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Authors: Eduardo Goligorsky

Tags: #Ciencia Ficción, Cuentos

A la sombra de los bárbaros (10 page)

BOOK: A la sombra de los bárbaros
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Guzmán lo miró con un sobresalto, como si hubiera olvidado que había estado hablando para otras personas. Paseó los ojos por la habitación, apenas iluminada por la mezquina luz de la lamparita, y luego hizo un ademán negativo.

—No, Yuyú no me hirió dijo. Por lo menos no en forma directa. Pero el dolor fue tremendo. Cuando recuperé el conocimiento me hallaba tendido en mi camastro, y el teniente Dubroek me estaba haciendo beber un trago de ginebra. Era la única medicina que conocía, el pobre. Leí en sus ojos que estaba preocupado por mí y que no le hacía ninguna gracia que eso hubiera sucedido mientras nos encontrábamos solos. En cuanto a mí, aún me sentía mareado. El dolor desgarrante se había extinguido, pero aún tenía entumecidos los miembros. Al respirar sentía una ligera puntada en el pecho y el vientre. Sin embargo, me hallaba aparentemente ileso. Luego me enteré de que había pasado veinticuatro horas desvanecido. Por fortuna, los expedicionarios volvieron al día siguiente. El comandante D'Estaigne se había fracturado una pierna y esto los obligó a regresar antes de lo previsto. El accidente de D'Estaigne, sumado al hecho de que yo parecía haberme repuesto por completo, contribuyó a que no otorgaran demasiada importancia al caso. El médico japonés me dio de alta después de la primera revisación.

—¿Y Yuyú? —preguntó Chaves.

—Yuyú había desaparecido, pero esto tampoco los inquietó. Los nativos no estaban obligados a servirnos. Y yo tuve la precaución de disimular mis sentimientos aunque la verdad es que me sentía angustiado. Como yo desempeñaba un cargo puramente civil en el campamento, no estaba autorizado a salir al exterior y no pude buscarla.

Guzmán hizo otra pausa y se pasó el dorso de la mano por la mejilla para secarla. En ese momento se oyó un ronroneo lejano. Todos prestaron atención.

—¡El equipo de refrigeración! Está funcionando de nuevo —exclamó Luppi—. Pronto va a refrescar. Consultó su reloj—. Aún tenemos tiempo para dormir un rato antes del próximo relevo.

—La cicatriz… —lo interrumpió Chaves—. ¿Cómo se produjo esa herida, si dice que cuando recobró el conocimiento estaba ileso?

—Ah, sí, a eso debía llegar —murmuró Guzmán—. Sucedió dos meses más tarde, cuando la expedición regresó a la Tierra. Nos internaron en un centro médico para estudiar nuestras reacciones. Yo empecé a sentir dolores en el vientre y me sacaron una radiografía. Encontraron una sombra que parecía un quiste. Todavía estaban discutiendo qué podía significar eso, cuando mi abdomen empezó a dilatarse aceleradamente. Tuvieron que someterme a una intervención quirúrgica de urgencia. La operación me dejó esta cicatriz.

—¿Y qué encontraron?

—Una cápsula amniótica. En su interior había un pequeño venusino que recién iniciaba su ciclo de desarrollo. Sólo entonces se descubrió que en Venus el proceso reproductivo es distinto del nuestro. La gestación tiene por escenario el vientre del padre.

La cola de la serpiente

En el planeta de roca gris, sobre cuya superficie lisa un sol gigantesco proyectaba perpendicularmente sus rayos de fuego desde el cielo blanco, reinaban la paz y el silencio.

El fuselaje de la nave cimbreaba como si estuviera a punto de desintegrarse. Y quizás eso era precisamente lo que iba a ocurrir, pensó el Capitán. Nunca se había hecho muchas ilusiones, pero ahora que se aproximaba el momento de prueba era inútil preocuparse. Además, podía considerarse dichoso de estar allí. Los otros ni siquiera tenían esa remota posibilidad de salvación.

El Capitán empezó a cerrar la cápsula de seguridad. Sus paredes acolchadas apenas le permitían desplazar las manos, y cuando hubiera corrido el último cerrojo el contorno terminaría de inflarse automáticamente para inmovilizarlo por completo. En otra época ése había sido catalogado como el medio perfecto para amortiguar los choques en los descensos de emergencia. Sólo lo descartaron cuando se comprobó que las cápsulas también eran trampas ideales para que los tripulantes murieran achicharrados cada vez que al choque lo seguía un incendio. Ya hacía un año que se habían instalado los nuevos dispositivos en todas las naves. En todas menos en la suya, que al fin y al cabo estaba descartada como chatarra.

