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Authors: Eduardo Goligorsky

Tags: #Ciencia Ficción, Cuentos

A la sombra de los bárbaros (12 page)

BOOK: A la sombra de los bárbaros
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El hombre saltó del vagón al suelo, y la brisa le agitó los faldones del estrafalario gabán. Era un abrigo de cuello de piel, raído, endurecido por la roña y cubierto de manchas. Al abrirse, mostró que el hombre no llevaba puesta otra ropa. Sus piernas largas y huesudas terminaban en unos toscos zapatones de montaña, con el cuero agrietado y tajeado.

El hombre se rascó la barba. Miró a su izquierda, donde el gorgoteo del agua indicaba la presencia del arroyo, y meneó la cabeza. Luego metió la mano en el bolsillo del gabán, hundiendo casi todo el antebrazo en sus misteriosos abismos, y sacó una botella de vino llena hasta las tres cuartas partes. Le quitó el corcho, se llevó el pico a los labios, y bebió largamente. Un hilo líquido y rosado le chorreó por la barba y dejó un rastro de perlitas brillantes sobre la pechera del abrigo, impermeabilizada por la costra de grasa.

El hombre hipó, tapó la botella y la dejó caer nuevamente en las profundidades del bolsillo. Algo se deslizó por la tierra, junto a su pie derecho, y éste se desplazó velozmente para apretar la forma reptante. Luego el hombre se agachó y recogió la presa entre los dedos flacos y sucios.

Era una lagartija verde, de unos veinte centímetros de largo. El pisotón le había aplastado la cabeza, pero el tronco se retorcía aún con espasmos eléctricos. El hombre no esperó que las sacudidas se interrumpiesen, y con sus dientes desparejos, escasos, amarillos, empezó a arrancar tiras de pellejo y carne blanca. Mientras masticaba, sus ojos ya buscaban en el suelo la ración siguiente.

Al cabo de un rato había cazado otras dos lagartijas, pero la última la arrojó después de los primeros bocados. En ningún momento prestó atención al hecho de que los tres animalitos tenían dos muñones a los costados del cuerpo, como extremidades atrofiadas, además de las patas naturales. Para él eso estaba tan desprovisto de significado como la ausencia de pájaros en el cielo.

El hombre fue con paso lento hasta la cortadera más próxima, arrancó un penacho recién florecido, y mascó el tallo. Cuando sólo quedaron algunas fibras duras que se le enganchaban en los dientes, las escupió y sacó otra vez la botella.

Este trago fue más largo, y cuando sus labios se separaron del pico con un chasquido, casi no quedaba vino. El cerebro del hombre registró automáticamente esta circunstancia desagradable. La bebida era más difícil de conseguir que los alimentos. Pero como no era capaz de fijar su atención durante mucho tiempo en una misma idea, al cabo de un rato fue a sentarse al sol, entre las vías.

Hacía mucho tiempo que vivía en el valle. Más tiempo quizá del que había pasado en cualquier otro lugar. Allí estaba tranquilo y solo. No era como hasta hacía dos años, cuando andaba a los tropezones por las calles, perseguido por las burlas de los chicos, insultado y pateado cada vez que lo sacaban del banco de una plaza para llevarlo a dormir en una celda infestada de chinches. En esa época no conocía la tibieza del sol tal como se hace sentir en los grandes espacios abiertos. Esto era mejor, mucho mejor.

Nunca había imaginado que esto existiese. Si no hubiera sucedido aquello, jamás se le habría ocurrido escapar de la ciudad, y habría continuado siempre con la mano tendida, esperando unas monedas, para comprarse luego un vaso de vino y un pedazo de pan y queso.

