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Authors: Eduardo Goligorsky

Tags: #Ciencia Ficción, Cuentos

A la sombra de los bárbaros (13 page)

BOOK: A la sombra de los bárbaros
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Trepó al vagón. El interior estaba recalentado por el sol. Metió la mano en la caja de los frasquitos y tanteó inútilmente el fondo.

Estaba vacía.

El hombre miró estúpidamente a su alrededor. No había ninguna caja parecida. El resto del vagón estaba ocupado por grandes esqueletos de madera, con máquinas que olían aún a aceite y a grasa rancios. El sabía que en los otros vagones tampoco hallaría lo que buscaba. Los había visitado y sólo contenían otras máquinas embaladas.

Comprobó por última vez que la caja estaba vacía fue hasta la puerta del vagón y saltó nuevamente a tierra. El jefe de los cazadores le miró las manos, frunció el ceño, y emitió un chorro de palabras rápidas, tajantes. El hombre volvió a entender Sabio, hijo, remedios, mi hijo.

Se encogió de hombros y se acercó al canasto que contenía las botellas de vino. Pero uno de los cazadores le cerró el paso y le apoyó la punta de la lanza contra el pecho.

El jefe de los cazadores dijo algo a sus espaldas.

El hombre se rascó la barba, indeciso. La lanza era un obstáculo insalvable.

Se volvió, y fue a sentarse nuevamente en el piso del vagón, con las piernas flacas y desnudas colgando hacia afuera, asomadas por la abertura del gabán.

De pronto, la escena se transformó. El jefe de los cazadores dejó al niño en brazos de un compañero y avanzó hacia el hombre del tren, con semblante hosco. Cerró la mano sobre la empuñadura del cuchillo, que asomaba por encima del borde del taparrabos, y con un tirón sacó a relucir la hoja afilada. La blandió frente al hombre, que lo miraba sin conmoverse.

Sabio… mi hijo… remedios…

Irritado por el silencio del hombre, el cazador lo tomó por el faldón del gabán, y con un tirón brusco lo hizo caer de su precario asiento.

El hombre se desplomó de bruces sobre el pastizal. Entonces el jefe de los cazadores trepó con un salto al vagón y desapareció en su cálida penumbra.

El hombre se incorporó a su vez con un brinco ágil y quiso seguirlo, pero tropezó con una barrera de lanzas. Un momento después el jefe de los cazadores reapareció con el rostro crispado por la furia. Traía en las manos, además del cuchillo, una caja de cartón vacía.

Otro torrente de palabras brotó de los labios del jefe.

Escondido… dónde… Sabio… dónde…

El hombre siguió callado, acariciándose la pelambre mugrienta. Todo eso era tan absurdo como el lejano caos de la ciudad. Volvió a mirar las botellas, con melancólica resignación. Ignoraba qué le estaban diciendo, pero por el tono comprendió que ya no podía esperar nada de esa gente.

Se encogió nuevamente de hombros. Sólo debía aguardar hasta que se fuesen y lo dejaran en paz. Más tarde se las arreglaría. Ahí, junto a la vía, se deslizaba en ese momento una lagartija verde. No tenía cola, y en sus flancos asomaban dos muñones deformes, pero le hincaría con gusto el diente. Era una lástima que se hubiese agotado su provisión de vino.

El jefe de los cazadores se irguió frente a él, aullando como un loco.

Dónde… escondido… remedios… dónde… Sabio…

Con un ademán colérico, arrojó la caja de cartón a los pies del hombre del tren. Luego avanzó, blandiendo el cuchillo, apuntando con la hoja hacia el vientre que la abertura del gabán dejaba al descubierto.

Dónde… escondido… remedios… mi hijo… remedios… Sabio…

El hombre no contestó, y la hoja de acero describió un arco refulgente y se hundió en el abdomen hasta la empuñadura, y volvió a salir con un ruido succionante y un gorgoteo de sangre, y siguió clavándose y desprendiéndose de la carne hasta que el hombre cayó sobre los pastos, con los ojos desorbitados y vidriosos y las manos crispadas sobre las entrañas abiertas.

La sangre todavía brotaba mansa y lentamente de la herida, con débiles palpitaciones, cuando los cazadores emprendieron la marcha hacia el campamento.

Olaf y las explosiones

Myra apretó el botón y oyó el zumbido característico. En pocos minutos, las ondas ultrasónicas terminarían de limpiar la vajilla. Después, el mecanismo automático detendría el aparato y en la casa volvería a reinar el silencio.

La construcción semiesférica que les servía de vivienda estaba aislada en medio de la planicie, donde la soledad y la monotonía alcanzaban magnitudes torturantes. Sólo la voz de las mellizas quebraba durante el día la muralla de inhumano aislamiento. O la conversación de Olaf, durante los breves períodos que pasaba en la casa.

Pero ahora su esposo estaba ausente y las mellizas dormían. Era la hora en que la atmósfera de desarraigo y reclusión se hacía más intensa.

