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Authors: Eduardo Goligorsky

Tags: #Ciencia Ficción, Cuentos

A la sombra de los bárbaros (11 page)

BOOK: A la sombra de los bárbaros
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La mirilla le proporcionaba una visión perfecta del lugar donde iba a caer. La proximidad no cambió la impresión que tenía del terreno. No se veía ningún accidente geográfico. Probablemente la atmósfera era irrespirable. Desde el interior de la cápsula de seguridad sintió la sucesión de sacudidas y luego oyó el rugido de los retrocohetes. Los frenos funcionaban mejor de lo que él había pensado.

Hubo un momento en que el suelo estuvo a un kilómetro de distancia y él aún no había terminado de apretar las mandíbulas, preparándose para la colisión, cuando ésta se produjo. El impacto lo pegó contra las paredes acolchadas y su cuerpo se crispó, martirizado por el dolor.

El fuselaje se abrió con un áspero chirrido de metal desgarrado y la cápsula se desprendió del nicho en el que estaba encastrada. Tal como él lo había previsto, rebotó varias veces contra el piso de roca, se aflojaron los cerrojos y la crisálida se abrió.

Los pulmones del Capitán se dilataron y absorbieron una bocanada de gas ácido y abrasador.

—Aire —imploró mentalmente el Capitán—. Aire.

El despertar fue lento. Primero tuvo conciencia del dolor. Un dolor exasperante que no perdonaba un solo filete nervioso. Dentro de su pecho parecía haber una bola erizada de púas que convertía cada movimiento respiratorio en una tortura. Abrió los ojos y volvió a cerrarlos en seguida porque directamente sobre su cabeza brillaba un sol llameante en medio de un cielo blanco.

Se izó sobre los codos y las manos y el desplazamiento le hizo lanzar un gemido. Esto le proporcionó el consuelo de oír su propia voz. Abrió nuevamente los ojos y después de parpadear repetidas veces para acomodarse al resplandor que lo encandilaba hizo un descubrimiento asombroso. Estaba sentado sobre el piso de piedra. Cerca de él yacían los restos destripados de la cápsula de seguridad y un poco más lejos las llamas crepitaban sobre los despojos de la nave. Poco a poco fue coordinando ideas dispersas. Él vivía y respiraba. El fuego ardía. Eso significaba que allí había oxígeno. Así debía ser, en efecto, porque su acción bienhechora le estaba aliviando el dolor del pecho. Corría una brisa fresca y agradable. A pesar de que el sol castigaba despiadadamente la roca, ésta no se hallaba recalentada como él había previsto.

Se puso de pie y miró en torno.

No descubrió nada nuevo. Sólo una interminable planicie pétrea que se extendía hasta el horizonte.

A medida que sus sentidos se iban despejando, empezó a percibir algunas incongruencias. ¿De dónde provenía por ejemplo, la humedad que hacía respirable el aire, si no había una gota de agua hasta donde alcanzaba la vista? Y tampoco había observado ningún río o mar desde la nave, cuando ésta había sobrevolado el planeta. En fin, el hecho de que la atmósfera fuese tan pura a pesar que allí no había rastros de vegetación también constituía un enigma.

Por un momento pasó revista a las teorías que habían propuesto algunos científicos, convencidos de que en el universo existían mundos subterráneos, envueltos en un caparazón mineral, que sintetizaban en el interior de sus profundos laboratorios todos los elementos necesarios para la vida. Jamás se había comprobado la existencia real de estos mundos, pero el Capitán se preguntó si no le habría tocado a él hacer el descubrimiento. En ese caso sería penoso que no tuviera a quién transmitirlo.

Golpeó el piso con el taco de la bota y luego se agachó para rascarlo con la uña. La superficie parecía sólida, tenía una ligera rugosidad de aspecto natural y no presentaba rastros de trabajo humano. Volvió a erguirse, desconcertado. Aparentemente había algo en el universo que se complacía en jugar con él poniéndolo al borde de la muerte para salvarlo luego cuando el trance se hacía desesperado. Si era así, ese algo tendría que volver a intervenir muy pronto, porque las perspectivas no eran nada alentadoras. Por muy sano y respirable que fuera el aire, pronto desfallecería de sed y hambre.

El Capitán juzgaba que intentar una exploración de ese desierto de piedra sería inútil, pero su instinto rechazaba la idea de dejarse morir allí, sin hacer nada. Quizás si estudiaba el terreno encontraría la entrada a una ciudad subterránea o alguna otra clave para el misterio del planeta. Echó pues una última mirada a los restos ya casi carbonizados de su viejo cacharro, a la cápsula de seguridad destrozada, y empezó a caminar.

El ruido seco de sus pisadas no tenía eco en la inmensidad solitaria. La rugosidad del suelo, semejante a las ondulaciones que forma el viento sobre los médanos de arena, no bastaba para interrumpir su monotonía, y a medida que progresaba en su marcha se iba convenciendo de que la solución no residía en la existencia de una población oculta bajo la dura cáscara. Se pasó la lengua por los labios resecos. Si bien la brisa fresca lo salvaba de deshidratarse bajo la potente acción del sol, la sed ya se hacía sentir. Necesitaba agua, se dijo. Agua, o esa nueva etapa de la aventura terminaría muy rápidamente.

