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Authors: Eduardo Goligorsky

Tags: #Ciencia Ficción, Cuentos

A la sombra de los bárbaros (14 page)

BOOK: A la sombra de los bárbaros
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Además, era evidente que a pesar de su gran preparación científica que los ponía en condiciones de resolver cualquier problema matemático, mecánico o de laboratorio los técnicos no habían sido condicionados para enfrentar conflictos provocados por los sentimientos más sencillos. El deseo de emancipación, expresado violenta y premeditadamente por quienes se hallaban esclavizados desde su niñez, los dejaba perplejos, sin medios para reaccionar.

Myra volvió a agitarse en el lecho. La atormentaba no poder expresar de algún modo su solidaridad hacia esos rebeldes con los que, súbitamente, se sentía identificada. Entonces, su cerebro percibió algo que, a pesar de ser obvio, nunca había hecho impacto en su conciencia, deformada por la educación que le había inculcado su madre, según normas que se remontaban a cuando la historia había cambiado su cauce para abrir paso a la dominación de los técnicos.

Probablemente, lo que Myra acababa de descubrir era lo mismo que algunos meses atrás había impulsado al líder de la rebelión, al hombre que había provocado el primer estallido en una central atómica. Ahora Myra comprendía que ella y los insurrectos pertenecían a una misma raza, y que el vínculo de unión estaba constituido por ésa criatura que la habían arrebatado de los brazos y por los tres hermanos de los que la habían separado en su infancia. Y, al mismo tiempo, supo que un abismo insalvable la separaba de Olaf. Advirtió con horror que había algo de antinatural en el rígido dominio que Olaf y sus iguales ejercían sobre el mundo, y que el hecho de que Olaf fuese padre de sus hijos, tan distintos de él, encubría un secreto sacrílego e inhumano, fácil de explicar por alguna triquiñuela científica, pero totalmente ajeno a ese maravilloso cosmos de los sentimientos que acababa de abrirse ante los ojos asombrados de Myra.

Nunca nadie se lo había dicho, pero Myra intuyó que en la Tierra coexistían dos razas antagónicas. La suya, que era idéntica a la de sus hijos, a la de sus hermanos y a la de los anónimos rebeldes nocturnos, y la de los técnicos, a la que pertenecía Olaf y contra la que estaba en marcha una gran guerra subterránea y sin cuartel.

Algo se distendió en el cuerpo de Myra. Una serenidad desconocida invadió su espíritu. Ya estaba todo claro. Las cosas no habían sido siempre tal como las conocía ahora. En alguna época, seres como sus hijos y como ella misma habían sido dueños del universo. Y los Olaf, los técnicos, habían sido sus esclavos. Esto había cambiado, quién sabe por qué falla de la civilización. Pero las cosas marchaban hacia un nuevo encarrilamiento. El poder retornaría a sus antiguos dueños. Quizá la clave del desquite estaba en algo que ella acababa de decirse en el curso de sus meditaciones: los técnicos no habían sido condicionados para enfrentar conflictos provocados por los sentimientos más sencillos.

Myra estaba soñando todavía con el nuevo mundo, signado por esa maravillosa característica de los sentimientos, cuando Olaf entró en la habitación, de regreso de su viaje.

Por primera vez, al verlo, Myra se sintió orgullosa de pertenecer a una raza distinta de la de Olaf. Miró con curiosidad de novicia el cuerpo de planchas metálicas, los ojos iluminados por un gas fluorescente, la ancha cabeza destinada a albergar el cerebro electrónico que controlaba cada uno de sus actos físicos y mentales, la antena que vibraba en la parte superior del cráneo y para la que pasaba inadvertido el torrente de emociones que estremecía a Myra.

Ella se sonrió. Pronto ese monstruo de acero se incorporaría a la legión de máquinas sumisas y serviciales. El hombre volvería a empuñar el timón…

El cerebro electrónico del técnico Olaf se limitó a computar la sonrisa de Myra en la categoría de satisfacción por el reencuentro conyugal, sin atribuirle otro significado.

