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Authors: Eduardo Goligorsky

Tags: #Ciencia Ficción, Cuentos

A la sombra de los bárbaros (2 page)

BOOK: A la sombra de los bárbaros
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El único abrigo del anciano consistía en la tela basta del hábito, y sus pies estaban calzados con sandalias abiertas. Sin embargo, parecía insensible al frío que llegaba desde los glaciares del lago y las cumbres nevadas. Sus ojos se hallaban fijos en el sendero de la playa, como si de ello dependiese su existencia. Permanecía rígido, inmóvil, con el aspecto de una estatua hierática cuyo solo talante amenazador habría bastado para proteger contra cualquier intromisión profanatoria las reliquias guardadas en un panteón sacrosanto. Aparentemente todas sus manifestaciones de vida estaban concentradas en el dedo índice de su mano derecha, que a ratos se contraía sobre el disparador del arma con una crispación espasmódica, aunque sin la presión necesaria para descargarla.

Claro que afortunadamente todavía se encuentra alguna colaboración entre los elementos sanos de la juventud. Hay en la zona unos pocos muchachos y chicas que parecen tener buena pasta. Fue uno de ellos quien se presentó esta mañana en mi oficina para denunciar que varios sospechosos habían instalado su campamento en una casa abandonada próxima al río. Nos encaminamos juntos hacia allí y vimos, en efecto, desde una elevación cercana, a los vagabundos. Se trataba de cuatro parejas con sus críos, y todo hacía pensar que esa no era más que una etapa en su camino hacia la frontera. Probablemente reanudarían la marcha apenas anocheciese.

Eran poco más que adolescentes y por su aspecto deduje que se trataba de transgresores a la ley de separación de sexos. Es increíble que estos miserables estén dispuestos a correr tantos riesgos nada más que para satisfacer sus hediondos apetitos. Hace una década que las autoridades dispusieron con muy buen criterio que tollos los varones hembras menores de veintitrés años permanecieran estrictamente segregados en los lugares de estudio, trabajo y recreo. Como consecuencia de ello, antes de esa edad no puede celebrarse ningún matrimonio, y en tanto que las violaciones menores a la ley se castigan con severidad, a modo de escarmiento. Los delitos grandes que puedan culminar en cohabitación y embarazo se sancionan con la pena de muerte.

A partir de la promulgación de la ley muchos recalcitrantes han abandonado las ciudades, donde la vigilancia es más estricta y aprovechando la falta de personal que aqueja a nuestros organismos de seguridad, vagan por los campos llevando una existencia nómada y cargando con los frutos de su lujuria. Estos grupos trashumantes, que se renuevan constantemente, convergen casi siempre hacia las fronteras pues saben que en otros países encontrarán ambiente propicio para sus relajadas costumbres.

Es lamentable que nada podamos hacer para impedir que el extranjero continúe siendo un escaparate de deslumbramiento materialista. A pesar de que está terminantemente prohibido introducir en el país propaganda corruptora, existe una verdadera red secreta que hace circular fotos de las nuevas Babilonias centelleantes de neón donde se yerguen gigantescos emporios de placer carnal; literatura falaz y subversiva; y discos con canciones deshonestas. Y los apóstoles del epicureísmo realizan su prédica disolvente entre la juventud comparando estos mensajes de oprobio con el espectáculo de nuestras ciudades, donde los edificios se agrietan y desmoronan por falta de medios técnicos para repararlos y renovarlos, donde las calles se cubren de barro a medida que se resquebraja el asfalto, donde el cierre progresivo de las plantas de electricidad obliga a recurrir a la iluminación pública con lámparas de querosene, y donde la cultura no asume estridencias demenciales porque se conforma con cumplir una cauta función moralizadora. Claro que movidos por ignominiosos propósitos callan que éste es el precio que estamos pagando porque hemos decidido aislarnos de una civilización libertina para salvaguardar nuestro patrimonio espiritual, y que si no tenemos naves espaciales para explorar, como otros países, lejanos planetas donde al fin y al cabo hasta ahora sólo se han encontrado pueblos tan depravados como los que nos rodean, nuestras almas se han proyectado en cambio hacia el cielo de su propia salvación eterna.

El primer indicio de que la vigilia no había sido vana lo dio el ruido de cascos en el camino que conducía al lago. Los jinetes estaban ocultos por la espesura, pero cuando llegaran a la playa deberían salir ineludiblemente al descampado. El sendero que pasaba al pie del barranco era la única ruta por la que se podía llegar a la frontera. Y en ese trecho particular los fugitivos no contarían con la protección de los cipreses.

Al anciano le palpitaron las aletas de la nariz. Su lengua se deslizó rápidamente sobre los finos labios, para humedecerlos. Era como si la proximidad de la presa estuviera infundiendo vida a la estatua del centinela.