Al principio creyó que era el ruido que hacía la brisa. Pero luego se dio cuenta de que aún estaba pensando en función de sensaciones terrestres. Allí no había árboles donde el viento pudiera producir ese susurro. Entonces se volvió y vio el río.

Era ancho y caudaloso y sus aguas azules se deslizaban con majestuosa lentitud. Precisamente a esa altura formaba un recodo que llegaba casi hasta donde él se hallaba. Exceptuando la nueva presencia del río nada había cambiado en el paisaje, pero esa transformación bastaba.

¿De dónde habían salido las aguas? Éstas fluían por donde él había pasado un momento antes, pues lo separaban de la nave espacial carbonizada y de la cápsula de seguridad. Por muy aturdido que lo hubiera dejado el choque no le habrían pasado inadvertidas ni habría podido atravesarlas sin mojarse.

Se agachó y recogió un poco de líquido en el hueco de las manos. Era fresco y transparente. Luego se tendió boca abajo y bebió directamente del río, a grandes sorbos, salpicándose alegremente la cara y el pelo.

Cuando volvió a incorporarse un remolino de ideas bullía en su cabeza. Algunas de ellas eran absurdas, ¿pero qué no lo era en esa historia? Al salir despedido de la cápsula de seguridad la atmósfera le había quemado los pulmones. Cuando recuperó el conocimiento y aspiró el aire puro del planeta atribuyó la anterior sensación corrosiva a los efectos del choque. Pero ahora no estaba seguro de ello. Su primer impulso al sentir que se asfixiaba había consistido en pedir aire. Y lo había obtenido. Ahora la experiencia acababa de repetirse con el agua. Había bastado un deseo suyo para que brotara el río.

El Capitán se quedó inmóvil, con la vista fija en la perezosa corriente. No sabía si en ese mundo había un sistema capaz de captar ondas mentales y de materializar sus anhelos. Tampoco sabía si, en caso de existir, ese sistema tenía esencia humana o era puramente mecánico. O quizás era su cerebro el que, al ingresar en una nueva dimensión cósmica, había conquistado la facultad de convertir sus deseos en realidad. De uno u otro modo. Las posibilidades eran ilimitadas.

Jugó por un momento con la idea de lo que sería el futuro en ese planeta. Ya no lo inquietaba la falta de alimentos ni de compañía. Lo tendría todo. Su mente estaba en condiciones de dárselo.

La primera imagen que se forjó en su cerebro fue la de su ciudad. Sería agradable volver al mundo que había perdido, ahora que él concentraba todo el poder en sus manos. A cada instante podría dar un nuevo giro a la rueda para que las cosas se acomodaran a su voluntad. El mundo volvería a existir, pero esta vez con una gran ventaja. Sería como él quisiera que fuese.

El Capitán tuvo miedo de expresar su deseo. Porque si esta vez fallaba, su desilusión sería tan grande como antes había sido su entusiasmo. Quizás habría un recurso mejor, algo más modesto, más factible…

Sus ojos, que seguían clavados en el río, captaron entonces un detalle que activó un resorte de su memoria. El río. El río. ¡Claro, si él conocía ese río, ese meandro, el brazo que pasaba a un centenar de metros de los hierros retorcidos de su cascajo! Su curso era idéntico al del río de su ciudad. Inconscientemente al pedir agua, ya había empezado a reconstruir la escena.

¿Por qué conformarse con menos si podía ser el creador del mundo?

Cerró los ojos y volvió a ver su ciudad. La base, con sus edificios de hormigón blanco sobre cuyos cristales se reflejaba el sol, el río con su puente, la carretera, las casitas de los suburbios, las torres de concreto de la zona comercial. Se imaginó la totalidad del nuevo planeta poblado como lo había estado el suyo. Y cubierto por una bóveda celeste en la que refulgía un sol dorado. Así lo imaginó y quiso que todo eso fuera realidad.

Luego entreabrió lentamente los párpados y espió entre las pestañas la comarca circundante, como un niño que en la mañana de Reyes ansía ver sus juguetes nuevos y que al mismo tiempo teme encontrarse con un amargo desengaño.

Pero antes de que su vista captara plenamente las formas sus otros sentidos ya le habían anunciado la verdad. Los motores, las bocinas, los chirridos de neumáticos, tejían en torno a él una sinfonía maravillosa. Se hallaba sobre el borde de la carretera y de un lado se extendía la ciudad y del otro la base. Allí estaba el río, tal como él lo había visto un momento antes, pero ahora atravesado por el viejo puente de hierro con sus travesaños salpicados de pintura anticorrosiva. El aire ya no era puro porque estaba saturado de gases y de humo y por el vaho del asfalto recalentado. No obstante, lo aspiró con deleite porque era su aire. Mas tarde podría cambiarlo, si quería. Pues para eso él era el creador del mundo. Pero por el momento prefería saborear las exhalaciones de una civilización que él había creído perdida para siempre.