Y ningún circuito del complicado mecanismo tuvo sensibilidad suficiente para registrar un vínculo entre la perduración de la sonrisa de Myra y el nuevo estallido que retumbó en la noche.

Los divanes paralelos

Hace quince años que estoy casado con Sara, pero anoche descubrí en ella una nueva personalidad. Jamás lo hubiera imaginado. Y, sin embargo, allí estaba, frente a mí, en el nuevo diván, sentada con ese hombre. Lo miraba arrobada, pestañeando con una coquetería cursi que ni siquiera le conocí cuando éramos novios.

Estaba nerviosa. Cruzaba y descruzaba las piernas, sin preocuparse porque la falda se le había deslizado más arriba de las rodillas, mucho más arriba de las rodillas. Quizá lo hacía a propósito. Era una idiotez.

Se humedecía los labios constantemente y miraba al hombre como una adolescente miraría a su primer galán. Abría la boca como si quisiese hablar, y luego la cerraba, para escuchar lo que él le murmuraba en el oído. Y se retorcía sobre el nuevo diván, inquieta, distinta.

Al fin y al cabo, no era para tanto. Traté de descubrir qué le veía al tipo. Claro, era famoso. Desde hacia dos meses era el ídolo de millares de jovencitas ululantes que lo esperaban a la salida de los estudios de cine y televisión y cumplían siempre el rito de destrozarle la corbata, arrancarle los botones, arrebatarle los pañuelos y repartirse los despojos como si se tratara de reliquias sagradas.

¿Pero todo eso, por qué? ¿Qué tenia el tipo? Era un mocoso anémico, con la piel pegada a los huesos, enclenque, con unos ojos tristes y bovinos, y el pelo largo y grasiento estirado hacia atrás en una ridícula cola de pato. No sonreía, y se limitaba a mover los labios susurrando no sé qué estupideces.

Parecía mentira. Sara, con sus cuarenta años encima, quince de ellos compartidos conmigo, se ruborizaba, volvía a cruzar las piernas, estiraba la mano como si quisiese tocar a su galán y luego la retiraba bruscamente, temiendo romper el hechizo.

Hice una mueca de desprecio. Si quería comportarse como una criatura, allá ella. Yo tenía cosas más importantes de qué ocuparme. Me volví hacia Thelma.

Thelma sí que era algo especial. Un bombón. Con ese pelo rubio, corto, alborotado, los ojos verdes abanicados por largas pestañas. Una boquita carnosa, húmeda, para comérsela. Y el cuerpo… Tenía puesto un vestido de terciopelo negro, ceñido, que le dejaba los hombros desnudos y le bajaba hasta los tobillos, pero con un tajo indiscreto que dejaba ver una pierna larga, esbelta, enfundada en una media oscura.

Thelma me sonreía, sentada junto a mí, en el otro diván nuevo. —Tenemos media hora… sólo media hora —murmuraba—. Tú y yo. Debemos aprovecharla sentándonos muy juntitos…

La voz de Thelma me envolvió como un manto algodonoso. Miré esa piel blanquísima, suave, sin una arruga. No pude dejar de compararla mentalmente con mi mujer. La pobre ingenua que se derretía junto a su ídolo en el otro diván. Quince años aguantándola. Pero ahora tenia a Thelma, media hora con Thelma para saber cómo era una mujer de verdad.

Estiré la mano para acariciarla. No terminé el movimiento. No, no se trataba de eso. Debía mirarla, oírla.

—No estás soñando —me decía—. Soy Thelma, esa Thelma que tantas veces contemplaste en la pantalla del cine o del televisor. Entonces estaba lejos, era remota, una ilusión. Ahora me tienes contigo. ¿Eres feliz, verdad?

