Uno tras otro, los demás aventureros descendieron por el túnel y se dejaron arrastrar por las poderosas ráfagas de aire hacia el interior de la Montaña del Dragón. Al fin llegaron a una luminosa cámara y subieron por una escalera de caracol que los condujo a la Sala de las Lanzas.
Muchas de las lanzas estaban decoradas con resplandecientes empuñaduras de oro o plata. Algunas eran tan parecidas a la de Rig, que el elfo sospechó que habían sido fabricadas por el mismo artesano. Unas lucían intrincadas tallas en la madera, pero otras eran sencillas; armas puramente funcionales que destacaban entre las demás por su orgullosa simplicidad.
—¿Cuál es la de Huma? —preguntó Ulin.
—Creo que tardaremos un buen rato en averiguarlo —respondió Gilthanas—. A menos que nuestros amigos sepan algo que nosotros no sabemos. —El qualinesti miró a los Caballeros de Takhisis, pero ninguno de los dos dijo nada—. Bien, tranquilicémonos. Ya hemos llegado a nuestro destino y yo me alegro mucho de estar en un sitio cálido. Me gustaría recuperar el sueño perdido. —Caminó unos pasos por el pasillo, subrayó sus intenciones con un bostezo y arrojó su capa de piel en el suelo—. Éste es un buen lugar —añadió mientras se tendía sobre la capa—. No pienso ponerme a inspeccionar las lanzas hasta que haya inspeccionado el interior de mis párpados durante unas horas.
Fiona se sentó a la entrada de la sala y paseó la mirada por las innumerables filas de armas. Ulin siguió su mirada y tragó saliva. Puso sus pieles en el suelo formando un improvisado lecho. Encontrar la lanza de Huma entre tantas otras era una tarea casi imposible, pero haría todo lo posible. Respiró hondo y disfrutó de la novedad del aire cálido sobre su cara y sus manos.
—Calor —dijo para sí—. Ya recuerdo cómo era.
Una extraña malevolencia
De los cavernosos ollares de la Roja salían remolinos de humo que se mezclaban con los vahos de los volcanes que rodeaban la planicie. El calor ascendía desde los cráteres y los riachuelos de lava que los bordeaban. El aire era sofocante, como le gustaba al dragón, y se hallaba impregnado de un agradable aroma a azufre. Y la tierra sobre la cual descansaba estaba marchita y estéril, como la prefería ella.
La Saqueadora Roja, como la llamaban los humanos de su reino, desplegó las alas y extendió el cuello, adoptando una incómoda postura para admirar su territorio. Inclinó su enorme cabeza, abrió las fauces y lanzó una deslumbrante llamarada roja y crepitante. Las llamas alcanzaron el otro extremo de la planicie, avanzando como una estrepitosa ola carmesí hasta cubrir cada grieta y cada roca.
El fuego acarició las patas de Malys y comenzó a subir. La hoguera creció y ascendió por su vientre, cubriendo las escamas rojas y reconfortando al dragón con su sofocante calor. La Roja sólo se detuvo un instante a respirar antes de volver a descargar una deslumbrante llamarada.
Bendito calor, pensó Malys. La ayudaba a tranquilizarse y a tolerar la pérdida de uno de sus subordinados. La Roja había estado mirando a través de los ojos de Rurak Gistere, de modo que había sido testigo de la destrucción de la unidad del subcomandante. Sin embargo, Malys sólo estaba disgustada a medias por la pérdida de Gistere, que había demostrado mayor valor que cualquier otro Caballero de Takhisis.
Más que a Gistere, deseaba al hombre que sin ayuda de nadie había acabado con la mitad de los caballeros en los bosques de Khellendros. Pensaba que aquel individuo serviría mejor a sus propósitos. Y, cuando lo tuviera en su poder, podría estudiar su maravillosa arma. Su vínculo con el subcomandante Gistere le había permitido percibir la magia de esa alabarda y ahora se preguntaba cómo era posible que un mortal empuñara un arma tan deliciosamente mortífera.
La Roja sabía que uno de sus aliados, Khellendros, buscaba la antigua magia de la Era de los Sueños, aunque el Azul ignoraba que ella estaba al corriente de sus intenciones. Esa magia era poderosa, y Malys pretendía arrebatarle una parte para sus propios y perversos fines. Era evidente que la alabarda que blandía aquel hombre era una reliquia, un arma capaz de atravesar una armadura como si fuera tela y de cortar con facilidad la carne y los huesos. Malys la quería para sí, y conseguiría que ese individuo se la llevara personalmente.
—Será mía —silbó.
Aunque Gistere le había fallado durante su vida, había triunfado en el momento de su muerte, al menos parcialmente. Había adherido la escama a la piel del hombre, estableciendo así un precario vínculo con la Roja del que él no parecía tener conciencia.
