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Authors: Eduardo Goligorsky

Tags: #Ciencia Ficción, Cuentos

A la sombra de los bárbaros (4 page)

BOOK: A la sombra de los bárbaros
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Pero a pesar de que no podía concebir la esperanza de encontrar refugio más allá del lodazal de Leandro Alem, Maidana se metió en el barro y llegó al monte de la costa. Se internó entre las malezas, procurando no tropezar con los troncos caídos y eludiendo las zanjas y las ciénagas. Las primeras luces del día le mostraron el camino. El olor que emanaba de la madera húmeda, podrida, y de los charcos estancados, se fue haciendo más penetrante. Los zapatos se le llenaron de agua y las perneras empapadas del pantalón se le adhirieron a la piel. Los mosquitos formaron una nube tupida alrededor de su cabeza y sintió sobre las pantorrillas el breve lancetazo de las sanguijuelas.

El hombre golpeaba la superficie blindada con los puños, sin hacer caso de la piel desgarrada de sus nudillos. Cada golpe dejaba una mancha de sangre, pero no experimentaba dolor. Sólo quería que abriesen la escotilla, que le brindasen asilo en las entrañas de la cápsula resplandeciente. Gritaba y golpeaba. Gritaba y golpeaba. El rumor que brotaba del interior de la nave se hizo más parejo e intenso. Las llamitas azuladas volvieron a asomar por los tubos de los propulsores. La atmósfera se estaba recalentando.

—¡Abran! ¡Abran!

Mientras avanzaba entre las malezas, Maidana se dijo que era paradojal que su propio hijo hubiese revelado a las autoridades la existencia del álbum. La misión que tenía reservada era muy distinta. Carlitos debería haberse convertido en el custodio del álbum apenas entrado en la adolescencia. Así era como siempre se había transmitido la posesión de esa reliquia. Así era como Guillermo Maidana la había recibido de manos de su padre, quien en ese instante solemne le había relatado su historia.

Uno de sus antepasados había prestado servicios en la flota aérea que realizó los últimos viajes al exterior. Fue él quien recopiló esa serie de fotos que abrían una frágil ventana hacia la civilización universal. La familia conservó el álbum cuando poco después el régimen ordenó la requisa de todos los elementos que exaltaran el falso progreso materialista, desmereciendo la austera tradición del individualismo autóctono. Así comenzó la desobediencia y el álbum se convirtió en un arcano objeto de culto.

Muchos domingos, cuando Carlitos se iba a jugar al parque con sus amigos, él y Marta aprovechaban la soledad para sacar el álbum de su escondrijo y hojearlo. Este rito, que sus antepasados debían de haber repetido en infinitas oportunidades los trasladaba a un mundo de ensueño e irrealidad. La foto de los gigantescos centros para la desalinización del agua de mar instalados en el Sahara aparecía junto a la de las cúpulas transparentes de supervivencia que salpicaban el alucinante paisaje púrpura de Marte; al lado de una foto de los rascacielos de Karachi se veía otra que había captado los intrincados arabescos de la elástica y gris vegetación venusina; una placa de colores radiantes mostraba las veinte terrazas artificiales superpuestas donde se cultivaba trigo en Sinkiang, y otra reproducía la orgullosa silueta del Einstein III, la primera nave espacial en cuya dotación estuvieron representadas todas las naciones que integraban el Consejo Mundial. La última foto del álbum mostraba un panorama brumoso, en cuyo fondo se erguían unas torres colosales de piedra verde: era Agratr, la primera ciudad de seres extraterrestres hallada por los exploradores del Consejo Mundial…

Maidana experimentó una honda sensación de repugnancia al pensar que ahora el álbum estaba en poder de los agentes de seguridad del régimen. En el país quedaban pocas colecciones tan completas de imágenes prohibidas.