No necesité ser muy perspicaz para darme cuenta de que los ocupantes de la casa abandonada estaban muy por debajo de la edad aprobada para el matrimonio. Por consiguiente, sus vástagos eran el fruto de amancebamientos ilícitos y los miembros del grupo eran simples delincuentes. Así lo entendimos el informante que me acompañaba y yo. Pero puesto que faltaban armas y hombres para atacar a los rijosos vagabundos en su misma guarida, decidí apostarme por la noche aquí, sobre el sendero del lago, con la certidumbre de que ésta sería la ruta obligada de los fugitivos en su viaje rumbo a la frontera. Desde esta posición estratégica podré masacrarlos yo solo con mi metralleta.

Ocho siluetas se recortaron con nitidez contra el fondo luminoso del lago. Cuatro hombres y cuatro mujeres. Aunque el anciano sabía que allí no terminaba la cuenta. Cada una de las mujeres llevaba un bulto apretado contra el pecho, y cada bulto representaba un hijo. Debía de haberles resultado difícil conseguir animales, porque no todos iban montados a caballo. Algunos se habían conformado con mulas o burros. Además, sólo transportaban consigo lo más indispensable, en las mochilas que los hombres cargaban sobre la espalda. Ahora que los tengo delante de mí, con sus críos, siento afluir nuevamente el odio que experimenté esta mañana, el odio que experimento cada vez que me encomiendan una de estas cacerías en mis servicios rotativos de vigilancia. Los recuerdo tal cual los vi en el parque de la casa abandonada, despreocupados como bestia sin alma. Los varones con sus barbas enmarañadas y sus largas melenas, vestidos con harapos mugrientos pero felices como si fueran los dueños de la tierra, cantando la delirante melodía que uno de ellos rasgueaba en la guitarra. Y las hembras con las ropas ceñidas al cuerpo y cruzadas por desgarrones que dejaban entrever curvas mórbidas y rosadas, tibias y agresivas. Se reían, se reían a carcajadas, pensando sin duda que pronto podrían entregarse sin peligro a su degradante concupiscencia, en ese mundo de rufianes que se extiende más allá de la frontera. Cómo las odiaba cuando se reían, porque su risa me hacía pensar en los feroces ayuntamientos que practicaban con esos sátiros. Aun a la distancia parecían esparcir una especie de efluvio genésico que evocaba en mi mente turbadores cuadros de promiscuidad orgiástica. Pagarán su abyección. Soy el instrumento que Dios ha elegido para marcar a fuego a los pecadores.

Los fugitivos se hallaban justo frente al apostadero del anciano. Esta vez el dedo arrastro la cola del disparador hasta el fondo. La culata del arma empezó a martillar contra su hombro mientras su mano izquierda sostenía el caño que se iba recalentando progresivamente. La cordillera devolvió los clamores del furioso tableteo y de los gritos de pánico. El anciano veía cómo las figuras brincaban sobre las sillas para luego describir absurdas piruetas por el aire y caer sobre la playa.

Mi metralleta no conoce la piedad. Los íncubos y sus hembras interpretan una danza lúbrica sobre sus monturas a medida que las balas perforan sus carnes infectas. Los pequeños demonios que han gestado para perpetuar su estirpe satánica se estrellan contra las piedras de la playa. Los chasquidos húmedos y viscosos me ensordecen. Es la cópula que puebla los sueños de todas mis noches. Es el gran espasmo con que las fecundo…

El resplandor de los fogonazos pincelaba el rostro demudado del anciano. Tenía los ojos desencajados. Un hilo de saliva dejaba su rastro brillante sobre el mentón prolijamente rasurado. Dos venas sinuosas se habían hinchado sobre su frente perlada de sudor. Mientras paseaba su mira de la metralleta por todo el ámbito de la playa para distribuir metódicamente la ración de muerte, experimentó el inefable orgasmo que siempre lo estremecía en esas ocasiones. Pero algo se quebró dentro de él cuando llegó al paroxismo de la pulsación voluptuosa. Se desplomó de bruces sobre la tierra blanda.

El fugitivo se había arrojado instintivamente de la silla cuando sonaron las primeras detonaciones y se había parapetado detrás de uno de los grandes troncos pulidos por las aguas que jalonaban la playa. Vio que ella se alejaba por el sendero, estrujando a su hijo contra el pecho y zangoloteándose sobre el burro desbocado. Un proyectil zumbó junto a su escondite y se agachó nuevamente. El tableteo enloquecido siguió reverberando en sus oídos y crepitando en los infinitos ecos de la montaña cuando el fuego ya había cesado. Volvió a levantar la cabeza a tiempo para ver cómo el anciano rodaba por encima del borde del barranco y se precipitaba hacia abajo, asiendo todavía entre sus dedos agarrotados la metralleta humeante. Reconoció su uniforme, el hábito talar de color gris.

Se incorporó. El olor de la pólvora saturaba la atmósfera. Los pájaros asustados chillaban en el bosque. Contó los cadáveres. Sólo lo rodeaba la muerte. A lo lejos repicaban los cascos del burro en el que iba montada ella. Rogó que estuviera viva. Que ella y el niño estuvieran vivos como los había visto por última vez. Echó a correr por la orilla del lago.