Pero aquello había ocurrido. Hacía dos años caminaba por la calle, ajeno como siempre a lo que lo rodeaba, cuando oyó los gritos. Vio que todos corrían y se atropellaban. Las sirenas aullaron hasta aturdirlo, y algunos se abrazaron y otros se tomaron a puñetazos. Frente a él, un escaparate cayó hecho trizas. Estiró la mano, casi inconscientemente, y tomó el gabán con cuello de piel. Después él también echó a correr, mirando a ratos hacia atrás, pero observó que ningún policía le prestaba atención, y acortó el paso.

No entendía lo que decía la gente. Todos hablaban en voz alta y las manos señalaban el cielo. Muchos lloraban y algunos estaban arrodillados sobre el pavimento, moviendo los labios. El tránsito estaba atascado y la mayoría de los conductores abandonaba sus vehículos. Las palabras llegaban a sus oídos como ruidos desagradables, que se mezclaban con otros ruidos mecánicos, inhumanos.

De pronto él también se sintió asustado. Un empujón lo derribó al suelo y su miedo se convirtió en pánico. Estaba acostumbrado a que lo pisoteasen, pero esto —comprendió de algún modo— era diferente. Tuvo que hacer un esfuerzo para evitar que en la confusión se le escapase de las manos su flamante abrigo.

Se incorporó dificultosamente, se puso el gabán, dispuesto a protegerlo contra un nuevo tumulto, y volvió a correr, sin saber hacia dónde iba. Se alejó cada vez más del centro de la ciudad, llegó a los barrios apartados, atravesó los arrabales y desembocó en los primeros descampados que rodeaban la metrópolis. Pero su fuga parecía inútil. Por todas partes encontraba la misma confusión, las mismas carreras, los mismos alaridos. Muchos hombres y mujeres habían tenido menos suerte que él, y yacían aplastados en los caminos. La gente continuaba pisando esos cuerpos, sin preocuparse por comprobar antes si en ellos quedaba un poco de vida. La ola humana no tardaba en rematar a los moribundos.

El hombre jadeaba, sin aliento, con la boca y la garganta resecas y una dolorosa puntada en el flanco. Su cuerpo, innecesariamente abrigado por el gabán, estaba bañado en transpiración.

Vio una carretera atestada de vehículos que abandonaban la ciudad. Por la orilla del camino se desplazaba una abigarrada caravana de seres vestidos en las formas más diversas, algunos casi desnudos, otros cargados con sus ropas más valiosas, muchos con las manos vacías, otros agobiados bajo el peso de paquetes y valijas. Esa gente lo espantaba.

Cuando cayó la noche, el hombre se alejó de la multitud, caminando a campo traviesa. A ratos divisaba a la distancia las linternas de un grupo de fugitivos que se había apartado, como él, de la carretera, pero entonces cambiaba de rumbo y continuaba la marcha lenta y dificultosa en medio de las sombras.

Hasta que súbitamente brotó en las tinieblas un resplandor fulminante, que se expandió por el cielo y por toda la atmósfera. El hombre tuvo la impresión de que el mundo se incendiaba y que un calor extraño le picoteaba la piel. La lejana columna de fuego se ensanchó en forma de hongo, sobre la ciudad, y su voluminosa cabeza se dilató monstruosamente. El hongo emitía extrañas radiaciones rojas y amarillas y el hombre se dejó caer boca abajo en el suelo. Así permaneció hasta que el sol apareció sobre el horizonte, filtrando apenas sus rayos a través de una nube espesa y oscura que cubría todo el cielo.

El hombre nunca supo lo que había sucedido, ni qué relación tuvo el hongo luminoso con la fuga de los habitantes de la ciudad. Pero no tardó en comprender que muchas cosas habían cambiado. No trató de volver a esa ciudad ni a ninguna otra, porque algo le decía que no encontraría en ellas el refugio con el que estaba acostumbrado a identificarlas. Ahora las ciudades estaban malditas y debía eludirlas. De modo que continuó la marcha por el campo.

Cada vez veía menos grupos de gente, pero en cambio descubrió muchos cadáveres horriblemente mutilados y quemados. En algunas oportunidades los cadáveres se apilaban formando verdaderas montañas. El hombre aprendió también a evitar esos manchones de muerte.

