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Authors: Eduardo Goligorsky

Tags: #Ciencia Ficción, Cuentos

A la sombra de los bárbaros (7 page)

BOOK: A la sombra de los bárbaros
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En torno a los verdes flotaba un irresistible halo de simpatía. Varios elementos se conjugaban para crear este efecto. Su conformación física era muy similar a la de los seres humanos, y eso contribuía a alejar la saludable desconfianza instintiva con que contemplamos todo aquello que es desconocido y diferente. Además, tenían aproximadamente la estatura de niños de seis o siete años, lo que les proporcionaba un cierto encanto infantil que avivaba la ternura de los sentimentales.

Pero lo que verdaderamente volcaba la opinión en su favor era la semejanza que tenían con las plantas. Su cuerpo estaba totalmente desprovisto de pelo y la piel consistía en una delicadísima membrana verde. Debajo de ésta circulaban infinitas nervaduras que los poetas y demás bohemios se encargaron de comparar con sutiles arabescos y otras fantasías.

Como si estuvieran orgullosos de sus peculiaridades y supieran que éstas constituían una de las mejores armas para conquistar a los crédulos, los verdes andaban siempre desnudos. No faltaron los ingenuos que interpretaron esta desnudez como otro rasgo de inocencia infantil, aunque las personas dotadas de principios morales sólidos y convencidas de que el pecado siempre acecha detrás de estas falsas apariencias, detectamos en seguida la torpe patraña.

Porque las criaturas verdes no sólo ostentaban desvergonzadamente sus partes genitales, que guardadas las debidas proporciones eran idénticas a las de los seres humanos, sino que matizaban sus retozos entre la vegetación con inmundas exhibiciones de lubricidad, indiferentes a la presencia de los curiosos que acudían por millares. Con el agravante de que entre las multitudes de espectadores había muchísimos niños.

Empero, también estos actos de depravación estaban disimulados bajo un velo de presunta belleza. Pues en los verdes de sexo femenino el desenlace de tan torpe desenfreno se manifestaba primeramente en forma de un capullo, luego de una flor y por fin de un fruto que les crecía entre los senos. La flor era roja y sus pétalos carnosos recordaban los de algunas plantas tropicales que son la imagen misma de la lujuria. De su interior emanaba un perfume pegajoso y afrodisíaco. En cuanto al fruto, una vez maduro se parecía a una pequeña calabaza unida al pecho de la hembra por un pedúnculo que se afinaba progresivamente hasta terminar por cortarse. Cuando el fruto caía, la cáscara se abría sola para dejar salir a tres, cuatro o aún cinco criaturas verdes.

Nada puedo decir acerca de la constitución interna de estas alimañas, porque cuando una de ellas moría por causas naturales o en alguno de los choques violentos a los que me referiré más adelante, sus compañeras la ocultaban o la destruían inmediatamente, impidiendo así que nuestros científicos la disecaran e investigaran su organismo.

No obstante estas dificultades, se tejieron muchas conjeturas y se elaboraron numerosas hipótesis, casi todas las cuales tenían un punto en común: el que concernía al sistema respiratorio y nutricio de los verdes. Según los especialistas, por sus nervaduras debía de circular una sustancia muy parecida a la clorofila, capaz de reproducir el ciclo de síntesis propio de todos los vegetales. Y cuando clavaban sus finísimos dientes blancos en los tallos de las plantas, lo hacían con el propósito de reforzar su alimentación absorbiendo la savia. Quizás había sido la necesidad de hallar sustento vegetal la que había impulsado a los verdes a viajar a la tierra. Sin duda su mundo había sido muy fértil, pero si de pronto algún cataclismo lo había convertido en un erial, se explicaba que hubieran decidido emprender una migración masiva en busca de un medio más acogedor.

En verdad, el entusiasmo que les inspiraban las plantas contribuía a apuntalar esta teoría. Desde el instante mismo de su llegada, los invasores no cesaban de retozar por los espacios verdes. En pocas horas se habían diseminado por los campos y los bosques, y sólo unos pocos de ellos manifestaron interés por las ciudades. Pero aún en éstas circunscribían sus actividades a los parques, plazas y jardines. A veces bastaban algunos tiestos con flores para atraerla a un patio o a un balcón, sin que los detuvieran los muros y verjas.

Sólo ahora, al escribir esta reseña, comprendo hasta que punto eran escasos nuestros conocimientos sobre los verdes, y en qué medida debimos conformarnos con suposiciones y deducciones en nuestro trato con ellos. Por ejemplo, nada puedo decir acerca de su exacto nivel de inteligencia. Es evidente que tenían la preparación técnica necesaria para diseñar y fabricar naves espaciales. Pero nada pudimos averiguar acerca de éstas pues apenas estuvieron posadas en tierra las destruyeron.

Con ello quisieron darnos a entender que habían venido para quedarse, y ante tal actitud prepotente los hombres deberían haberse preocupado desde el primer momento, si su corrupción y abulia no los hubieran convertido ya en terreno propicio para el desarrollo del virus destructor.