Cuando la alcanzó ya despuntaban las primeras luces del amanecer. Ella había conseguido dominar al animal y se había detenido donde el sendero volvía a empinarse para contornear la montaña. Más allá de la primera cumbre estaba la frontera. Seria fácil llegar. Él conocía las picadas por donde los ancianos no se atrevían a internarse.

Su mujer lo miró con tristeza. El niño estaba prendido de su pezón y a ratos dejaba oír ávidos chupeteos.

—¿Y los demás? —preguntó.

—Han muerto —respondió él.

—¿Fue… uno de ellos?

—Sí. También ha muerto.

Él a pie y ella montada sobre el burro, con el niño arrebujado contra su seno, reanudaron entonces la marcha.

Pero después de muerto Herodes, he a.C. que un ángel del Señor apareció en sueños a José en Egipto, diciendo: Levántate, toma al niño y a su madre, y vete a tierra de Israel, porque han muerto los que procuraban la muerte del niño. (San Mateo, 2, 19-20).

Y en sus alas me llevará

Teje, teje, mi vida animosa.

Si, teje un soldado fuerte y completo para las grandes campañas venideras.

WALT WHITMAN

Acostada sobre el lecho, Maria contemplaba el cielo por la ventana entreabierta. El resplandor pálido de la luna deslizaba una pincelada fresca sobre su cuerpo enfebrecido. Sus pupilas brillantes seguían con fascinada atención la trayectoria luminosa de las astronaves. A esa hora surcaban el espacio como luciérnagas laboriosas, empecinadas en alcanzar una meta fija. Desde esa distancia era imposible determinar su rumbo. Quizás algunas de ellas acababan de despegar, y sus tripulantes habían respirado hasta hacía pocos minutos el mismo aire que respiraba ella. Quizás otras venían desde el fondo de la galaxia, cargadas con riquezas exóticas y con sus cabinas pobladas por seres fabulosos que anhelaban desentrañar el secreto de la quimera terrestre.

Por la calle pasó un carro lanzado a toda velocidad. Los cascos de los caballos repiqueteaban violentamente sobre los adoquines. Las ruedas atronaban al brincar sobre el pavimento desparejo. El chirrido de los ejes mal engrasados le hizo apretar las mandíbulas.

Cuando el estrépito se perdió a lo lejos, el silencio pesó con más fuerza que antes, hasta que volvió a interrumpirlo el grito puntual: —¡Las doce han dado y sereno!

Una sombra flotó frente a la ventana, ocultando las constelaciones centelleantes del cielo. Maria tuvo un sobresalto y se irguió sobre un codo, llevándose instintivamente la mano al pecho, mientras abría la boca en el preludio de un grito.

Era un hombre. O por lo menos eso era lo que parecía ser, aunque planeaba por el aire con las alas desplegadas. Fue a posarse sobre el antepecho de su ventana.

Los finos dedos de Maria bailaban sobre el bastidor de bordar, picoteando la tela con la aguja. Sus movimientos eran instintivos, porque tenía puesta la atención muy lejos de esa salita lúgubre, de empapelado oscuro y muebles apolillados y claudicantes. A ratos una bruma húmeda le empañaba los ojos, enturbiando el diseño que el hilo rojo formaba sobre el lienzo. Desde la cocina llegaba el entrechocar de los cacharros que su madre fregaba en la pileta. Una frasecita tonta empezó a dar vueltas por su cabeza. Y lo más extraño era que no tenia la modulación del lenguaje cotidiano. Se quebraba en una cadencia que no podía definir, y que, sin embargo, parecía emanar de una memoria atávica.

—Un guijarro se incendió en la bóveda del cielo, y con su fuego consumió…

—¿Qué has dicho, Maria?

Se interrumpió bruscamente. La vajilla había dejado de repicar en la cocina. Su madre apareció en el hueco de la puerta, secándose las manos con el delantal. En su cara macilenta, surcada por arrugas prematuras, había una expresión de alarma.

—¿Qué has dicho, Maria? —repitió su madre.

—No… no lo sé. Me… salió de adentro…

—Repítelo.

—Un guijarro se incendió en la bóveda del cielo, y con su fuego consumió…

Las palabras habían brotado nuevamente de su garganta con un vigor incontenible, ajeno a su voluntad. Con el mismo ritmo de la vez anterior. Maria comprendió que de algún modo ese milagro estaba ligado al otro, al de la última noche.

—Eso es una canción, Maria —dijo su madre. Cantar está prohibido, Maria. Te lo he enseñado desde que eras muy pequeña.

—Sí, madre.

Había cantado. Eso era. Recordó los sermones de su madre. Cantar está prohibido, Maria. ¿Cuántas veces se lo habría repetido en su vida? Y ella siempre había querido descubrir qué era una canción, aunque no se había atrevido a preguntarlo. Ahora lo sabía. Lo sabia porque había entonado espontáneamente una frase tonta, que asumía de pronto una importancia y una belleza insospechadas.

—¿Dónde la aprendiste?

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