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Authors: Eduardo Goligorsky

Tags: #Ciencia Ficción, Cuentos

A la sombra de los bárbaros (15 page)

BOOK: A la sombra de los bárbaros
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Carajo, se dijo Fermín, mañana voy a estar abombado cuando vaya al galpón. Y si se me cae una bolsa y el capataz chilla me van a sobrar motivos para perder el sueño.

A pesar de sus esfuerzos, Fermín Sosa siguió despierto. Porque sin que él lo sospechara, el rayo estaba enfocado sobre su cuerpo.

Afuera todas las casitas tenían las luces apagadas. La radio había enmudecido, y había cesado el coro de los perros. En el cielo sin luna, sobre la cabeza insomne de Fermín Sosa, brillaban los infinitos cuerpos del espacio, cuyos nombres él ignoraba. Apenas sabía algo acerca de la existencia de Marte, porque era colorado, y se lo habían mostrado cuando era pibe, y le habían dicho que era el planeta de la guerra, y en alguna revista había leído que tenía unos habitantes muy raros; y después estaba Venus, que brillaba mucho y tenia alguna relación con el amor; y las Tres Marías, que eran tres; y la Cruz del Sur, que quién no la conocía. Pero no lo habría creído si le hubieran dicho que más allá de los resplandores y parpadeos que alcanzaba a ver las pocas veces que levantaba los ojos al cielo de la noche, había otros mundos, otros planetas, otras estrellas, otras galaxias.

Fermín Sosa lo ignoraba, y, sin embargo, un rayo que se desplazaba fuera del tiempo y del espacio, atravesando los abismos siderales desde una galaxia que no aparecía en ningún mapa astronómico, había venido a posarse y a actuar sutil y silenciosamente sobre un punto de su cuerpo, el cuerpo intrascendente de Fermín Sosa.

La sala era espaciosa, y a través de la cúpula transparente se veía un límpido cielo amarillo, cerca de cuyo cenit flotaban dos satélites violetas. En el centro de la sala había dos columnas negras, brillantes y lisas, sobre las cuales estaban montadas dos esferas también negras, aparentemente del mismo material que las columnas. Del interior de las esferas brotaban unas vibraciones tenues y melodiosas.

—El rayo genético ha establecido contacto —anunció la vibración que emergía de la primera esfera, cuyo ocupante tenia a su cargo el control del proyector de radiaciones de la Sala Galáctica.

—¿Cómo reacciona el sujeto? —preguntó la vibración de la segunda esfera, en la que se hallaba el operador de la computadora.

—Bien, sin cambios.

—Es interesante comentó la vibración de la segunda esfera—. Por primera vez realizamos un experimento en el que no se han analizado previa y exhaustivamente todos los factores. Y la presencia de esa incógnita, que, sin embargo, es el elemento fundamental de la experiencia, me hace sentir… no sé… supongo que son esas emociones que nuestros antepasados primitivos clasificaban como intranquilidad, inseguridad, algo que ahora no podemos definir exactamente.

—Es cierto —respondió la vibración de la primera esfera—. Intranquilidad… inseguridad… es desconcertante y al mismo tiempo agradable.

—¿Qué sentirá ahora el sujeto?

—Probablemente nada. De acuerdo con las pruebas de laboratorio, la radiación genética no provoca reacciones perceptibles.

—¿Pero podemos saber acaso si el sujeto reacciona como los organismos artificiales de nuestros laboratorios?

—Todo lo que se refiere al sujeto es una incógnita. Aun así, las computadoras demuestran que los organismos artificiales reproducen todas las combinaciones posibles de materia viva.

—Nuestro primer contacto directo con un ser de otro planeta… dijo la vibración de la segunda esfera, y su ritmo se alteró brevemente en una nota que para un oído humano habría sido un signo de emoción—. Un planeta acerca del cual no sabemos nada.

—Sabemos, por lo menos, que allí hay una forma superior de vida, inteligente y activa —replicó la vibración de la primera esfera—. Así lo demostraron las computadoras después de analizar millones de mundos. Y la pantalla del proyector indica que las radiaciones son absorbidas normalmente.

—De cualquier modo, mañana conoceremos los resultados.

—Si, mañana —asintió la vibración de la primera esfera—. Pero ese mañana nuestro equivale a treinta años en el planeta del sujeto. Un lapso suficiente para que él procree y para que los poderes latentes de la célula irradiada se manifiesten en su hijo. Esta criatura tendrá una inteligencia ilimitada, independiente del nivel mental del sujeto padre. Será el adelantado de nuevos seres, y revelará a su mundo todas las posibilidades de la ciencia y de la técnica. Entonces los elegidos elaborarán instrumentos para responder a nuestro mensaje. Intercambiaremos experiencias y conocimientos y después… el gran salto para el encuentro de las civilizaciones.

—Todo eso mañana…

—Dentro de treinta años para ellos —insistió la vibración de la primera esfera—. Nuestra pantalla mantendrá un enlace permanente, primero con el sujeto, luego con la célula en marcha hacia la fecundación, y por fin con el ser engendrado. Mientras la luz brille en la pantalla, sabremos que el proceso sigue su marcha. Sólo nos queda esperar.

