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Authors: Eduardo Goligorsky

Tags: #Ciencia Ficción, Cuentos

A la sombra de los bárbaros (5 page)

BOOK: A la sombra de los bárbaros
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Sin embargo, y no obstante que desde hace incontables generaciones nuestros preceptores nos inculcan, a partir de la infancia, la idea de que la muralla está destinada a defendernos de los bárbaros que nos rodean, unos pocos recalcitrantes, entre los que me cuento, hemos experimentado una angustiosa sensación de soledad y asfixia al enterarnos de que ya no queda ni un simbólico resquicio que nos comunique con las comarcas vecinas. Lo cual no significa que antes hubiera comunicación. Porque desde el momento en que se hincaron en la tierra los primeros mojones destinados a marcar los lugares por donde pasaría la muralla, se cortó el contacto con los bárbaros. Ya nadie recuerda su aspecto, e intuyo que es por eso que mi fantasía los idealiza con rasgos que, si son humanos como nosotros, seguramente no tienen.

Pienso que son todos eterna y milagrosamente jóvenes. Las mujeres son esbeltas, dulces y sensuales, y están envueltas por un hálito de inefable belleza. Los hombres son gallardos, ágiles y vigorosos, y lucen, como sus compañeras, largas melenas ensortijadas. Sus ojos dorados se comunican señales de inteligencia que hacen superfluo el lenguaje, pero a pesar de ello hablan con cristalinas modulaciones que actúan sobre los sentidos como un bálsamo sedante. Si me encontrara con uno de los bárbaros, ciertamente lo confundiría con un mensajero celestial.

La imagen que me he forjado de los bárbaros me deleita, pero al mismo tiempo me aterra. Porque no entiendo la fascinación que ejercen sobre mi. Sé que lo que se dice de ellos es cierto y que es prudente que una sólida muralla nos aísle de sus sacrílegos sortilegios. No veneran los signos y profanan el confín insondable de las esferas con diabólicos artefactos de pavorosa potencia. Los veo por las noches, cuando cabalgan hacia el firmamento sobre sus husos de plata, dejando tras de si patéticas estelas luminosas. ¿Acaso mueren en el trayecto, como está escrito que debe sucederles a quienes desafían las leyes del misterio eterno? ¿O es posible que su obstinación haya dado frutos y que estén explorando ya los abismos de la bóveda infinita? Si así fuera, debería sentirme doblemente seguro de que se han aliado con poderes innombrables.

Pero cualquiera que sea la naturaleza de los bárbaros —ángeles o demonios— no puedo dejar de sentirme identificado con sus titánicas proezas. Sospecho que la explicación de mi actitud reside en una comunidad de linaje que echa sus raíces en milenios remotos, cuando los bárbaros y nosotros formábamos una sola raza. Es por eso, lo sé, que cuando veo volar a mis hermanos rumbo al cielo se atropellan dentro de mi alucinantes reminiscencias, imágenes portentosas que evocan espasmos de asombro crípticas palabras dictadas por una arcana memoria que siempre permaneció latente, y escribo, sí, escribo sobre el polvo del camino esos signos cabalísticos que los expertos en la ciencia hermética denominan letras. Yo, que jamás he estudiado las artes prohibidas, enhebro divagaciones sobre galaxias, computadoras, amor, libertad. Estallan soles dentro de mi cabeza y corre por mis arterias algo que un instinto oculto me induce a definir como un torbellino cósmico.

Luego borro discretamente con el pie todo lo que he escrito, para no despertar la curiosidad de los guardias.

Historia de familia

A mis añorados amigos de Buenos Aires

Sé que es inútil que cuente esta historia. Nadie la leerá. Hemos llegado al punto crítico del gran cambio y en el futuro nos aguarda algo totalmente distinto. Sin embargo, no puedo resistir la tentación de escribir. Es la veta intelectual que persiste en mí.

Hace siglos, quizá milenios, porque el cómputo se ha perdido, mis antepasados brillaban en la constelación de los sabios. Su gloria tenia dimensiones internacionales. La familia conservó la tradición oral de sus hazañas. Algunos de ellos viajaban por el mundo —pues entonces eso era posible— para comunicar sus conocimientos a otros estudiosos. También escribían libros. Mi abuelo se complacía en referir que un hombre que ostentaba nuestro apellido había recibido un premio con que toda la humanidad recompensaba a sus benefactores. Pero dicho sea en honor a la verdad, mi padre me explicó, luego que era imposible confirmar este aserto, y que el mismo entraba en el nebuloso campo de la leyenda.