Sea como fuere, una vez en la Tierra los verdes suspendieron toda manifestación de actividad intelectual y se consagraron a disfrutar del goce que les proporcionaban las plantas y su propio sensualismo.

Por cierto, los verdes se abstuvieron de comunicarnos en forma directa cualquier dato acerca de sí mismos. No tenían ningún lenguaje inteligible ni se esforzaban por encontrar una forma de diálogo. Sólo emitían una especie de trino provisto de una gama infinita de modulaciones, que tanto podía constituir un idioma hermético como una forma de expresar su permanente regocijo. Es innecesario aclarar que dicho trino contribuía a cautivar a los desequilibrados que habían convertido a los verdes en el paradigma de todo lo bello y poético que había en el mundo.

Claro que, como es sabido, la falta de un lenguaje común no significaba que los invasores rehuyeran el contacto con los seres humanos. Casi podría decirse que, a su modo, eran demasiado sociables. Aceptaban encantados que la gente participara en sus correrías. Incluso se dieron prisa para asimilar algunas de las peores costumbres terráqueas.

Apenas uno de los verdes hubo probado un vaso de vino, él y todos sus congéneres tomaron una gran afición por la bebida. Así fue como la confraternización con los seres humanos no tardó en degenerar en abominables borracheras en común, que tenían por escenario plazas, parques y bosques.

Lo más lamentable fue la influencia disociadora que los verdes empezaron a ejercer así sobre los jóvenes y los niños. Hacía mucho tiempo que el germen del mal había inficionado a las nuevas generaciones, pero la llegada de los verdes fue el catalizador que aceleró y agudizó el proceso.

Los invasores, que parecían saber cuál era el punto neurálgico de la humanidad, se mostraron particularmente cordiales con los jóvenes. Permitían que éstos se quedaran arrobados durante horas contemplando las nervaduras, las flores y los frutos de sus cuerpos, e incluso se prestaban a sus caricias que no eran sino el preludio de lascivos toqueteos mutuos.

Las botellas pasaban de mano en mano y luego se formaban rondas en las que se mezclaban los cánticos con los trinos.

Los niños también eran fáciles víctimas de la satánica conspiración. Como los verdes tenían su misma estatura y estaban dotados además de rasgos pintorescos, no sólo no les temían sino que se sentían atraídos hacia ellos. Conscientes de su poder de seducción, los verdes permitían que los niños acunaran a sus pequeños apenas éstos salían de las calabazas, y que sus vástagos más crecidos compartieran los juegos y las travesuras de los terráqueos. La labor de captación empezaba desde temprano, favorecido por ese panorama idílico.

Pronto aparecieron los apologistas de la nueva situación. Según ellos, en el ser humano estaba renaciendo la estima por la naturaleza y se estaba desarrollando la facultad de captar y saborear todo lo que había de fascinante en el mundo. La lección que daban los verdes con su presunta alegría vital, afirmaban estos demagogos, derrumbaba las murallas artificiales que aprisionaban a los hombres y despejaba una vasta y flamante perspectiva de valores hasta entonces ignorados. De allí a la insurrección había un solo paso.

Los fanáticos de esta filosofía hedonista renegaron de los principios fundamentales de la sociedad. Poseído por un malsano fervor proselitista, empezaron a proclamar que era absurdo que la mayoría de la gente envejeciera atada a trabajos duros y rutinarios, sin saborear los mejores años de su existencia. Incitaron a las clases bajas a entregarse a la contemplación y el ocio para los que no se hallaban preparadas y que en ellas eran sinónimo de vicio, con el argumento de que el progreso técnico permitía elaborar con muy pocos esfuerzos todo lo necesario para la subsistencia y la comodidad del hombre. Lo que se necesitaba, argüían, era asegurar la justa distribución de lo producido. Luego todo sería jarana. Y ponían como ejemplo de vida bien aprovechada la de las criaturas verdes, que andaban haciendo cabriolas y fornicando como bestias por los prados.

Los inadaptados y rebeldes organizaban en las calles pretendidos festivales ambulantes de arte a los que acudían multitudes, pues la gente siempre está predispuesta para escuchar a los predicadores de la holganza y el pecado. Allí se exhibían cuadros desatinados, muchas veces obscenos, se representaban piezas teatrales irrespetuosas, se proyectaban películas contrarias al buen gusto, se recitaban poemas sediciosos y se entonaban canciones satíricas libertinas.

Como es lógico, tales francachelas concluían entre risa y libaciones. En fin, aun allí adonde no habían llegado los verdes, su presencia en el mundo se convirtió en pretexto para instaurar el desorden y la indisciplina.

Es sabido que no todas las naciones tenían las reservas morales imprescindibles para enfrentar está grave amenaza. Algunas ya se hallaban socavadas por doctrinas disolventes que parecían diseñadas a medida para facilitar el contagio. En ellas no tardaron en institucionalizarse la anarquía y el desenfreno.