El hombre arañaba el fuselaje de la nave. Tenía las uñas destrozadas por el violento roce contra la superficie metálica. Sus manos eran dos llagas sanguinolentas. Insensibilizado, no se dio cuenta de que aumentaba el calor a medida que los tubos propulsores vomitaban más llamas azules sobre su cabeza. No oyó el creciente rugido de los motores de la nave. Sólo una idea permanecía incrustada en su cerebro. Debía atravesar la cáscara blindada que lo separaba del interior del vehículo espacial.

—¡Abran! ¡Abran!

El estrépito de los propulsores ahogó su voz.

Maidana se detuvo bruscamente y cerró la mano con fuerza sobre la rama de un árbol. Sus pies se hundieron un poco más en el barro del pantano, pero no hizo caso de ese detalle. Otra imagen absorbía su atención.

Se encontraba en el lugar donde el monte empezaba a ralear nuevamente. A partir de allí se extendía una franja de arena, limo y toscas, y dos cuadras más adelante estaba el río. Oyó el chapoteo del agua y la resaca. Aunque no era eso lo que lo había paralizado.

Los rayos del sol centelleaban con brillo enceguecedor sobre un gigantesco disco metálico. Era una nave. Una nave espacial. Sobre la cúpula que combaba su parte superior ostentaba el emblema del Consejo Mundial. Y se hallaba posada sobre la playa, inmóvil, separada de Buenos Aires sólo por los pantanos y los matorrales del Bajo. Maidana comprendió que algo anormal tenía que haber ocurrido. El había seguido muchas veces con la vista las trayectorias rutilantes de las naves del Consejo Mundial que surcaban el cielo. Pero desde hacia veinte años jamás se posaban en el territorio prohibido. En aquella oportunidad, una nave había descendido cerca de Tandil, por una falla en el mecanismo de orientación. Sus tripulantes salieron en busca de auxilio y una patrulla de vigilancia los acribilló a balazos. Al día siguiente se publicó un bando anunciando que las fuerzas de seguridad habían descubierto y aniquilado a un grupo de infiltrados extranjeros. La historia se convirtió en tema central de la propaganda del régimen durante un año, y después no se volvió a hablar del asunto. El vehiculo espacial abandonado, que resultó ser indestructible, fue rodeado con una empalizada para que no despertase curiosidades malsanas.

Esta nave también debía de haber sufrido alguna avería, pero su dotación ya conocía los riesgos que implicaba descender allí. Las escotillas estaban herméticamente cerradas y la playa se hallaba vacía alrededor del vehiculo espacial. Sin duda, los mecánicos trabajaban aceleradamente en el interior para reparar el desperfecto y partir antes de que avanzase la mañana y apareciera una patrulla de vigilancia.

Maidana caminó hacia la nave, primero con paso lento y cauteloso, y luego cada vez con más prisa. Atravesó a la carrera el último tramo de playa. Sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas…

Había caído de rodillas bajo la comba del fuselaje. Tenía el rostro cubierto con las manos y la sangre de sus dedos lacerados se mezclaba con las lágrimas que rodaban por sus mejillas. Los motores rugieron sobre su cabeza. La columna de fuego azulado que brotó de los propulsores envolvió a la figura hincada sobre la playa y luego pareció solidificarse para sostener la nave a medida que ésta se elevaba. El aire desplazado formó un torbellino que agitó las ramas de los árboles más próximos y levantó una nube de polvo calcinado y cenizas. Después, poco a poco, el polvo y las cenizas volvieron a posarse blandamente sobre la playa desierta.

Testimonio desde la plaza

Yo no había proyectado asistir a la ceremonia. Esas cosas no me gustan. Son para ociosos o para exaltados y yo no pertenezco, por suerte, a ninguna de las dos categorías. Incluso había olvidado que estaba programada para esa fecha, aunque en la ciudad no se hablaba de otra cosa. De modo que cuando llegué a la plaza y vi la multitud hice una mueca de fastidio. Alguien, a mi lado, me miró con curiosidad y experimenté ese vago temor que nos acomete cuando llamamos la atención en las calles o en los lugares públicos.