—Hubiese sido mejor tratar a una cantidad mayor de sujetos dijo la vibración de la segunda esfera—. Nos habríamos asegurado así mayores probabilidades de éxito.

—Algún día eso será posible. Por ahora, sólo contamos con un proyector, capaz de modificar un solo organismo, y si fracasamos, pasarán diez días, trescientos años para ese mundo, antes de que encontremos un nuevo sujeto.

Fermín Sosa ya se había resignado a no dormir esa noche. El calor no cedía, y el insomnio lo había puesto tan nervioso que le palpitaban las sienes.

Se preguntó si faltaba mucho para que aclarase. Abrió bien los ojos y escudriñó la esfera del despertador, cuyo tic-tac era cada vez más estridente. La pintura luminosa se había gastado hacia mucho tiempo, y aunque algunos números todavía parecían manchitas fosforescentes en la oscuridad, no pudo ver las agujas.

Dio media vuelta. Le molestaban las sábanas, empapadas de sudor. Envidió a la Rufina, que dormía tan serenamente que ya ni siquiera chasqueaba la lengua.

De pronto, sintió ganas de acariciar a la Rufina. Hacía dos noches que no la abrazaba, recordó. Los últimos días había vuelto muy cansado del trabajo, y por la mañana apenas si tenia tiempo de lavarse, tomar unos mates con galleta y salir para el molino. Ahora, en cambio, a pesar del insomnio, un calorcito familiar se le insinuaba en el bajo vientre.

Tosió un par de veces, para ver si la Rufina se despertaba. Pero ella no abriría los ojos aunque la casa se viniera abajo.

Después se revolvió en la cama con fuerza, estirando intencionadamente las piernas y los brazos y empujando a la Rufina.

Ella chasqueó la lengua, como si empezara a inquietarse. Pero siguió durmiendo.

Un hijo. Sin saber por qué, Fermín pensó que lo que deseaba en ese momento no era un revolcón sin consecuencias, sino algo distinto, más sólido, que se prolongase en un fruto. Que la Rufina quedase o no embarazada siempre había sido para él una contingencia librada al destino, pero en ese instante la idea adquiría un significado nuevo, solemne.

Fermín no estaba acostumbrado a luchar contra sus impulsos. Cuando tendió la mano hacia la Rufina lo hizo con decisión, como si aquel fuese un acto que podría cambiar su vida.

Sus dedos se cerraron sobre el hombro redondo, carnoso, y deslizaron hacia abajo el camisón, al mismo tiempo que acariciaban la piel húmeda y suave. Apoyó los labios sobre el cuello de la Rufina, aspiró el perfume tenue del pelo e hizo un poco de presión con los dientes.

La Rufina se volvió instintivamente hacia él y lo abrazó. Los dos cuerpos quedaron un momento en contacto, inmóviles, y al fin ella onduló las caderas para indicar que esta vez sí, se había despertado.

—La célula activada ha comenzado a desplazarse —anunció la vibración de la primera esfera—. Entramos en la segunda parte del experimento. El contacto se mantiene sin modificaciones en la pantalla.

Se quedaron abrazados.

—Vamos a tener un hijo, ¿sabés? —dijo Fermín.

—¿Cómo?

—Un hijo —insistió Fermín—. Estoy seguro de que vamos a tener un hijo.

—Dios te oiga —murmuró la Rufina.

Lo besó en la boca, con dulzura y suspiró.

De pronto él sintió deseos de verla, de contemplar ese cuerpo que pronto empezaría a combarse maravillosamente.

—Esperá un momento —dijo.

Bajó de la cama, buscó a tientas los fósforos en la mesa de luz, encendió uno, y lo acercó a la lámpara de querosene que colgaba sobre la cabecera. Al principio la claridad iluminó apenas la cara de Fermín y una parte de la pared, pero luego fue creciendo con un brillo radiante, más y más intenso, que se transformó al fin en la refulgencia de una bola de fuego enceguecedora.

—¡Fermín! —gritó la Rufina con los ojos desencajados, cubriéndose el rostro con el antebrazo, sin atinar a moverse a pesar de que la lámpara chisporroteaba sobre su cabeza—. La lámpara va a estallar, ¡Fermín! ¡Fermín!

Hubo una cascada de fuego que se volcó sobre la cama y sobre la Rufina. Una llamarada brotó de la lámpara como de la boca de un cañón, desparramando fragmentos de metal y de vidrio que acribillaron la cara de Fermín.

Chorreando sangre, él se abalanzó sobre el cuerpo que se retorcía en el lecho, envuelto en una monstruosa enredadera de fuego que estiraba sus lianas hacia el cielo raso, deslizándose por las paredes de madera y cartón, restallando, crepitando, rugiendo.

Desde afuera llegaban gritos, pero ahora en el cuarto sólo había silencio y fuego, y un olor acre y nauseabundo a carne quemada.

