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Authors: Linda D. Cirino

Tags: #Drama

La vendedora de huevos (18 page)

BOOK: La vendedora de huevos
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En marzo, en el mercado se supo la noticia de que el ejército había conquistado Austria. Aquello fue para mí una señal. Después de conocer la noticia en el pueblo, fui directamente al gallinero a hablar con Nathanael en cuanto María y yo regresamos a la granja.

—Nathanael, me he enterado de una noticia en el pueblo que te concierne.

—¿Hablan de mí en el pueblo?

—No exactamente, pero dicen que el ejército ha marchado sobre Austria y que la ha tomado.

—Supongo que era sólo cuestión de tiempo.

—De todos modos, Nathanael, aquí corres peligro.

—¿Y cómo has llegado a esa conclusión?

—Los aldeanos dicen que mucha gente vendrá a nuestra provincia para escapar a Suiza o a Francia. Tú también debes hacerlo, Nathanael.

—¿Quieres que me vaya de aquí?

—Debes irte si quieres sobrevivir. Tengo entendido que estamos en una situación favorable para que llegues a Suiza. Es mejor ir a Suiza que a Francia, de modo que es allí adonde debes ir.

—Veo que has estado pensando en ello.

—Ahora estamos preparando los campos. Cuando llegue la época de la cosecha, hará casi dos años que eres prisionero, incluido el tiempo en el campo. Tienes que ser fuerte, mental y físicamente. No podemos permitir que se pierdan estos dos años, que no hayan servido para nada. Debemos ganar.

—No puedo creer que estés diciendo esto. ¿Qué tiene de malo que me quede aquí? ¿Es que alguien sospecha? ¿Te han llegado rumores? ¿Has estado planeando librarte de mí durante todo este tiempo? Casi había llegado a creer que había algo en este acuerdo que más o menos te iba bien. ¿Qué es lo que te pasa? ¿No quieres que sigamos como hasta ahora?

—Nathanael, ya volveremos a hablar de esto de nuevo, pero ahora debes pensar sobre ello. En un principio creí que sólo éramos tú y yo, pero ahora me doy cuenta de que somos dos entre muchos. Nunca imaginé que esto tuviera algo que ver conmigo. Entonces llegaste tú y pensé que sólo habías venido para darme placer. Ahora me he dado cuenta de que si van a por ti, no podré conciliar el sueño. También van a por mí.

»Me preguntaba qué te hacía diferente, y todavía no sé la respuesta. Creía que la política era algo lejano, pero me topé con ella en el gallinero. He tardado varios meses en darme cuenta que soy capaz de decidir. Creía que era demasiado estúpida. Jamás había conocido a un judío. Ahora sé lo que es, aunque nunca haya visto a un chino. Creía que era complicado, pero descubrí que hasta yo, sin estudios, una campesina, una vendedora de huevos, puede conocer la verdad. Cuando me abrazas, Nathanael, también eres chino y te quiero.

—Eva, por favor, déjame…

Mis palabras le habían emocionado, aunque sabía que no quería que le viera llorar.

No estaba preparada para la reacción de Nathanael al hablarle de la huida que había estado preparando durante tanto tiempo. Había tomado la decisión sin consultárselo y le había cogido por sorpresa.