Los muchachos de la base siempre habían tomado a broma su cariño por ese cacharro. No era sólo la cápsula de seguridad sino el noventa por ciento del instrumental lo que reunía las condiciones mínimas de vuelo. Se había hablado mucho de enviar la nave al taller de desguace, pero él siempre había conseguido postergar la decisión traspapelando un expediente, demorando una firma u obstruyendo un trámite. En épocas normales eso no habría servido para diferir el desenlace, pero en ese momento toda la atención estaba dirigida hacia problemas más apremiantes: los ensayos de alarma general, las maniobras de guerra, los satélites orbitales de vigilancia. Cuando en cualquier instante los simulacros podían trasponer la línea sutil que separaba lo ficticio de lo real, era fácil tolerar los caprichos de un oficial enamorado de su cascajo.

El Capitán se sintió ahogado en la cápsula, a pesar de que el sistema de ventilación era una de las pocas cosas que funcionaban bien. Era una crisálida en su capullo, inmóvil, totalmente ajena al aspecto que tomaría el mundo en que le tocaría nacer de nuevo. Por la mirilla de la cápsula, ubicada justo enfrente del panel transparente de la proa, sólo se veía una inmensa planicie desnuda, desprovista de accidentes naturales, reverberante bajo los rayos de un sol gigantesco que poblaba el cielo de destellos blancos. Probablemente bastaría asomarse allí para quedar calcinado. Probablemente ni siquiera alcanzaría a asomarse, pues la nave se estrellaría antes.

Lo consolaba el hecho de no haber elegido su punto de destino. Ese domingo por la mañana, cuando trepó a la nave, no imaginó que lo aguardaba una travesía tan larga. Durante la última semana la tensión internacional había llegado a un punto crítico y las órdenes eran estrictas: no salir del recinto de la base. Sólo el domingo se supo que la mitad del personal podría tomarse un franco de doce horas, aunque manteniendo los receptores individuales constantemente conectados con el centro de coordinación. A nadie le extrañó que él optara entonces por un paseo en el cascajo, en lugar de ir a la ciudad a tomar unas cervezas y enganchar una chica. De todos modos habría sido incómodo hacer el amor con el oído atento a un llamado de emergencia.

Tuvo algunos tropiezos con el dispositivo de arranque, pero los solucionó con la pinza. Se alegró de que nadie lo hubiera visto, porque quizá no lo habrían dejado viajar en esas condiciones. Por suerte la radio funcionaba bien. La sintonizó en la banda del centro de coordinación y recibió el visto bueno para la partida.

Cuando sintió la sacudida del despegue experimentó la excitación habitual. Era increíble que nunca hubiera podido acostumbrarse. Siempre tenía la impresión de que ese primer brinco inauguraba el galope sobre un potro cuyas reacciones eran imprevisibles. Los controles bailaban en sus manos y el estrépito de los propulsores se colaba por debajo de los auriculares que le ceñían las sienes. Las nuevas naves tenían un sistema de aislación acústica impenetrable. En su interior se podía oír la caída de un alfiler. Pero era precisamente esa perfección, ese aspecto seguro y aséptico, lo que irritaba al Capitán. Volar era galopar sobre el potro, trepar así, en línea recta, pero sintiendo la fricción con el aire exterior, el desgaste de los metales, el recalentamiento de las chapas. Esa era la vida de la nave y su tripulante.

Debajo de él la Tierra pareció condensarse y la base se fundió con el río que la contorneaba y luego se amalgamó con la ciudad vecina, y por fin todo quedó reducido a una salpicadura gris en medio de la pradera.

Ese mundo de manchas verdes, puntos grises y sabanas azules era el suyo. Era maravilloso cuando desde el horizonte surgían lenguas purpúreas que poco a poco lo iban cubriendo todo, o cuando hacía guiños a través de un manto de vellones blancos, o cuando desaparecía totalmente en la oscuridad. Era un mundo palpitante, como el cascajo encabritado que lo transportaba hacia las alturas.

Aquella escena no tenía ningún parecido con la que ahora abarcaban sus ojos. En los hombres que habían viajado tanto como él por el espacio se desarrollaba un instinto peculiar para distinguir a la distancia los planetas vivos de los muertos. Y de éste emanaba un efluvio de dureza, de sequedad, de desolación, que le erizó la piel. La imagen de la superficie lisa y rocosa crecía vertiginosamente a medida que la nave se desplazaba a su encuentro. El mecanismo de desaceleración, casi agotado, apenas hacía sentir sus efectos. Sólo un milagro podría rescatarlo de la colisión.

En realidad, era exagerado pretender salvarse de dos catástrofes en tan rápida sucesión. Por lo demás, comparada con la primera, ésta apenas tenía una trascendencia secundaria, individual.

Cuando la radio había empezado a transmitir el comunicado del centro de coordinación, el Capitán se hallaba abstraído en sus pensamientos y tardó un momento en tomar conciencia de lo que sucedía. La estática y el rugido de los propulsores distorsionaban las palabras y era difícil captar el sentido general de las mismas. Luego se dio cuenta de que aún antes de que él supiera con exactitud de qué se trataba, sus reflejos habían empezado a responder mecánicamente. Inversión de rumbo, selección del punto de descenso, desaceleración.

Todo el personal debía presentarse inmediatamente en la base. Ese no era un simulacro de alarma. Era la alarma genuina y definitiva. Había estallado la guerra.