En cambio, en un lugar muy secreto se guardan documentos amarillentos pero fehacientes acerca de la participación que tuvo otro miembro de la familia en una expedición al espacio exterior. Por eso, cada vez que veo la estela de una nave que surca el cielo rumbo a otros planetas, no puedo dejar de sentirme orgulloso de llevar la sangre de ese antepasado. Y al mismo tiempo me parece mentira que uno de los míos haya viajado en esos portentosos cilindros relucientes, en tanto que ahora yo me encuentro en un trance tan distinto. Me invade una congoja atávica cuando pienso que en el curso de mi vida jamás he podido acariciar siquiera el fuselaje de una nave que haya sufrido la fricción del polvo cósmico, y que tampoco podré hacerlo en el futuro. ¿Por qué seré distinto de los demás? ¿Por qué perdurará en mí esta capacidad de afligirme por lo que ya no inquieta a nadie?

Si éstos son mis sentimientos, me imagino cuánto mayor debió de ser la pena de los descendientes inmediatos de aquel lejano pionero. Pues precisamente ellos fueron los testigos de las primeras etapas del gran cambio.

En aquella época remota se produjo la ruptura con las demás naciones. Era un periodo de efervescencia y prosperaban en el mundo ideas extravagantes. Se comprobó que algunos científicos que asistían a las sesiones del Consejo Espacial y de otros organismos mundiales asimilaban dichas ideas de sus colegas extranjeros. Según uno de los arcaicos documentos a que he hecho referencia, al regresar de su expedición espacial mi antepasado formuló comentarios que no concordaban con la filosofía imperante, y por eso las autoridades locales lo destituyeron de su cargo y le prohibieron reanudar sus exploraciones.

Naturalmente, la mayoría de los detalles de lo que sucedió luego se han olvidado, porque desaparecieron los textos que aún circulaban. Exceptuando a los miembros de mi familia, no he conocido a nadie que se preocupara por preservar la crónica de lo ocurrido.

Aun así, la transmisión oral permite reconstruir algunos datos históricos. Y las condiciones presentes parecen ratificar la veracidad de dicha reconstrucción.

A medida que transcurría el tiempo, se consolidaban tanto la certidumbre de que los hombres de ciencia y los técnicos no eran dignos de confianza como la tendencia a acusarlos de compartir ideas equivocas. Los encargados de controlar su desempeño les restringieron gradualmente los permisos para trasladarse al exterior. También se los fue alejando poco a poco de los centros de enseñanza para que no ejercieran su perniciosa influencia sobre los jóvenes. Por fin, resultó tan difícil discriminar lo puramente educativo de lo que se tomaba por una contaminación corruptora, que se prefirió prescindir del estudio como tal. Lógicamente, esto implicó una decisión radical, pero puestos en un platillo de la balanza los valores que se deseaba salvaguardar, y en el otro los riesgos inherentes a la difusión de puntos de vista erróneos, prevaleció el deseo de proteger los primeros.

Los demás países, irritados por esta política orientada a amparar lo que se consideraba primordial para la integridad del espíritu nacional, lanzaron una vigorosa campaña detractora. Sobre cada turista que cruzaba las fronteras rumbo al extranjero convergía una ola de criticas que minaba su confianza en el acierto del régimen elegido. Fue necesario cortar todo intercambio humano con el exterior. Más tarde se suspendieron las comunicaciones de todo género y el ingreso de aquellos materiales que pudieran presentar otros sistemas de vida.

Hubo un momento en que se reunió una convención internacional para debatir lo que se haría con nuestro país, el único que tomaba un cauce distinto del que había escogido el resto de la humanidad. Algunos delegados propusieron intervenir por la fuerza, para corregir lo que ellos entendían como una aberración. Pero la mayoría prefirió dejar que los réprobos quedaran librados a sus propias fuerzas. En el universo se habían abierto nuevos focos de interés que concitaban todas las energías disponibles. El contacto con civilizaciones desconocidas aún era una novedad que entusiasmaba al público. El descubrimiento de yacimientos galácticos capaces de satisfacer indefinidamente las necesidades de la tierra estimulaba a desplegar en el espacio todo el espíritu de progreso que hasta entonces había estado prisionero en un ámbito estrecho. La circunstancia de que un país deseara mantenerse alejado de esa empresa no bastaba para perturbar planes de tanta trascendencia. Yo había observado que al llegar a este punto de la historia, la voz de mi padre siempre se cargaba con un dejo de amargura. Según él, las otras naciones habían obrado así impulsadas por un criterio egoísta. Aparentemente, un delegado a la convención había dicho que seria interesante dejar a los partidarios del orden antiguo como elemento de cotejo para observar de qué modo se efectuaba el ciclo de desarrollo en condiciones diametralmente opuestas.

No sé si la versión que había llegado a oídos de mi padre era correcta, pero si lo era, aquel delegado había elegido en verdad un buen sistema de experimentación.

El aislamiento impuso nuevas formas de vida. Los voceros de la opinión oficial exaltaron estas formas, definiéndolas como más puras y auténticas. El espíritu de competencia prosperó hasta alcanzar una magnitud nunca prevista.