Sentía que lo más fácil hubiese sido que Nathanael continuara viviendo en el gallinero. Nos habíamos acomodado a nuestra rutina y funcionaba. La adaptación de Nathanael al gallinero había sido todo un éxito. Habíamos tenido tiempo de introducir ciertas mejoras, un baño una vez al mes, a veces incluso más, buenas comidas, cariño. A veces le traía a Nathanael un periódico de la ciudad, haciéndole creer que había envuelto algunas verduras dentro. Pocas veces había noticias fiables, pero a Nathanael le gustaba leerlo, y lo leía una y otra vez hasta que le traía uno nuevo. Cuando la mujer del mercado insistió para que me uniera al grupo y me suscribiera a la revista mensual, me negué hasta que pensé en lo que disfrutaría Nathanael leyendo aunque fuera aquella basura, y el día de su cumpleaños le sorprendí con el primer ejemplar. Me dijo que lo había disfrutado, pero creo que no era tanto por la inteligencia del diario en sí, sino por el alivio que sentía tras leer el periódico oficial y otros medios y así evaluar lo que pudiera estar pasando en el resto del mundo. Nunca creyó lo que decían; de hecho, me enseñó a leer el periódico refutándolo: fuera lo que fuese lo que dijera el artículo, la verdad siempre era la contraria, tal vez ni eso, quizás sólo una verdad a medias. Cuando recomendaron utilizar menos grasas en la cocina por cuestión de salud, en realidad querían decir que, debido a la escasez de grasa, no habría mantequilla o margarina disponible para los pasteles y otros platos similares, así que era mejor que buscáramos un sustituto o nos olvidáramos del todo.

En cada acontecimiento, Nathanael había hecho del gallinero su casa. Se había encargado de la crianza de las gallinas casi al completo. La mayoría de las veces era él quien recogía los huevos y vigilaba las gallinas. No hubo ni gallinas enfermas ni peleas mientras Nathanael estuvo viviendo en el gallinero. A menudo separaba a las gallinas que habían empezado a mudar, muchas veces antes de que yo me diera cuenta. Las pinchaba con cuidado en sus nidos para que no hicieran de gallinas cluecas y nos quedáramos sin producción. Después de explicarle a qué tenía que prestar atención, Nathanael se convirtió en un experto y me aconsejaba con qué aves podía contar y cuáles debía sacrificar, aunque lo detestara.

Capítulo
13

C
ada cierto tiempo teníamos que lidiar con las visitas del supervisor de la Oficina Gubernamental de Agricultura. Aunque carecía de experiencia en lo que a la producción de huevos se refiere, utilizaba las líneas de actuación de la oficina central para poder detectar ciertos defectos y deficiencias en nuestras operaciones. Tenía razón al criticar nuestro método de mezclar el pienso, pero no podíamos hacer otra cosa. Quería que construyéramos una habitación especial para guardar sólo el pienso para prevenir ciertas plagas de insectos y, además, las ratas tenían acceso a él antes de que acabáramos con las existencias. No podíamos construir una habitación para el pienso, ya que necesitábamos los fondos para otras necesidades. Tendría que haber contratado a alguien para su construcción, además del gasto en la compra de materiales, etcétera. Aun así, siempre procurábamos cumplir con las indicaciones del hombre de la Oficina. Aquella era la política que mi marido siempre había seguido y yo consideré que lo prudente era continuar con la misma. Convencí a Karl para que construyera una plancha a lo largo del gallinero hasta una de las ventanas para que el gato pudiera atrapar a los ratones que se metieran por allí.

Ya teníamos suficiente distracción en la granja con las vacas, el huerto, los cerdos, como para perder el tiempo con el supervisor hablando de todo menos de la visita al gallinero. En una ocasión expresó su interés en examinarlo y, naturalmente, estuve de acuerdo en que sería una buena idea y que, de hecho, esperaba que pudiera darme algunos consejos sobre cómo reparar y mejorar el gallinero para así mejorar la producción de huevos, pero cuando llegó el momento, cuando tenía ya la mano en el pestillo para abrir la puerta, le pregunté, como quien no quiere la cosa, si había traído otros zapatos, ya que temía que pudiera introducir organismos extraños en el gallinero. Como no llevaba otros y había rechazado mi oferta de ponerse un par de botas de mi marido, no llegó a entrar. Tenía unos siete u ocho argumentos más por si daba uno o dos pasos más adelante, pero no fueron necesarios.

De hecho, siempre manejamos bien la situación con el supervisor. Creo que éramos su fuente principal de abastecimiento de huevos, así que nunca prestó demasiada atención a lo que ocurría en la granja. Aprobó la presencia de María, haciendo hincapié en que era evidente que necesitábamos ayuda extra.