La nave debía de haberse alejado más de lo previsto, porque la Tierra aún estaba muy lejos. El Capitán apretó las mandíbulas y tironeó de los mandos como si así pudiera dar más impulso a su cascajo. Quería llegar a tiempo para montar en una nave orbital, pilotarla hasta la altura exacta, y disparar desde allí contra el enemigo los proyectiles con cabeza nuclear. Él no sabía quién había sido el primero en apretar el botón, pero de todos modos los otros se llevarían una buena sorpresa cuando descubrieran ese truco. Aunque todas las bases terrestres quedaran reducidas a escombros, desde la naves orbitales ellos podrían devolver el golpe y aniquilarlos.

El Capitán maldijo la idea que lo había arrastrado a volar esa mañana, e incluso maldijo a su cascajo que tardaba tanto en llevarlo a la escena del combate. Durante años se había entrenado para una ocasión como ésa, y ahora la guerra lo encontraba paseando por las alturas como un estúpido turista ávido de paisajes. Por su mente desfilaron las escenas que se debían de estar registrando en la base. Sin duda ya se había superado el primer momento de confusión. Sus compañeros se estaban instalando en los controles de las naves orbitales. Se abrían las escotillas de los silos subterráneos. Los cohetes de retropropulsión empezaban a rugir…

El destello fue enceguecedor. Abarcó la totalidad de la manchita gris que representaba en su campo visual a la ciudad, el río y la base. Luego una bola de humo se expandió sobre la pradera verde como la tinta de un calamar sobre la superficie del océano.

El Capitán procuró rehacer de prisa el desfile de escenas. Quizá se habían ganado unos segundos aquí y otros allá y las naves orbitales habían despegado antes de la hecatombe. Tenía que ser así. Ya debían de estar volando rumbo a las coordenadas de ataque. Y si no habían sido las de su base quizás habían sido las de otra. No era posible que los planes trazados tan minuciosamente se hubieran derrumbado en pocos minutos.

Una nueva comprobación rasgó el velo de incertidumbre del Capitán para impresionar sus sentidos. Otras bolas de humo parecían brotar de la Tierra y expandían sus coronas radiantes. El horizonte curvo se cubrió con un torbellino de halos incandescentes. Los reflejos del Capitán volvieron a actuar antes de que él tuviera conciencia de su decisión. La nave modificó nuevamente el rumbo y enfiló una vez más hacia el cenit.

Fue entonces cuando sucedió.

Habría sido necesaria una convención de científicos para explicar el fenómeno. Pero no quedaba ninguno a quien el Capitán pudiera consultar, y por consiguiente ése continuaría siendo para él un misterio. No vio lo que sucedió en la Tierra, porque la tenía a sus espaldas. Sólo sintió los efectos y éstos consistieron en un Maelstrom cósmico que lo arrastró en su seno.

El Capitán se sintió seguro de que ese desplazamiento dentro de un abismo de luz blanca que parecía proyectarse hacia todos los rincones del universo implicaba la demolición de barreras antes insalvables. La nave estaba cautiva en una magma de energía pura y era inútil que se zarandeara e hiciera crujir sus articulaciones. El eje forzado la transportaba por todos los recovecos del tiempo y el espacio de modo que el Capitán no pudo utilizar en ningún momento las cartas de navegación espacial para fijar el derrotero ni el maltrecho instrumental para hacer cálculos cronológicos. Las manecillas bailaban como locas en los cuadrantes y las palancas de mando no respondían a sus órdenes.

Hasta que el ímpetu de arrastre se disipó y la nave se zafó de su prisión luminosa. La ola de energía fue a morir en una playa remota del universo, llevando consigo el cascajo metálico y a su tripulante como si se tratara de los restos de un naufragio.

El Capitán volvió a ver sobre su cabeza un cielo negro poblado de constelaciones desconocidas. No había un solo punto de referencia para ubicarse en el espacio. Marchaba a la deriva hacia algún foco de atracción ignorado que ya había escogido su masa entre las miríadas de escorias galácticas.

Ahora tenía la imagen nítida de ese foco de atracción. Era una colosal esfera de roca desnuda que flotaba en el infinito. La nave y la cápsula de seguridad reventarían contra su superficie como un melón podrido, y ése sería el fin del último representante de la civilización terrestre. Era irónico que el único sobreviviente del holocausto nuclear hubiera recorrido un trayecto que la mente humana no podía abarcar para concluir estrellándose contra esa enorme bola de piedra.

Lo reconfortó pensar que los aparatos de los que estaban dotadas las naves más modernas tampoco lo habrían salvado.

Oyó que se intensificaba el bramido de los retrocohetes, cuyo control automático él había dejado encendido y se preguntó si no se trataría de una ilusión de sus sentidos. Fuera como fuere, ya estaba demasiado cerca de la superficie para que la desaceleración resultara totalmente eficaz. Era mejor terminar pronto. Aunque el descenso fuera perfecto, en ese planeta sería imposible subsistir.

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