Los autos desfilaban por la carretera, y dentro de ellos viajaba gente. Eso, gente. Un muchacho pasó velozmente en su motocicleta, llevando a una chica sobre el asiento posterior. La cabeza de la joven estaba cubierta por un pañuelo que flameaba a merced del viento. El Capitán paladeó el espectáculo. Había engendrado un mundo no sólo de objetos sino también de seres humanos. Los conductores de los coches, el motociclista y la adolescente que lo acompañaba, eran todos obra suya. Esta idea le produjo un singular placer.

Tenía apetito y se dijo que le convenía ir a la cantina de la base. Allí podría reencontrarse con sus compañeros, que ni siquiera sabrían que él les había devuelto la existencia después de una zambullida en la nada. Podría volar nuevamente en su cacharro, que debía estar esperándolo en el hangar.

Mientras marchaba se preguntó cómo podría desplegar a continuación su nuevo poder. ¿Pediría dinero? ¿Mujeres? Un flamante panel de instrumentos para su cacharro, se dijo, y sonrió al pensar que eso era lo que hallaría.

Desde el puente distinguió el cerco de tela metálica de la base y su ancho portón. La guardia estaba reforzada, como en la mañana de su partida, y muchos de los coches que transitaban por la autopista se detenían un momento frente a los centinelas, para luego desviarse por la rampa que conducía al edificio del Estado Mayor.

Ya hacía un rato que le parecía oír el parloteo de una radio, pero no había ningún aparato cerca de él. La voz del locutor era metálica y su tono estaba impregnado de urgencia. No podía provenir de ninguno de los autos que circulaban por la carretera, pues éstos pasaban velozmente de largo en tanto que la voz se mantenía inalterable, como si emanara de una fuente fija.

Fue la fuerza de la costumbre la que lo indujo a meter la mano en el bolsillo interior de su chaqueta, donde guardaba el receptor individual que estaba sintonizado con el centro de coordinación. Sacó el aparato y descubrió que allí estaba el origen de la voz.

Lo que oyó fue un comunicado que ya conocía. Todo el personal debía presentarse en la base. Ese no era un simulacro de alarma. Era la alarma genuina y definitiva. Había estallado la guerra.

El Capitán sintió el desagradable sabor de las pesadillas ya vividas. Sólo cambiaba el ángulo desde el que él contemplaba la escena. Pensó nuevamente en las mortíferas naves orbitales que descansaban en los silos subterráneos.

Recordó la frustración que había experimentado al no poder desplazarse a tiempo para llegar a la que él debía tripular.

Esta vez sólo unos pasos lo separaban de la base y, sin embargo, se había quedado súbitamente inmóvil sobre el borde de la autopista. Ya no le inspiraba ningún entusiasmo la idea de destruir al enemigo. ¿Qué odio podía sentir contra aquellos que hacía un momento él había creado con su propia mente? La imagen del viejo mundo que él había evocado en su cerebro había resultado demasiado fiel. El círculo se cerraba. La serpiente se mordía la cola.

Un zumbido ululante llegó desde el cielo. El Capitán miró hacia arriba aunque sabía por anticipado qué era lo que iba a ver. La flotilla de proyectiles teledirigidos avanzaba en formación simétrica hacia la ciudad y la base, en busca de sus blancos.

—¡Basta! ¡Este mundo no! —gritó, sin tiempo para razonar su cólera, olvidando la omnipotencia de su pensamiento.

La nave estaba totalmente carbonizada y se iba desintegrando poco a poco bajo la acción del calor. Cerca de ella se retorcían las frágiles chapas de una cápsula de seguridad recalentada al rojo. De los huesos calcinados del hombre que la había tripulado sólo quedaba una pequeña pila de cenizas. La atmósfera de gases cáusticos permanecía quieta.

En el planeta de roca gris, sobre cuya superficie lisa un sol gigantesco proyectaba perpendicularmente sus rayos de fuego desde el cielo blanco, reinaban la paz y el silencio.

Cuando los pájaros mueran

Los primeros rayos del sol inundaron el valle, anunciando otro día de calor insoportable. Una brisa suave, tibia, agitaba los penachos de las cortaderas y las puntas amarillas de los altos pajonales, entre los que corría un angosto arroyo. El cielo era muy azul, y estaba totalmente despejado. Nada turbaba su serenidad. Hacía dos años que los pájaros habían muerto.

En el valle todavía no se observaba ningún movimiento. La locomotora y los vagones de carga detenidos parecían un insólito juguete arrojado por el niño caprichoso de algún gigante vagabundo. En dos años las malezas habían cubierto las vías.

Se oyó un chirrido y se abrió la puerta corrediza de uno de los vagones. Un hombre asomó primero la cabeza y después el resto del cuerpo. Era muy alto. En su rostro increíblemente consumido, la piel tostada y curtida se pegaba a los pómulos, a los bordes de las hundidas cuencas oculares, a las sienes cóncavas y al filo cortante de una nariz larga y ganchuda. Las crenchas revueltas, de color pardo indefinido, le caían sobre los hombros. La boca sólo era un tajo en la maraña de la barba mugrienta, y de los ojos apenas se veía un brillo alienado en el fondo de dos cavernas.

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