La ciudad estaba lejos. Olaf tardaba cinco minutos en llegar a ella en su autopropulsor. Pero de todos modos, Myra tampoco habría encontrado allí una satisfacción a su sordo instinto gregario. Durante la noche los gigantescos edificios estaban desiertos, abandonados por los técnicos que se trasladaban a sus respectivas semiesferas. Además, éstas se hallaban separadas por grandes distancias que nadie se molestaba en recorrer para gozar del dudoso privilegio de la compañía ajena.

En realidad, Myra se sentía desconcertada por tan súbitas rachas de melancolía, que la hacían desear que la conversación, los sonidos y alguna manifestación de vida activa animasen el medio que la rodeaba. Subió a la cinta transportadora, que la condujo a lo largo del pasillo, y descendió de ella al pasar frente al cuarto de las mellizas. Como todas las noches, se acercó de puntillas al lecho de las criaturas para echarles una última mirada antes de retirarse a su propia habitación.

La luz de las estrellas, que penetraba a través de la cúpula transparente, le mostró a sus hijas sumidas en un plácido sueño. Tenían tres años, y sus mejillas rubicundas y sus rizos rubios siempre ejercían un efecto sedante sobre Myra, que se veía retratada en esas facciones infantiles.

Por fin, después de comprobar que nada turbaba el reposo de las mellizas, Myra retornó a la cinta transportadora, que esta vez la condujo hasta el extremo final del pasillo, donde tenía su alcoba.

Pocos minutos más tarde se hallaba tendida en su cama, con la mirada fija en el firmamento estrellado. En un lapso muy breve contó diez puntos luminosos en movimiento. Probablemente uno de ellos correspondía a la nave de Olaf que regresaba de su expedición.

Hacía ya diez días que su esposo había partido en un viaje por el espacio. Olaf era un técnico muy especializado, y tenía a su cargo la dirección de uno de los laboratorios de la ciudad, pero últimamente debía viajar con mucha frecuencia y por períodos cada vez más prolongados.

Olaf nunca era muy explícito respecto al motivo de sus expediciones. En general, se limitaba a describir con su típico lenguaje frío y conciso los lugares que había visitado: los bosques exuberantes del trópico venusino, o los laberintos subterráneos de Marte, o los océanos gaseosos y turbulentos de Saturno. Pero sus exploraciones más recientes lo habían transportado a otros sistemas de la galaxia, y Myra oía boquiabierta los comentarios de Olaf acerca de Deneb II y sus praderas de liquen rojo, o acerca de Ylene y sus cristalinas ciudades subacuáticas.

El curso de los pensamientos de Myra fue interrumpido por el veloz desplazamiento de una estela ígnea sobre la cúpula transparente. Era una nave que estaba desacelerando para aterrizar. Quizás en ella se encontraba Olaf.

Entregada a sus divagaciones, Myra se preguntó si verdaderamente deseaba el regreso de Olaf. Esta era una idea que, en los últimos tiempos, surgía en su cerebro con tan asombrosa persistencia que ella comenzaba a sospechar que el mundo estaba al borde de un cambio, y que sus extraños sentimientos de disconformidad no eran más que una prueba de ese cambio.

En otra época, Myra no se hubiera atrevido a poner en duda la fidelidad y el respeto que le debía a Olaf. Su madre, casada también con un técnico, le había enseñado a aceptar el destino reservado a todas las muchachas del planeta.

Trató de recordar a su padre, y no encontró en su imagen ningún rasgo que lo distinguiese de Olaf. La recorrió un escalofrío cuando comprendió que tampoco serían distintos de Olaf los futuros esposos de sus dos hijas. Ellos también serían técnicos. Sólo los técnicos podían aspirar al matrimonio.

Se preguntó quién había decidido que el mundo se rigiese por ese orden. Hasta hacía muy poco tiempo Myra había estado dispuesta a aceptar que se trataba de una jerarquía natural y que todo había sido siempre así. Al fin y al cabo, parecía lógico. Los técnicos eran los seres más inteligentes, más fuertes, más capacitados para el progreso y la supervivencia. Y, sin embargo…

Myra trató de establecer con exactitud en qué instante habían surgido sus dudas. No pudo engañarse. Ella sabía muy bien dónde estaba el origen de su rebeldía. Dos años después de dar a luz a las mellizas, tuvo otro hijo. Un varón. Myra había supuesto que sabría aceptar con resignación lo estipulado para tales casos.

Las mujeres no podían conservar a su lado a los hijos varones. La misma madre de Myra había entregado tres hijos a los técnicos. Y Myra nunca volvió a ver a sus hermanos.

En ninguna de las tres ocasiones su madre insinuó la menor resistencia, y Myra llegó a convencerse de que cuando a ella le llegase su turno procedería con la misma impasibilidad. Aunque, íntimamente, conservó la ilusión de que todos sus vástagos serían de sexo femenino, lo que le ahorraría el desgarramiento de la separación.

El nacimiento de las mellizas pareció confirmar sus esperanzas, y por ello sintió una inmensa alegría cuando descubrió que estaba nuevamente embarazada. Sin duda alguna sería otra niña. O dos, para no desmerecer sus antecedentes.