Empecé a caminar lentamente, aparentando indiferencia, con la intención de dar un rodeo que me alejara del racimo humano. Una columna silenciosa de penitentes vestidos de negro, encapuchados y armados con teas encendidas, avanzaba en dirección a Iri y me cortó la retirada. Sólo a un loco se le habría ocurrido desafiar la terca embestida de esa compacta muralla de cuerpos y me dejé arrastrar hacia el centro de la plaza.

Los últimos rayos del sol, combinados con el rojizo resplandor de las antorchas, cincelaban patéticos relieves en los rostros de mis vecinos. Bajo las cogullas se vislumbraban narices afiladas, pómulos huesudos, oscuras cuencas oculares, mentones agresivos, bocas de labios invisibles. Pero a medida que hendíamos la multitud se hacía más difícil conservar el primitivo orden de la marcha, y los remolinos de espectadores comunes introducían cuñas entre las hileras de penitentes. De pronto me encontré rodeado por una turba mucho más bulliciosa, que formaba el público habitual de ese tipo de asambleas, y en la cual se adivinaba, no obstante su apariencia heterogénea, una uniformidad análoga a la de los mosaicos en los que las piezas disímiles se ensamblan sabiamente para brindar un nítido panorama de conjunto. Adustas matronas de acicalado atavío se codeaban con arpías desgreñadas del arrabal canalla. Austeros hidalgos mezclaban su perfumado aliento con las vaharadas alcohólicas que exhalaban viejos claudicantes recién salidos de sórdidos tugurios.

Y el denominador común del odio se condensaba sobre el mar de cabezas como una nube caliginosa y casi tangible.

Sin quererlo, había terminado por ubicarme en un lugar de privilegio. Frente a mí se erguía el severo túmulo de piedra gris, rematado a su vez por el sólido poste de madera centenaria, especialmente escogida para la ceremonia. En torno de su base se erizaban los toscos haces de leña.

Ella ya se aproximaba con paso medido, majestuoso, entre dos hileras de guardias que, por respeto a la tradición, llevaban en ristre sus relucientes alabardas. Era bella, tanto como se rumoreaba y aún más, porque las descripciones susurradas jamás habrían podido reflejar la serenidad de sus rasgos, la dulzura de su boca, la apacible luminosidad de sus pupilas. Su tez era muy blanca y la negra cabellera suelta le caía en líquidas ondas sobre los hombros, bañando los tules y encajes de la túnica corta que quizá le habían permitido calarse como última concesión, porque nada parecido era usual entre nosotros.

No pensé siquiera en cuestionar el fallo, pero cuidando que las emociones no afloraran a mi semblante me pregunté si podía ser cierto lo que se contaba de esa mujer. No sólo había profanado los signos, sino que además había leído los códices prohibidos y había predicado la palabra entre los jóvenes, trasgrediendo las más estrictas normas. Era casi una deidad para ellos, pero una deidad que despreciaba ritos y solemnidades. Se reunía con los iniciados en legendarias catacumbas a las que, se decía, llegaban tras recorrer laberínticas galerías subterráneas, cuyas infinitas puertas sólo se abrían ante quienes recitaban las contraseñas secretas. Junto con sus acólitos celebraba sigilosos cónclaves en los que se cantaba, se reía y se veneraba un sentimiento mítico que ellos, en su ambigua jerga, denominaban amor.

Ignoro qué sucedió entonces, pero probablemente por mis cavilaciones, que evocaban la imagen de una existencia tan distinta de la nuestra, y exacerbado por una punzante mezcla de ansiedad, frustración e impotencia, sumé mi voz al coro general, y me oí articular injurias y abominaciones que nunca habían brotado antes de mi garganta. Clamé por el castigo de esa mujer como si ella personalmente hubiera premeditado cada uno de sus actos para ultrajarme y humillarme personalmente, y la maldije mientras los guardias la ataban al tronco, y blandí frente a ella un puño crispado mientras los penitentes arrojaban sus teas sobre los haces de leña. La hoguera me encandiló al lamer las primeras sombras de la noche.