El populacho levantó monumentos y altares a la felicidad terrenal, a los placeres sensuales, a la naturaleza. No era extraño ver a hombres y mujeres que andaban desnudos por las calles, o que se coronaban con pámpanos y flores como los antiguos paganos para simbolizar su admiración por los verdes. Sólo se trabajaba una o dos horas por día y el resto del tiempo quedaba libre para la molicie. La gente se llenaba la cabeza con espectáculos subversivos y licenciosos. Los verdes vivían en pie de igualdad con el resto de los ciudadanos. Incluso se contaban historias de espantosos acoplamientos entre las dos razas.

Por fortuna, nuestro país fue uno de los muy pocos que despertaron temprano y descubrieron la magnitud del peligro cuando aparentemente aún había posibilidades de frenar el desborde.

Apenas los verdes se entregaron a sus primeras abominaciones, convocamos a una reunión de personas maduras y responsables para plantearles el problema. Les hicimos entender que no debíamos tomar las cosas a la ligera.

En las fábricas, los índices de producción bajaban con el mismo ritmo acelerado con que aumentaba el ausentismo del personal. Ideas extrañas circulaban entre los obreros y los intelectuales. La fibra moral de la población se estaba relajando y los jóvenes, siempre proclives a caer en la rebeldía y a encandilarse con las novedades, empezaban a despreciar nuestra forma tradicional de vida. Nuestros propios hijos e hijas habían bailado con los verdes en una fiesta equívoca que había tenido repercusión en los diarios. Yo había escuchado en mi hogar palabras de aprobación para las costumbres estragadas de los invasores. Si continuábamos por ese camino, pronto asistiríamos a una mezcla de razas cuyas consecuencias serían catastróficas para los principios rectores de la civilización.

Era necesario proceder con rapidez para que las consecuencias no se hicieran irreparables.

En la reunión se logró un acuerdo unánime y adoptamos un plan de acción enérgico e inmediato.

Los verdes fueron expulsados de las ciudades. Para ello hubo que desalojarlos de las plazas, así como de los jardines particulares de los que se habían adueñado con total indiferencia por los derechos de sus propietarios. Luego para evitar nuevas incursiones de los invasores, se arrasaron todos los espacios verdes y se los cubrió con asfalto. Y como algunos individuos díscolos se empeñaban en brindar albergue a los verdes, hubo que prohibir que se cultivaran flores en tiestos.

Las protestas que nuestro programa suscitó en varios grupos exóticos nos demostraron que nuestros temores no habían sido equivocados y que no nos habíamos dado demasiada prisa. Las fuerzas del orden debieron intervenir para sofocar numerosos motines callejeros cuyos protagonistas eran casi siempre jovencitos contumaces que salían en defensa de los verdes. Los habituales idealistas redactaron protestas indignadas en las que se nos acusaba de ser racistas y enemigos del progreso. Mi hija se atrevió a increparme en la mesa, mientras cenábamos, y a hacer el panegírico de los verdes y sus supuestas virtudes, con lágrimas en los ojos.

Una vez cumplida la etapa urbana del plan, se decretó el exterminio de todos los verdes que aún se hallaban en nuestro territorio. La tarea fue relativamente fácil, porque como he dicho los invasores no tenían ni medios ni capacidad para defenderse. Se dejaban matar como moscas, y el cochino jugo verde que corría por sus nervaduras impregnaba los campos convirtiéndolos en fangales. La peor resistencia la opuso la plebe que pretendía defender a los invasores.

Anoche, las últimas bandas de verdes ya estaban acorraladas en los bosques. Faltaba dar la orden de ataque y la aniquilación sería total. No estábamos dispuestos a dejarnos enternecer ni siquiera por el hecho de que dos días antes varias patrullas de reconocimiento habían encontrado, en distintos lugares, frutos caídos de sus pedúnculos en los que no había criaturitas verdes sino pequeños seres humanos. Por el contrario, esta prueba de las aberraciones a las que se habían dejado arrastrar los hombres, apuntaló nuestra intención de ser inflexibles, y ordenamos también que se sacrificara a los pequeños engendros.

Sólo hoy hemos flaqueado. Sabemos que los verdes han ganado al fin y al cabo la batalla y han echado la semilla de una raza que sobrevivirá a la nuestra. Hoy nos hemos enterado de que en el pecho de nuestras hijas, como en el de millones de muchachas, ha empezado a brotar el capullo de una flor.

Ellos

Después de despertar tardé un momento en orientarme. Primero noté la ausencia de la mesita de noche en el lugar habitual, cuando estiré la mano para buscar el interruptor de la lámpara. Luego observé que el armario de luna no estaba a los pies del lecho, ni la cómoda a la izquierda, y que la persiana entre cuyas tablillas se filtraba el sol no era la de mi balcón. Esa tampoco era mi cama…

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