Una mañana vio cómo un pájaro se detenía en pleno vuelo y caía fulminado. Y aunque el alimento era escaso y difícil de encontrar, supo que no debía comer esa ave, y no la comió.

Las nubes no habían vuelto a disiparse, y por la noche formaban un techo fosforescente, pero el hombre apretaba los párpados con fuerza y dormía ajeno a todos esos fenómenos alucinantes que lo aterraban.

Vio muchos bares de campaña, vacíos o con sus ocupantes muertos, pero no entró en ellos, y durante ese tiempo no bebió alcohol. Una tarde quiso probar el agua de un arroyo, pero el líquido le quemó la mano. Desde entonces se acostumbró a saciar su sed sólo cuando ésta ya era insoportable.

Varios días más tarde encontró el tren detenido y abandonado en el valle. Trepó a uno de los vagones, corrió un cajón que le obstruía el paso, y buscó un sitio para acostarse.

A la mañana siguiente, observó con curiosidad que las nubes oscuras y espesas dejaban pasar por primera vez un rayo de sol. Un calor agradable le invadió el cuerpo. Quizá fue esa novedosa sensación placentera la que lo indujo a no reanudar en seguida la marcha, según su costumbre.

Cuando descubrió el arroyo vecino, comprobó con satisfacción que sus aguas no quemaban y que tenían un sabor fresco y soportable ahora que se había acostumbrado a pasar largas temporadas sin vino.

A partir de su huida de la ciudad, se había alimentado principalmente con retoños de cañas, hierbas, hojas tiernas. En el valle encontró una vegetación sabrosa, y además sus extremidades agilizadas por la vida salvaje le permitieron obtener su ración básica de carne entre los animalitos que corrían por el campo.

Después de unos meses, quizás un año, empezaron a aparecer los hombres. No eran muchos. Apenas formaban pequeñas bandas harapientas que habían escogido otros valles próximos para instalar sus tiendas precarias. De cuando en cuando esos hombres rondaban cerca del tren, sin acercarse mucho al solitario barbudo que se rascaba plácidamente a la luz del sol. Convencidos de que no podían esperar nada de él, continuaban sus expediciones de caza o de exploración.

Pero un día cambió la rutina. Junto con los cazadores vino una criatura andrajosa, de edad y sexo indefinidos, cuyo rostro macilento y arrugado parecía absurdamente viejo sobre el minúsculo cuerpo infantil, esquelético y de abdomen prominente. La criatura marchaba rezagada, y cuando vio al hombre que descansaba junto al vagón se acercó a él. En ese momento se le doblaron las escuálidas piernas y cayó torpemente sobre el pasto.

El hombre se inclinó. La criatura tenía los ojos abiertos y lo miraba con una expresión desamparada y triste. En su boca casi no quedaban dientes y tenía una pústula fresca e inflamada sobre la mejilla izquierda. El hombre quedó fugazmente desconcertado, y luego recordó algo. Quizá pudiese distraer a ese ser que despertaba en él un atávico sentimiento de compasión. Volvió al vagón, hurgó en una de las cajas que había desplazado para improvisar su refugio, y sacó un frasquito. Los afiebrados ojos infantiles contemplaron con extrañeza ese objeto tan ajeno a su mundo, y luego parecieron cubrirse con un velo opaco.

Los cazadores desharrapados se aproximaron, e interponiéndose entre el hombre y la criatura la alzaron y se alejaron en dirección a su campamento. El frasquito de cápsulas multicolores seguía apretado entre los dedos de la criatura.

El hombre olvidó el incidente y continuó su vida solitaria, sin contar los días que pasaban. Pero una tarde volvieron los cazadores, y esta vez se encaminaron directamente hacia él. La criatura que los había acompañado en la oportunidad anterior, y que había caído vencida por la enfermedad y el agotamiento, venía con ellos. Ahora tenía un aspecto completamente distinto. Se le habían redondeado las mejillas, le brillaban los ojos, y de su llaga sólo quedaba una cicatriz rosada.