Ahora Malys veía a través de sus ojos: vigas de madera pulida a varios metros por encima de su cabeza, un candelabro de hierro forjado y la parte superior de una estantería situada contra una pared. El hombre estaba acostado en el camarote de un barco, y su cama se mecía al ritmo de las olas. Malys había intentado ver por sus ojos con anterioridad, pero no lo había conseguido. El vínculo distaba mucho de ser perfecto; aun así, estaba segura de que podría hacerlo funcionar con un poco de tiempo y grandes dosis de paciencia. La alabarda reposaba contra la pared, en el límite del campo de visión del hombre, y parecía llamarla con su afilada hoja, resplandeciente a la luz del atardecer que se colaba por la portilla.
—Esa arma será mía.
El hombre cerró los ojos, y Malystryx vio oscuridad. Centró su atención en el interior y buscó la mente del hombre con la intención de penetrar en su espíritu.
¿Quién eres?,
preguntó.
Ahora que el hombre descansaba, su mente no era tan activa y sus defensas estaban bajas, por lo que Malys tenía libre acceso.
* * *
Dhamon Fierolobo se agitaba en la cama mientras el
Yunque de Flint
penetraba en aguas gélidas. En sus sueños vestía la armadura de los Caballeros de Takhisis y estaba en el campo de batalla, rodeado de enemigos. Sus pies atravesaban los cuerpos y flotaban sobre los charcos de sangre como si él fuera tan insustancial como un espectro. La sangre no podía tocarlo. La muerte no podía alcanzarlo.
El Dhamon-espectro se dirigió a una vieja pero cuidada choza, situada en la cuesta de una colina. Se deslizó hacia la puerta, que se abrió misteriosamente ante él, y en el interior vio una figura familiar, un Caballero de Solamnia alto y maduro inclinado sobre la cama donde reposaba un joven Caballero de Takhisis. Dhamon comprendió que se estaba viendo a sí mismo.
El Dhamon-hombre sabía que sir Geoffrey Quick ponía paños fríos sobre la cabeza del caballero. Había mezclado varias hierbas para hacer una poción que aplicaba con compresas de lino sobre la profunda herida del abdomen del joven caballero. En el suelo había trapos empapados de sangre que manchaban la madera, pero el delgado y silencioso solámnico no les prestaba la menor atención.
Lejos de desear que su enemigo lo curara, el joven Caballero de Takhisis quería morir, se concentraba en el dolor y rogaba que lo llevara más allá del control del solámnico. Pero éste era obcecado y se negaba a rendirse. El espectro se acercó y miró con interés cómo el hombre maduro cambiaba una venda. Sus dedos, largos y rápidos, trabajaban con destreza. Cuando algún mechón de pelo le caía sobre la frente, lo apartaba y lo ponía detrás de la oreja. Examinó varias veces los vendajes con sus grandes ojos castaños e hizo un gesto afirmativo, aparentemente satisfecho.
Sir Geoffrey Quick llenó la mente del joven Dhamon con emocionantes historias de la Orden de Solamnia, historias de valor y sacrificio, de hazañas nobles muy diferentes de las que realizaban los súbditos de Takhisis. Sobre todo, hablaba de bondad.
Mentiras,
dijo Malys.
Este hombre sólo dice falsedades. Sus palabras son engañosas.
El Dhamon-espectro sacudió su cabeza insustancial, y la voz del dragón se suavizó hasta convertirse en un gruñido ininteligible. Al mismo tiempo, el joven que estaba en la cama se negaba a escucharlas palabras del Caballero de Solamnia y recitaba el Voto de Sangre una y otra vez para ahogar su voz. Pero finalmente lo escuchó y cayó en la cuenta de que Quick decía la verdad.
Malys sintió que el vínculo se debilitaba.
El Dhamon-espectro vio cómo la versión más joven de sí mismo salía de la casa y enterraba la armadura negra de su antigua Orden bajo un viejo roble. Allí dejó también la espada que le había entregado su comandante. Sin embargo, no podía enterrar el pasado; su espíritu aún estaba marcado por las cicatrices de docenas de batallas y aún lo unía un lazo de amistad con su antiguo aliado, el Dragón Azul.
El solámnico le entregó otra arma, la primera espada que había usado en el campo de batalla. Esta preciosa espada era el único recuerdo que Dhamon tenía de Geoffrey Quick, que más tarde fue asesinado por los Caballeros de Takhisis.
Aquel día Dhamon no se encontraba allí; de lo contrario habría dado su vida por la de su amigo. Se había enterado de su muerte, pero a pesar de sus esfuerzos no había conseguido descubrir al asesino.
Los años se fundieron unos con otros, y ahora Dhamon se hallaba en la cima de una montaña, al sur de Palanthas. El espectro vio cómo una versión más vieja de sí mismo caía al lago, cómo la espada escapaba de sus manos mientras él se deslizaba por la resbaladiza grupa ensangrentada de Ciclón. Se vio luchando en el agua, sintió cómo una enorme garra de color bronce lo arrastraba hacia el fondo. Feril había dejado de buscarlo en la orilla, dándolo por muerto, y Dhamon imaginó que había buscado consuelo en el marinero.
De repente el agua del lago desapareció, reemplazada por el fuego. Al principio, Dhamon fue presa del pánico. Mientras la llamas lo devoraban, él se revolvía, se esforzaba por respirar, y una vez más hacía todo lo posible para despertar.