Fue un varón, y Myra comprobó súbitamente que entregar a su hijo le resultaba más doloroso que someterse a una amputación física. Por primera vez, desde su unión con Olaf, trató de llegar a su corazón para convencerlo de que debían conservar el niño.

Olaf no estaba preparado para entender ese tipo de argumentos. En su cerebro no había lugar para sentimentalismos: sólo lo había para asimilar principios científicos, cálculos matemáticos, ordenamientos lógicos. Y para las leyes inapelables de la sociedad en la que vivían.

Precisamente, una ley estipulaba que era obligatorio poner todo hijo varón en manos del Estado, y la rutina debía cumplirse. El niño fue entregado por el mismo Olaf a los técnicos que se encargarían de educarlo y asimilarlo a sus tareas futuras.

Sí, pensó Myra, ahora estaba más claro que nunca. Desde ese momento habían quedado cercenados todos los vínculos que la unían a la sociedad.

A su modo, pasivamente, ella era una rebelde.

¿Pero de qué valía su disconformidad? Aislada en esa semiesfera, en medio de la planicie solitaria, no era mucho lo que podía hacer para transformar las leyes injustas.

Volvió a preguntarse si el mundo había sido siempre así. Y si el orden imperante era inconmovible. Myra ignoraba el pasado. El estudio de la historia estaba vedado a los seres comunes. Sólo los técnicos tenían acceso a los archivos acumulados en una torre gigantesca que se erguía en el centro de la ciudad. Allí se nutrían con la sabiduría antigua, cuyo secreto conservaban celosamente. La ubicación de la torre y el carácter de su contenido era todo lo que Myra había podido sonsacarle a Olaf.

¿Y el futuro? ¿Era posible trazar planes para el futuro, indagar en sus tinieblas cuando cada individuo común estaba colocado bajo el signo del aislamiento y la ignorancia?

Myra tuvo un sobresalto en el lecho. Algo le dijo que la respuesta a su interrogante estaba en lo que acababa de oír.

Una sucesión de estallidos crepitó en medio del silencio.

Estas explosiones eran algo nuevo en la vida del planeta, o por lo menos, en la muy reducida porción del planeta que ella conocía. Habían empezado a producirse hacía cuatro o cinco meses, y al principio fueron para Myra una incógnita indescifrable.

Myra sabía desde su infancia que las semiesferas no eran las únicas construcciones que se levantaban en la planicie. En ciertas zonas, a las que estaba prohibido acercarse, se elevaba la maciza estructura de los combinados fabriles y de las centrales atómicas. Allí se producía todo lo necesario para la subsistencia de los habitantes de la Tierra, y para el comercio con los planetas con los que se mantenían relaciones. Y también se generaba allí la energía que consumían las máquinas, los edificios de la ciudad, las viviendas.

Los combinados fabriles y las centrales atómicas estaban dirigidos por equipos de técnicos con un entrenamiento especial. Su ejército de obreros se hallaba constituido por los millones de hijos que la casta de los técnicos sustraía a las mujeres. Hijos idénticos al que le habían arrebatado a Myra un año atrás.

Y ahora, Myra tenía la certeza de que las explosiones que turbaban el reposo nocturno provenían de esos centros neurálgicos del mundo civilizado. A veces, los estallidos se repetían con intervalos de pocas horas o días. A veces, estaban más espaciados. Pero nunca se interrumpían por completo.

Myra se había acostumbrado a esos rugidos sordos y lejanos, después del sobresalto inicial. Formaban parte de su pequeño universo íntimo y secreto. Incluso, sabía que, si alguna contingencia los silenciaba definitivamente, se apoderaría de ella una nueva angustia, una sensación de desamparo e impotencia que la llevaría al borde de la locura.

En la mente de Myra los estallidos se entrelazaban de modo extraño con el esqueleto aún frágil de su rebeldía, y como consecuencia de esta combinación germinaba un nuevo aliciente para su voluntad de vivir. Vivir por algo… a la espera de algo que ya no le parecía imposible.

Porque, a su vez, las detonaciones eran el presagio de un cambio, de una transformación cuyos detalles esenciales Myra aún no podía captar, pero que de todos modos auguraban un progreso.

Quienes provocaban los estallidos en las centrales atómicas eran, indudablemente, los hombres que trabajaban en ellas. La frecuencia y regularidad de las explosiones eran pruebas suficientes de que no se producían por azar. Era absurdo suponer que sin la intervención de factores externos se estuviese pasando de un sistema de trabajo perfecto y seguro a una reiteración de accidentes casuales. La mano del hombre estaba presente en la planificación del caos.

Sí, el caos. Myra sabía que el sabotaje empezaba a producir el efecto apetecido. A pesar del laconismo de Olaf, ella había intuido que los técnicos estaban preocupados. Las reservas de elementos fisionables que se utilizaban para alimentar las centrales eran cada vez más escasas, y los estallidos las destruían con regularidad exasperante. Los viajes de Olaf estaban relacionados, de alguna manera, con la adquisición de nuevas reservas, pero aparentemente sus gestiones habían sido infructuosas.

BOOK: A la sombra de los bárbaros
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