¿Cómo se le ocurría hacer semejante pregunta? ¡Thelma era precisamente lo que yo necesitaba para mi nueva vida!

—Lástima que los minutos transcurran inexorablemente —continuó Thelma—. Debes disfrutar mientras me tienes aquí. Y luego, no desesperes. Volveré. Claro que volveré, porque yo también ansío estar a tu lado.

Un bálsamo. Eso era, un bálsamo. La idiota de mi mujer lanzó una risita en su diván. Me dije que tendríamos que poner los divanes en cuartos separados. Era imposible soportar la insulsa satisfacción de Sara, y todo porque un triste pajarraco le susurraba mentiras galantes.

—Me gustas —dijo Thelma—. Me gustas tanto… ¿Y tú qué opinas de mi?

—¡Eres divina!

El sonido de mi propia voz me sorprendió. No había podido contenerme. Mi mujer me miró desde su diván con una expresión de disgusto y de reproche.

Thelma siguió hablando, ajena a mi estallido.

—Seria maravilloso estar siempre así. Pero es imposible. En cambio, vendré una vez por semana y te hablaré al oído, como ahora, diciéndote cuánto me gustas. ¿Me esperarás, verdad?

Tomé el pañuelo y me di unos toquecitos discretos sobre la frente, secándome la transpiración. La sensación era inusitada.

El diván me había costado una fortuna, pero no estaba arrepentido. Ni siquiera lamentaba haber tenido que gastar el doble, cuando Sara me exigió otro para ella. Mejor así, porque si no se habría dedicado a molestarme y a burlarse de mí, impidiéndome disfrutar de mi entrevista con Thelma.

—¿Hoy has tenido mucho trabajo en la oficina, querido? —me preguntaba Thelma—. Pobrecito… debes de estar agotado. Estoy segura de que cuando llegas a casa, nadie se interesa por tus problemas. Pero yo seré distinta, y vendré todas las semanas para ser tu amiga, tu confidente incluso, y te ayudaré a distraerte, a relajarte…

—A distraerte… a relajarte…

No fue un eco, sino la voz del cretino que estaba sentado en el diván de mi mujer. Levantaba el tono como si estuviesen solos. Sí, decididamente tendriamos que instalarnos en habitaciones separadas.

—¿Qué había dicho Thelma? Ah, sí. Me había preguntado por el trabajo en la oficina. Era formidable, esto de tenerla una vez por semana a mi lado, para olvidar todas las preocupaciones acumuladas. ¿Qué tenía en común con Sara, que me recibía con su insípida charla sobre las vecinas y los problemas del servicio doméstico, o con los últimos chismes sobre tal o cual actor, totalmente ajena a lo que me interesaba realmente?

Thelma era otra cosa. Así se lo había dicho a mi compañero de la contaduría de la empresa, cuando le expliqué por qué justo ese día tenia tanto apuro por volver a casa.

Me miro con una sonrisa irónica.

—¿Vos también?

—¿Yo también… qué?

—Nada… nada…

Después lo oí cuchichear en la oficina de Susy, la secretaria. Hizo un chiste grosero sobre mis costumbres amatorias y ella se rió como una loca. Si yo no supiera que entre esos dos… Pero al fin y al cabo no tenía por qué preocuparme. En el fondo me envidiaban porque no podían comprarse los divanes. Yo en cambio tenía el mío, y tenía a Thelma.

—Ya sabes, querido —dijo Thelma—, la media hora está llegando a su fin, pero dentro de una semana estaré de nuevo contigo. Esta es la primera vez, y no hemos podido aprovechar bien el tiempo, pero ya te irás acostumbrando, y pronto seré una parte de tu vida, una parte irreemplazable de tu vida.

—¡Ya lo eres! exclamé.

Y sin poder contenerme, traté de estrecharla entre mis brazos.

Me detuve en seco. La media hora había pasado. La imagen de Thelma se evaporó lentamente. Lo último que desapareció fue aquel rostro maravilloso y la sonrisa que le curvaba divinamente los labios.