En un planeta que aún no figuraba en ninguna carta astronómica, la luz de una pantalla osciló brevemente, y se apagó.

—Algo ha fallado —anunció la vibración de la primera esfera—. La célula de la experiencia genética ya no existe.

Quizás el mundo elegido no estaba preparado para recibir al nuevo ser comentó la vibración de la segunda esfera—. Esperaremos diez días y veremos qué ocurre entonces.

De un diario de Buenos Aires:

…y el incendio se extendió en pocos minutos por las casas de madera y cartón prensado de la villa miseria, dejando sin techo a 78 familias.

Las autoridades que investigan las causas del siniestro han tomado declaración a numerosos testigos, y todo parece indicar que el fuego fue provocado por el estallido de una lámpara de querosene en el rancho ocupado por Fermín Sosa, argentino, de 37 años, y su compañera Rufina Godoy, paraguaya, de 32 años. Los moradores del rancho señalado como lugar de origen del incendio perecieron al no poder escapar de la trampa mortal de las llamas.

No hubo otras víctimas, pero se calcula que los daños materiales…

Un mundo espera

El edificio sólo tenía un piso, y su techo completamente chato parecía formado por una gigantesca laja de piedra roja, apoyada sobre los colosales bloques de las paredes. No había ventanas, y la única puerta visible se abría directamente sobre la cinta de asfalto. Esta cinta se prolongaba hacia abajo por la ladera de la montaña y desembocaba a lo lejos en una ciudad cuyas casas, también chatas y rojas, eran mucho más pequeñas que la de la cima y se hallaban separadas por grandes espacios verdes. Y más allá, ya cerca del horizonte, la superficie inmóvil del mar emitía destellos tornasolados bajo la luz del crepúsculo. A ambos lados de la cinta de asfalto se extendían inmensas praderas de pastos altos, monótonos, sin rocas ni árboles, donde pacían incontables ovejas que de cuando en cuando cruzaban la carretera, pues no había vallas o cercos para obstaculizar su marcha.

Del interior del vasto edificio brotaba un zumbido, punteado por chasquidos periódicos. Otro zumbido, más ronco y de intensidad creciente, anunció al vehiculo ovoidal y plateado que apareció flotando casi a ras del camino.

Al llegar al edificio solitario de piedra roja, el vehículo ovoidal se posó sobre el asfalto y apagó los motores. Luego hubo un silbido, se descorrieron los paneles laterales del fuselaje, y descendió una decena de hombres y mujeres de distintas edades, cuya piel era en algunos casos muy blanca y en otros de un color negro lustroso, con varias gamas intermedias de cobrizo. No obstante, a pesar de sus diferencias, todos esos seres tenían una idéntica belleza, rostros armoniosos y dulces, cuerpos esbeltos y paso grácil y ligero. Vestían unas túnicas blancas y flotantes, aunque plegadas de distintos modos, según sus gustos particulares.

El grupo se encaminó hacia el edificio de piedra roja, deteniéndose sólo un momento para permitir que algunas ovejas asustadas cruzasen de un prado a otro por la cinta de asfalto. Una nueva figura apareció entonces en el umbral del edificio. Se trataba de un anciano alto, vestido también con una túnica, de rostro ligeramente oliváceo, cuya larga barba blanca, rebelde y enmarañada, se unía por las frondosas patillas con una melena igualmente canosa. En sus ojos castaños brillaba una luz cordial, pero al mismo tiempo saturada de preocupación.

—¡Bienvenidos a la Casa del Saber, hermanos! exclamó el anciano, mientras su mano trazaba en el aire un signo críptico.

—Salud, Gran Padre —respondieron simultáneamente los visitantes, reproduciendo con sus manos el signo dibujado por el anciano. Y uno de ellos se adelantó y dijo:

—Nuestros grupos fraternales recibieron tu aviso, Gran Padre. Nos anuncias que sucede algo muy grave, que requiere la presencia de todos nosotros. Los hermanos nos han designado para que escuchemos tu palabra.

El anciano inclinó la cabeza, asintiendo, y señaló con un ademán el interior del edificio.

—Adelante —invitó—. En la Sala de la Historia encontraremos el ambiente de paz y recogimiento adecuado para las grandes decisiones que será menester adoptar.

La Sala de la Historia ocupaba un vasto recinto circular. La pared se hallaba totalmente cubierta por imágenes que representaban las distintas etapas de la evolución del planeta, en su orden cronológico. Allí estaban retratados los primitivos seres semidesnudos, los guerreros, los artesanos, las obras de arte más notables, los edificios que se elevaban cada vez a mayor altura hasta asumir la forma de gigantescas torres metálicas, las máquinas más y más complejas y en un panel desusadamente amplio —un inmenso hongo de humo expandía su negra copa. Las escenas siguientes estaban impregnadas de un dramatismo escalofriante y mostraban cuerpos desmembrados y monstruos deformes. Pero luego reaparecían gradualmente las vistas panorámicas de áreas cultivadas, de edificios similares a la casa de piedra roja, y de grupos apacibles que trabajaban en los campos o manejaban nuevas máquinas.

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