Malys se concentró, y el vínculo se hizo más fuerte.
Respira,
susurró una voz en su mente.
Respira en el fuego.
Entonces Dhamon advirtió que las llamas no lo quemaban ni lo sofocaban. De hecho, el fuego era reconfortante. Sus abrasadores tentáculos le abrazaban piernas y brazos, le acariciaban la cara, anidaban en su pecho. La escama de la pierna palpitó sosegadamente al ritmo de su corazón y cubrió todo su cuerpo con oleadas de paz.
El Dhamon-espectro oyó una voz queda:
Ven al Pico. Ven conmigo.
—No —respondió el espectro—. Debo quedarme con Feril.
Estas palabras interrumpieron la comunicación entre Dhamon y la Roja. Malystryx gruñó mientras volvía a contemplar los serpenteantes ríos de lava que descendían desde la cima de sus preciosos volcanes. El espíritu de ese hombre era fuerte, mucho más fuerte que el de Gistere y el de cualquiera de los demás vasallos desperdigados por el territorio de Ansalon.
Sabía que podía volver a imponer su voluntad, pero no quería apremiar demasiado a Dhamon, al menos por el momento.
—Ya no nos espían desde la Torre de Wayreth, mi reina.
El hablante interrumpió los pensamientos de Malys. Un gruñido comenzó a formarse en su garganta, pero la Roja lo contuvo y miró con admiración a la criatura que había aparecido entre dos volcanes. Caminaba sobre la lava y la abrasadora planicie sin inmutarse.
—Bien hecho, vasallo —silbó Malys.
La Roja observó con satisfacción a su primogénito. Medía poco más de un metro y medio de altura, y sus abultados músculos estaban cubiertos de pequeñas escamas rojas que resplandecían a la luz del ocaso. Cuando la criatura se movía, sus patas parecían sinuosas columnas de fuego. Sus manos y sus pies acababan en garras extremadamente afiladas de color rubí. Y su cola, armada de púas, se agitaba sinuosamente entre los tobillos como una cautivadora serpiente.
La cara de la criatura era prácticamente humana, pese a estar cubierta con un grueso pellejo rojo salpicado de escamas también rojas. Sus ojos eran anaranjados, del color de las brasas, y entre ellos discurría una rugosa protuberancia que se convertía en cresta en la brillante coronilla y se extendía hasta la punta de la cola. Las alas, oscuras como la sangre seca, se asemejaban a las de un murciélago. La criatura las agitaba con tanta delicadeza que prácticamente flotaba en dirección a Malys. No quería mancillar con sus garras el trono de su reina.
—¿Quieres que haga algo más, mi reina?
—Los kenders —respondió Malystryx—. Mis informantes dicen que tienen un escondite en mi reino. Encuéntralo.
—Sí, mi reina.
La criatura hizo una respetuosa reverencia a su ama y creadora, batió las alas con más fuerza y ascendió sobre la planicie, para desaparecer luego entre las volutas de vapor que salían de los ollares de la hembra Roja.
Sueños
En la Sala de las Lanzas, Ulin se estiró en su improvisado lecho de pieles. Se alegraba de haber podido despojarse de las incómodas prendas de abrigo y más aun de estar en el interior de un edificio. Aunque estaba agotado, no conseguía conciliar el sueño.
—¿Quién iba a pensar que habría más de una? —musitó mientras miraba las filas de lanzas. Algunas eran auténticas obras de arte; otras, rústicas y sencillas—. ¿Cómo vamos a averiguar cuál pertenecía a Huma? ¿La más antigua? ¿La mejor decorada?
Oyó el feroz zumbido del viento en la montaña, que también silbaba en el interior de la sala y se arremolinaba alrededor de las lanzas, mudo pero misteriosamente persistente.
Sus compañeros se habían dormido en pocos segundos. Gilthanas, tendido a escasos palmos de él, dormía protegiendo con un brazo la lanza de Rig. Groller emitía suaves ronquidos. A su lado,
Furia
hacía pequeños movimientos espasmódicos con las patas y la cola, como si corriera en sueños. Los dos Caballeros de Takhisis también dormían. Como medida de precaución, les habían atado con cinturones las muñecas y los tobillos.
Fiona Quinti, la joven Dama de Solamnia, estaba sentada con las piernas cruzadas y la espalda apoyada contra la pared. Tenía los ojos abiertos.
—¿No puedes dormir? —susurró Ulin.
—Estoy intranquila —respondió ella con otro susurro.
—Aquí estamos seguros —dijo una voz también baja, pero masculina y desconocida.
Ulin apartó las pieles, se incorporó de un salto y miró alrededor buscando a la persona que había pronunciado esas inesperadas palabras. Todos sus compañeros dormían. Se acercó a Fiona y le tendió una mano para ayudarla a levantarse.
—¡Da la cara! —exclamó Ulin, lo bastante alto para despertar a Gilthanas, los Caballeros de Takhisis y
Furia.