Ni mis gritos ni los de la turba bastaron para ahogar las trémulas modulaciones de la letanía que ella entonó mientras la envolvían las llamas, y por algún prodigio de la naturaleza el himno continuó reverberando aun después de que el poste de holocaustos estalló en una lluvia de chispas y todo se convirtió en humo y cenizas. Dentro de mí se produjo una súbita distensión y me pasé las manos por la cara, como si despertase de un mal sueño. Descubrí que mis mejillas estaban inexplicablemente húmedas.

La muchedumbre empezó a desconcentrarse. Las calles laterales no tardarían en reabrirse al tránsito. Sin duda, Elvira y los chicos ya estaban preocupados por mi demora. Yo nunca regresaba tan tarde a casa. Apuré el paso, empujando a los más remolones, y enfilé hacia la esquina de costumbre. Allí, con el portafolios apretado debajo del brazo, me puse disciplinadamente en la ya larga cola, para esperar el autobús.

A la sombra de los bárbaros

A Ani, que aportó ternura

y paciencia infinitas.

Hoy ha concluido, por fin, la erección de la gran muralla. Nadie se aventuraría a indagar cuando se iniciaron los trabajos, porque la investigación, además de descabellada, sería peligrosa. Debemos conformarnos, entonces, con creer lo que se cuenta por las noches en torno de las fogatas, cuando los patriarcas, luego de otear las sombras para asegurarse de que no hay guardias cerca, discurren sobre la cronología del prodigio arquitectónico, ubicando sus orígenes en la primera dinastía, o en un ciclo quizá puramente mítico que se pierde en el declive de los tiempos.

Tampoco se conocen con exactitud las dimensiones de la muralla, aunque, sin duda, ésta es muy extensa porque circunda todo el territorio donde reside nuestra raza. Se rumorea que quien quisiera marchar, o aun cabalgar, a lo largo de ella, necesitaría toda una vida para completar la expedición, o más probablemente no pasaría de la primera jornada, porque en sus inmediaciones está prohibido el tránsito y los centinelas armados con ballestas tiran a matar contra los merodeadores. De lo cual resulta que no se sabe de nadie que la haya visto, pues a la gente del común le está vedado acercarse, y a los centinelas que la custodian no se les permite confraternizar con la población.

Algunos narradores profesionales de historias, que peregrinan por las ferias, afirman que han recogido su información conversando con quienes participaron en los trabajos. Pero éste no es más que un embuste que podría costarles la vida y que ellos, con la temeridad propia de su oficio, se atreven a inventar por unas miserables monedas. Todos sabemos que los bloques y lajas de piedra que forman la muralla fueron acarreados al principio por los monstruos de metal cuyos restos todavía aparecen, de vez en cuando, entre las ruinas, desarticulados y cubiertos de herrumbre. Mas tarde los monstruos fueron proscritos, porque la muralla debía protegernos precisamente de las aberraciones que los bárbaros encubrían bajo el engañoso nombre de civilización. Desde entonces los materiales se transportaron en vehículos tirados por animales, y cuando fue necesario encontrar ocupación para la abundante mano de obra ociosa, se cargaron sobre las espaldas de los hombres, mujeres y niños incapaces de prestar servicios más útiles a la sociedad. Estos infelices inmortalizaron así su breve y accidentada existencia, uniéndola al destino de una obra que nadie verá jamás pero que a todos infunde respeto. Naturalmente, ninguno de los protagonistas de la agobiante empresa pudo dar testimonio de lo hecho, porque vivían segregados en campamentos celosamente custodiados, y tampoco podrá darlo en el futuro, porque todos ellos fueron dejando sus huesos a la vera de los caminos, y el último murió, por azar o por designio humano, en el mismo momento en que culminó la construcción de la muralla.

BOOK: A la sombra de los bárbaros
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