Mis antepasados, a los que se había cerrado el camino de la investigación y el estudio científicos, procuraron adaptarse en la mejor forma posible a la flamante situación. La falta de contactos con el mundo exterior impedía renovar las maquinarias y actualizar los recursos técnicos. En las ciudades se abrieron infinitos talleres para realizar los trabajos que hasta entonces habían corrido por cuenta de organizaciones gigantescas que paso a paso iban quedando inactivas. Entonces, los lejanos miembros de mi dinastía se orientaron hacia las tareas rurales para satisfacer las necesidades de esos incontables artesanos. Compraron grandes extensiones de tierra y las arrendaron a quienes no habían tenido suficiente visión para aprovechar las oportunidades que brindaban los centros urbanos. Los campesinos que aspiraban a radicarse en las haciendas de mi familia eran cada vez más numerosos, pues en la ciudad sólo podían sobrevivir los muy aptos. Esta creciente demanda de campos permitió imponer nuevas condiciones de trabajo.

En esa época mis antepasados pudieron cultivar nuevamente su antigua pasión por las actividades intelectuales. Levantaron en sus feudos lujosos castillos, y aislados en ellos del bullicio mundano, llenaron largos códices con interesantes relatos en los que la realidad se combinaba con la fantasía. Infortunadamente, muchas de esas crónicas se han perdido, pues desde hacia siglos faltaban las viejas fábricas de papel y de utensilios para la escritura, así como las imprentas, y por lo tanto había que emplear pergaminos que el tiempo deterioraba y tintas cuyos trazos se desteñían. Una consecuencia adicional de dicha pérdida consiste en que leyendo estas obras truncas ya es casi imposible discriminar lo veraz de lo ficticio. Empero, se observan en sus textos vislumbres de nostalgia por el pasado y frecuentes referencias a las naves que atravesaban el cielo rumbo a los más distantes rincones del universo, rincones éstos que los autores jamás podrían conocer.

Si bien mis antepasados continuaron escribiendo durante los siglos siguientes acerca de temas filosóficos y literarios, ésta nunca pasó de ser una actividad subsidiaria, porque las fluctuaciones constantes de la economía reclamaban la mayor parte de su atención.

Los campesinos que arrendaban las tierras se habían empobrecido, pues en las ciudades les pagaban cada vez menos por sus productos, y ya no abonaban la renta con dinero sino con su trabajo personal, o con los servicios que prestaban en los ejércitos particulares de mi familia que luchaban contra los de otros potentados. Llegó un momento en que los míos quedaron dueños no sólo de los campos sino asimismo de sus ocupantes abrumados por las deudas. También en las ciudades muchos artesanos arruinados por la crisis debieron venderse junto con sus familias para poder subsistir.

Es claro que para entonces eran muy pocos los que disponían de tiempo o de inquietudes suficientes para preocuparse por lo que ocurría en aquellas naciones que habían elegido otro rumbo. Se tejían leyendas fabulosas en torno a los monstruos metálicos que surcaban el firmamento día y noche. A veces éstos pasaban a baja altura, como si sus tripulantes tuvieran la misión de observar lo que sucedía en las tierras escindidas del resto del mundo, y con su proximidad excitaban aún más la imaginación calenturienta del populacho. Los mitos terroríficos que envolvían a los pájaros de fuego contribuían a alejar toda pretensión de explorar las regiones vecinas donde residían pueblos tan distintos, dotados de poderes tan singulares. El mar, los bosques y las montañas se habían convertido en un perímetro inexpugnable dentro del cual se desarrollaba una fantástica experiencia. Sólo en el seno de mi familia se sabía qué era lo que había más allá de las fronteras y cómo había empezado todo, pero si alguno de nosotros hubiera pretendido divulgar la verdad, la opinión pública lo habría tachado inmediatamente de hechicero y charlatán, cuando no de loco.

Sea como fuere, nuestra civilización también tenia de qué enorgullecerse. Bajo el rígido control de una autoridad en la que participaba mi dinastía, se levantaron magníficos monumentos destinados a perpetuar la memoria de una época. Millones de hombres cargaron sobre sus espaldas colosales lajas de piedra para construir templos, arcos, puentes, torres y pirámides. Los huesos de los caídos en la faena se blanqueaban sobre el borde de los caminos.

La contraparte de semejante esplendor consistió en que estas obras empobrecieron al Estado y por todas partes estallaron rebeliones. Los trabajadores desertaban de sus campamentos y huían a la selva, que cada vez conquistaba más terreno alrededor de las ciudades. La gente prefería vivir de manera precaria, ganando su sustento con la caza y la pesca antes que padecer las hambrunas y las pestes que diezmaban a las poblaciones urbanas. Al quedarse sin servidores, los gobernantes también debieron sumarse a las bandas nómadas.

Asimismo se ha producido un gradual acostumbramiento a las condiciones que imperan en los bosques. Incluso nuestro físico se ha adaptado a la vida en contacto directo con la naturaleza. Sobre nuestro cuerpo ha crecido un vello cada vez más espeso que nos protege de las inclemencias del tiempo. Algunos de nosotros ostentamos una magnifica pelambre oscura.

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