En su lugar, apareció en el diván el animador del espectáculo. Vi por el rabillo del ojo que el mismo tipo también ocupaba el sitio del empalagoso galán de mi mujer.

—Así ha terminado, amigas y amigos, esta primera visita hogareña de nuestros astros Danny Percy y Thelma Thomas. Este maravilloso contacto personal con las figuras que ustedes admiran, es un triunfo más de la técnica puesta al servicio de la televisión, que trae ahora a nuestro país el revolucionario sistema de la imagen estéreo espacial sin pantalla, en los divanes-f para damas y los divanes-m para caballeros. Danny Percy y Thelma Thomas volverán a llevar a sus hogares un mensaje de alegría, esparcimiento y audaz ensueño romántico el próximo viernes, en este programa extraordinario auspiciado por el nuevo sedante instantáneo…

Estiré la mano hacia el brazo del diván, apreté el segundo botón y la voz se cortó, mientras la figura del animador se esfumaba lentamente, hasta concentrarse en un punto luminoso que flotó brevemente en el espacio.

El elegido

Fermín Sosa no podía conciliar el sueño. Era extraño. Tenía los ojos cerrados y estaba realmente cansado, pero no podía conciliar el sueño. Cambiaba de posición en la cama, pensando que quizás le incomodaba el brazo mal doblado, o la pierna encogida, o la posición forzada del cuello. Pero no ganaba nada con esas vueltas.

El calor era agobiante, como si las paredes hubiesen aprisionado y solidificado todo el bochorno del día, y Fermín Sosa se sentía como una de esas figuritas encerradas en un bloque plástico y transparente que últimamente se veían en las vidrieras.

Junto a él dormía la Rufina, respirando serenamente, y a ratos hacia sonar la lengua contra el paladar con esos chasquidos húmedos que según ella eran producto de la imaginación de Fermín.

—¡Déjate de embromar! —se reía la Rufina cada vez que él mencionaba el tema—. Qué voy a hacer esos ruidos mientras duermo. Vos sí que roncaste anoche. No pude pegar un ojo.

Pero claro que la Rufina chasqueaba la lengua en sueños, como ahora mismo, mientras él se volvía otra vez en la cama pensando que su hombro entumecido era la causa del insomnio.

Ese día había sido como todos los otros, de trabajo agotador en el molino harinero. Las bolsas parecían haberle pesado más sobre las espaldas, como si una columna de aire denso y caliente se hubiera añadido a la carga habitual. Y no había ocurrido nada que pudiese preocuparlo. A la tarde pasó por el café, antes de volver a la casa, y discutió con los muchachos, pero sin ponerse nervioso ni entusiasmarse demasiado. Que como formaría River Plate; que si la última carta de Perón era auténtica; que si había noticias de Roque, que estaba preso por la pateadura que le pegó a su mujer cuando la encontró en el centro, muy agarrada del brazo de otro tipo. Bah, macanas.

Pero ahora no podía dormir.

La transpiración le chorreaba por todo el cuerpo. Un mosquito pasó zumbando. Fermín esperó, listo para pegarle un manotazo apenas sintiese el cosquilleo de las patas sobre su piel. El mosquito se fue y a él ni siquiera le quedó ese desahogo. Alguien tenia encendida la radio, y Fermín se entretuvo un momento tratando de descifrar lo que cantaba esa voz gangosa. Se puso más nervioso cuando no entendió nada. El cachorro de don Pedro empezó a ladrar. Al rato todos los perros del barrio estaban aullando.

Dio otra vuelta en la cama y rozó sin querer la pierna desnuda de la Rufina. Ésta interrumpió un chasquido de la lengua, y Fermín pensó que al fin y al cabo seria una suerte si ella se despertara. Entonces tendría quien lo acompañara en su insomnio. Pero la Rufina se separó de él y siguió durmiendo.

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