Cuando nos preparábamos para la visita del hombre de la Oficina Gubernamental, normalmente a intervalos mensuales, aunque podía variar, arreglábamos las zonas de la granja más abandonadas. Era evidente que el hombre de la Oficina Gubernamental podía escoger entre muchos aspectos de la granja que no cumplían con el estándar adecuado de mantenimiento: o bien podía criticar la higiene de la habitación donde se almacenaba el pienso, quejarse porque no reciclábamos el estiércol o encontrar bichos en el abrevadero. Los animales se habían acostumbrado a vivir en el pajar porque no podíamos remover el heno con suficiente regularidad. Las ratas solían comerse el pienso porque a veces lo dejábamos al descubierto o nos olvidábamos de cubrir los agujeros bajo la puerta. Aquel día en concreto, en agosto de 1938, el sol brillaba alto y hacía calor, aunque por la tarde refrescaría. Fui a comprobar la jaula de las gallinas donde aislábamos a las aves que íbamos a vender. Encontré una en la que se había fijado Nathanael y la había seleccionado por la hinchazón que mostraba alrededor de los ojos y lo descolorido que tenía el pico. Estaba produciendo poco y mostraba signos avanzados de enfermedad. En vistas de la visita del hombre de la Oficina Gubernamental en los próximos días, cogí a la gallina y la preparé para deshacerme de ella. Para cocinar, normalmente utilizaba un cuchillo para matar a las gallinas, pero esta vez, como no quería que la sangre contaminara algo si el ave era contagiosa, le retorcí el cuello, con un movimiento rápido. Metí al pollo en casa, donde ya había puesto una olla al fuego con agua hirviendo y hundí el animal cabeza abajo, sosteniéndolo por las patas. Recité el alfabeto una vez, lentamente, lo saqué de la olla y me dispuse a arrancarle las plumas. Luego fui hacia el cubo de quemar, donde incinerábamos la basura. Metí el ave, la rocié de queroseno y prendí la mecha. María me había seguido mientras realizaba aquellas maniobras, presenciando por primera vez cómo eliminaba a las aves enfermas. Cuando vio cómo quemaba al animal empezó a llorar en silencio.

—María, querida, no te alarmes. Estaba enferma y podría haber infectado a los otros y hubiera sido un desastre. El hombre de la Oficina Gubernamental de Agricultura vendrá pronto y si hubiera visto esta gallina, podría haber condenado a toda la granja. Podría haberme dicho que todos los huevos debían ser destruidos. Quizás no me hubiera dejado vender más. Hubiera sido el fin para todos nosotros. No llores, María, tenemos otras gallinas.

Pero no había modo de consolar a María. Estaba horrorizada y se quedó temblando mientras veía cómo el pollo ardía y crepitaba. Siempre había considerado a los animales como mascotas. Desde su perspectiva urbanita, era sensible al trato que recibían, negándose a conectar la comida en su plato con los animales del corral. El olor a pollo quemado, normalmente tan apetecible, se mezclaba esta vez con el aroma del combustible y con los restos de basura en el cubo, y se metió en todos los rincones de la granja. Al acercarme a ella, María rechazó mi mano, como si, al haber sido capaz de semejante ultraje, pudiera cometer cualquier otro.

A menudo se hacía evidente lo mal adaptada que estaba María a la vida en el campo. Era imposible pensar que su estancia en la granja pudiera alargarse demasiado. Sin duda, aquella era una de las razones por las que había figurado la primera en la lista para abandonar el convento. Karl y Olga nunca se acostumbraron a la presencia de María en la granja. Ella, durante tanto tiempo en silencio, ahora parecía abrirse ligeramente a la vida en el campo, pero su naturaleza se oponía.