Los cazadores se acercaron al hombre del tren y le hablaron, sin que él comprendiera lo que querían decir. Una mujer que acompañaba al grupo se adelantó, se arrodilló ante él y le besó largamente la mano. Luego le entregaron trozos de carne cocida y varias botellas de vino que habían sacado probablemente de alguna ciudad abandonada.

Hacía mucho tiempo que el hombre no probaba el vino, y el espectáculo de las botellas le crispó el estómago. Sin prestar atención a los cazadores ni a la mujer, arrancó con los dientes el corcho de una botella, se llevó el pico a los labios y bebió hasta atragantarse.

Por el rabillo del ojo vio que uno de los cazadores se acercaba disimuladamente al vagón. Entonces dejó en el suelo la botella ya medio vacía, y se abalanzó hacia el intruso, lanzando rugidos de cólera. El cazador retrocedió y sus compañeros elevaron un coro de protestas y disculpas.

La mujer quiso besarle nuevamente la mano, y la criatura le echó los brazos al cuello, pero el hombre los rechazó.

Siguieron hablándole, hasta que la charla se hizo ensordecedora, mientras él sólo pensaba en el vino que no probaba desde hacía mucho tiempo, y en las botellas y la carne asada que le habían traído los cazadores. Recordó que él le había dado algo a la criatura, unos días antes, y pensó que el frasquito tenía alguna relación con las cosas que ahora le regalaban. Subió al vagón, hurgó en la caja, sacó otro frasquito, y se lo entregó a la mujer que le había besado las manos.

Los cazadores murmuraron más palabras ininteligibles y se alejaron. Él ni siquiera los miró porque todo su interés estaba concentrado en la carne que agarraba entre sus dos manos y masticaba con deleite.

Las visitas empezaron a repetirse con frecuencia. Otros niños o adolescentes macilentos, de ojos hundidos y cuerpo esquelético, desfilaron por el vagón. Lo que sucedía entonces ya era casi ritual: el hombre entregaba un frasquito de cápsulas multicolores, las mujeres le besaban las manos, los cazadores entonaban un coro de palabras absurdas y depositaban a sus pies la carne asada y las botellas de vino. El hombre incluso llegó a acostumbrarse al nombre que le daban —a él, que jamás había tenido nombre y volvía la cabeza siempre que oía decir el Sabio.

Esa mañana el sol abrasador ya estaba muy alto cuando oyó las voces y vio a los cazadores que avanzaban por el valle. Estaban cada vez más andrajosos, y sus rasgos eran cada vez más duros. Todos llevaban cuchillos al cinto, y algunos empuñaban cañas rematadas por puntas metálicas muy afiladas. Las armas de fuego de los primeros tiempos había desaparecido.

El hombre del tren se humedeció los labios. Esa visita significaba que le traían una nueva provisión de vino. Ya era hora, porque acababa de vaciar la última botella. Además, podría comer carne asada, y eso siempre era mejor que la bazofia magra arrancada de las lagartijas.

Cuando los cazadores estuvieron cerca, se puso de pie.

Vio que el hombre que siempre encabezaba el grupo traía en sus brazos a un niño completamente desnudo cuyos miembros raquíticos colgaban flojamente. Lo oyó hablar con rapidez.

Sabio, decía el cazador. Sabio, y algo así como mi hijo, mi propio hijo.

El hombre del tren observó a la criatura. No sabía qué le había dicho el jefe de los cazadores, e inclinó la cabeza, asintiendo. Miró las botellas de vino, que llenaban un cesto de mimbre. Había más que otras veces. Se pasó la lengua por los labios y se encaminó hacia su refugio.

BOOK: A la sombra de los bárbaros
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