latas vacías, cenizas de fogatas. Al mismo tiempo, carecemos del personal de vigilancia imprescindible. El reclutamiento impone condiciones muy severas, y sólo unos pocos elegidos las llenamos. Nuestra misión exige contar con una fibra moral a toda prueba. Ellos recurren a las más pérfidas tentaciones para ejecutar sus infames designios, y no en vano su vil propensión hedonista los ha educado en todas las gamas del vicio. Son depravados y lascivos. Nuestra sociedad ya ha tenido suficientes pruebas de ello, y si alguna duda quedara bastaría asistir al espectáculo que brindan allí donde nadie los controla, en el resto del mundo estragado por el espejismo de la civilización materialista. Ese mundo hacia el que ellos intentan huir para refocilarse con más libertad en sus sicalípticos lupanares. La consecuencia natural de semejante estado de cosas es que para salvar su alma, nuestra sociedad ha debido recurrir a una selecta minoría de ciudadanos probos, intransigentes y piadosos a los que nos ha confiado todas las funciones responsables.
El anciano estaba sentado sobre una roca, al pie de un árbol, precisamente donde el declive concluía en un barranco, cortado a pique sobre la playa. Sólo su pelo blanco se percibía como una ligera mancha de claridad en medio de las tinieblas. El resto de la figura cubierta con un hábito talar de color gris, estaba prácticamente fusionado con el telón de negrura circundante. Pero cuando un soplo de viento abría una brecha en el follaje y se filtraba un rayo de luna, sus destellos hacían brillar los ojos metálicos del anciano y el caño bruñido de la metralleta que tenía cruzada sobre las rodillas.
Hace ya mucho tiempo que están en vigencia dentro del país los más sólidos principios morales, y, sin embargo, debemos vivir en un estado de perpetua depuración, pues el mal aprovecha cualquier resquicio para colarse. La larga práctica nos ha demostrado que no se puede confiar en los jóvenes. Estos se hallan en un perpetuo estado de celo que pretende encubrir con velos cínicos y poéticos su genuina naturaleza procaz. Hasta el advenimiento del orden moral, las actividades y diversiones de apariencia más inocente les servían para desahogar sus instintos libidinosos. Cuando iban a cines y teatros presenciaban exhibiciones decadentes, pobladas de obscenidades y de ideas desquiciantes. Los libros les llenaban la cabeza de desvaríos exóticos. El arte se había convertido en un lúbrico muestrario de extravagancias. La música y el canto estaban impregnados de sucio erotismo. La moda tenía por único fin estimular el apetito sexual. Y aun después que se prohibieron esas monstruosidades, (continuó palpitando un anhelo morboso por conocer las aberraciones que irradiaban los pretendidos centros de cultura universal. Por todo ello el círculo de los defensores del orden moral quedó reducido a nosotros, los escasos herederos de nuestra tradición impoluta. Y sólo una fe inconmovible puede sostener a un hombre como yo, que a los setenta años de edad interrumpe su descanso para cumplir el servicio rotativo de vigilancia en la frontera patagónica, no obstante que hasta hace tres meses fue director del Instituto de Bellas Artes.