No puede decirse que María se hubiese convertido en parte de nuestra familia. Estábamos lejos de constituir lo que se dice una familia incluso antes de que llegara ella. Aunque la sangre nos unía, había poco más que lo hiciera. Cada uno de nosotros ponía sus propias necesidades antes que la de los demás y que las de la granja; cada uno se concentraba en sus propios proyectos, sólo fijándose en el interés general cuando tenía tiempo libre. Durante la época en la que estuve a cargo, les pedí a Karl y Olga muy poco. Después de la llegada de Nathanael, prefería que me dejaran sola. Aunque controlaba mi comportamiento, de hecho estaba más relajada que antes, seguía prefiriendo que no estuvieran en la granja. Poco tenía que preocuparme; también ellos preferían pasar el tiempo con sus grupos, ya fuera en su habitación o en los estudios y en las excursiones especiales de las Juventudes.

María siguió siendo peculiar. A veces incluso respondía. Es decir, si insistía, sólo para asegurarme que la voz le funcionaba, me respondía en voz alta en lugar de asentir o negar con la cabeza. No hablaba con nadie más. Hasta los animales se mostraban tímidos con ella, como si pudieran sentir que era alguien extraño. Era incapaz de seguir ninguna instrucción, no se le podía confiar ninguna tarea, ni siquiera para que cuidara de sí misma. Yo respondía a su silencio y a su distanciamiento negándome a tratarla como alguien peculiar. Cuando no respondía a algo, jamás me mostraba enfadada o irritada, sino que la aceptaba totalmente como quien acepta por respuesta el silencio y la negativa de una vaca. María se estaba acostumbrando a estar conmigo y podría afirmar que de algún modo me aceptaba y entendía que yo no era el enemigo. Su silencio era amenazador porque estaba claro que era inteligente y que sencillamente había escogido cerrarse y excluirnos. Me preocupaba que pudiera descubrir que Nathanael se ocultaba en el gallinero, ya que ahora debía acumular el doble de comida debido a su presencia. Siempre estaba presente. Nunca podía sacármela de encima, ya fuera a los pastos más alejados o al huerto. Representaba un obstáculo para Nathanael, quien ya no podía darse baños en la casa ni pasar la noche en mi cama. Nathanael, por supuesto, jamás se quejó de aquello ni de cualquier otra cosa. Pensé en el baño y le llevé agua y jabón de más para que pudiera lavarse en el gallinero. Entendió qué significaba, pero jamás preguntó por qué ahora teníamos que ceñirnos a este sistema. Como María jamás hacía preguntas, no había manera de saber qué había descubierto, de modo que empecé a sospechar que se daba cuenta de todo y me torné más cauta que nunca. Cuando tenía un periódico que enseñar a Nathanael, ninguno de los niños hubiera hecho comentario alguna sobre la presencia o ausencia del mismo en la esquina de la mesa, pero me preguntaba si quizás María lo había visto allí y hubiera notado su inexplicable ausencia. Jamás lo diría, por supuesto. De este modo, María aportaba un factor negativo a la granja. El representante de la Oficina Gubernamental de Agricultura veía a María como alguien que podía contribuir al trabajo en la granja, así que esperaba que incrementáramos tanto la producción de huevos como el ganado. Calculaba que trabajábamos cuatro en la granja, señalando que esperaba una cierta producción de una granja del tamaño de la nuestra con cuatro personas trabajando en ella. Jamás nos acercamos a sus cifras, ya que debería haber hecho sus cálculos basándose en que trabajaba poco más de una persona, yo. Como la atención se concentraba cada vez más en las gallinas y los huevos, tenía todavía más excusas para pasar más tiempo en el gallinero. Cualquier cosa que pudiera hacer para mejorar la estructura del gallinero o el pienso o las condiciones de las aves era algo positivo. Por lo tanto, el tiempo extra que pasaba en el gallinero o con las gallinas, parecía un tiempo que empleaba trabajando. Nada más lejos de la realidad. Cuanto más tiempo se quedaba Nathanael, descubríamos más cosas que nos quedaban por decir. Nuestra relación era cada vez más compleja; cada vez dependíamos más el uno del otro y nuestra relación era cada vez más fuerte. Yo era el único ser humano al que tocaba, el único con el que Nathanael habló durante todo el tiempo que pasó en la granja. Su dependencia de mí era obvia. Sabía que confiaba en él y que lo había integrado en mi vida.

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