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Authors: Linda D. Cirino

Tags: #Drama

La vendedora de huevos (14 page)

BOOK: La vendedora de huevos
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—No exageres, Olga. Seguro que Mamá se sentirá mejor después de desayunar. ¿A que sí, Mamá? Te haremos el desayuno y te lo traeremos y te sentirás mucho mejor. Vamos a ponerte un cojín aquí y así podrás sentarte tranquilamente hasta que volvamos con tu desayuno.

El modo en que mi hijo se encargó de la situación me resultó sorprendente, estaba orgullosa de que pareciera controlarlo todo. Aunque, evidentemente, lo que había dicho mi hija era cierto. Había oído historias en el pueblo sobre incidentes similares donde el médico, al no saber la causa de la enfermedad de una persona, le diagnosticaba algún tipo de trastorno, como ataques o desmayos, lo que provocaba la pérdida de la granja. La gente del pueblo creía que los médicos eran unos incompetentes desde que se habían aprobado las nuevas leyes y que su falta de experiencia y de práctica los obligaba a inventarse diagnósticos. Me senté en la cama con la sensación de que mi cabeza era una especie de coliflor gigante que tenía dificultades para sostenerse sobre el cuello. Me daba vueltas, y no lograba encontrar un punto de apoyo o de equilibrio. Cuando entraron con el café y el pan, vomité en la bandeja tras apartar las sábanas con un movimiento instintivo. Los niños estaban completamente asustados, como yo. Mientras Karl se ocupaba de la bandeja, Olga me trajo agua, que conseguí beber a sorbitos. Como suele ocurrir tan a menudo, al cabo de unos minutos ya me sentía mejor. Me recuperé casi inmediatamente y sin apenas dificultad logré poner los pies en el suelo y levantarme de la cama. Se me había pasado la sensación de mareo y ya había recuperado la voz y los sentidos. Agradecí a mis hijos sus cuidados y el desayuno que me habían traído, aunque no había sido capaz de comérmelo, y les dije que se fueran a la escuela, que ya me encontraba bien y que seguiría con mis tareas diarias, como siempre. Se mostraron un tanto escépticos pero, al ver que ya estaba de pie y empezaba a vestirme, me dejaron y bajaron las escaleras.

Más tarde, aquel mismo día, en el corral, después de limpiar los establos, me di cuenta de lo que había causado mi extraño malestar aquella mañana. Estaba embarazada. Estaba embarazada del bebé de Nathanael, de mi bebé. En mi interior crecía un bebé de Nathanael y mío. Sentí una explosión de alegría, seguida por un gélido estremecimiento.

Me permití ocultar lo del bebé unos cuantos días más. Es decir, no se lo conté a Nathanael inmediatamente. Me preguntaba si debía decírselo o no, y cuándo. Me sentía embelesada con la presencia del bebé. Hacía tanto tiempo que mis hijos habían nacido que había olvidado aquel sentimiento. Percibí cuál sería el sexo: un niño. Sentía su esencia, lo conocía por sí mismo, no como algo abstracto que crecía en mi cuerpo. Pensaba en el futuro, en el futuro del bebé; estaba confundida. ¿Estaría Nathanael todavía en el gallinero? ¿Iba el padre de mi bebé, nuestro bebé, a ser un marginado de la sociedad, escondiéndose toda la vida? ¿Era eso lo que el futuro le deparaba a mi bebé? Sólo podía pensar en un presente que se perpetuaba para siempre. Sabía que no podía ser, pero no quería reconocerlo por miedo a lo que podría reemplazarlo. Por ahora estaba bien. Poco me importaba lo que mi marido pudiera decir al encontrarse con un bebé después de haber estado ausente durante tanto tiempo. No podía contemplar la posibilidad de que volviera a la granja. Nuestra tradición nos impulsa a imaginar un futuro mejor que el presente, uno en que nuestros hijos disfrutarán de un mundo más rico, más fácil que el nuestro. Me resultaba imposible vislumbrar un futuro semejante para mis hijos, ni nada esperanzador en el horizonte de aquel bebé. Imaginé con horror la posibilidad de que mi hijo pasara a formar parte de aquella aventura nacional, a pesar de quienes habían sido sus padres.

Quería al bebé con todas mis fuerzas. Para mí era especial que fuera de Nathanael. Durante los meses que Nathanael había vivido oculto en el gallinero, se había convertido en una fuente de innumerables descubrimientos. Me había tratado con respeto, siempre intentando dar y no únicamente exigir. De hecho, nunca me pidió nada. Si no podía llevarle comida por una razón u otra, como me había pasado varias veces cuando había visitas, o cuando me entretenía en el pueblo, jamás lo mencionaba. Jamás expresó disgusto por nada que le diera o hiciera por él. Cuando periódicamente lo hacía entrar a escondidas en casa para que se diera un baño, se mostraba encantado, pero jamás me lo pidió. Siempre trataba de complacerme. Como dependía de mí, deseaba hacerme feliz. Veía cómo observaba mis reacciones ante las cosas que hacía. Cuando estábamos juntos, tumbados sobre su manta, abrazándonos, a menudo me preguntaba si había algo que quisiera que hiciera, y siempre había algo. Fue la primera persona que tuvo en cuenta mi comodidad, estuviese cansada, feliz o triste. Hasta mi madre había estado demasiado ocupada con los otros niños y con sus tareas como para preocuparse de si alguno de nosotros necesitaba algo. Sólo nos prestaba una especial atención cuando estábamos enfermos, para que no contagiáramos a los demás.

Durante un tiempo pensé que cuidar de aquel bebé me mantendría unida a Nathanael. Como si el bebé tuviera el poder de hacer que no nos separáramos jamás. Sólo por un momento. Tenía demasiado interiorizado el hábito de buscar el lado práctico de la vida como para sostener un pensamiento tan irracional. Nathanael no sería nunca una parte permanente de mi vida. No era más que un pensamiento pasajero, a pesar de que hacía más de un año que había llegado a la granja. ¿Iba a abandonarnos, al bebé y a mí?

Cuando fui a ver a la Hermana Karoline el sábado siguiente, estaba tan nerviosa que apenas podía estarse quieta. Daba vueltas a mi alrededor, a veces me tocaba el hombro, iba y venía. Oía sonidos apagados de fondo, pasos que se arrastraban por los suelos de piedra, por los corredores, en el piso de arriba. Tenía la impresión de que la Hermana quería preguntarme o decirme algo, pero cuando le insinué si quería incrementar su pedido, o si quizás necesitaba más gallinas para la semana siguiente, u otros cambios, respondió:

—No, no, no, hija mía, no es nada de eso. —Dejé de intentar adivinar en qué aprieto se encontraba y me limité a esperar. Al cabo de un rato, me lo contó… —Mi querida Vendedora de Huevos, me preguntaba…

—Sí, Hermana —la animé.

—Bueno, ¿cómo podría decirlo? Pensé en lo duro que debe de ser el trabajo de la Vendedora de Huevos. Alimentando a las gallinas, recogiendo los huevos, acarreando agua y todo lo demás. La vida en la granja debe de ser muy dura. Su marido está en el ejército, ¿no es cierto?

—Sí, Hermana, así es —le respondí.

—¿A cuántos empleados ha contratado esta temporada, Vendedora de Huevos?

—Bueno, Hermana, no tenemos empleados en nuestra granja. Es muy pequeña. Mis dos hijos me ayudan un poco.

—Pero, ¿es suficiente? Seguro que sus hijos, por más empeño que pongan, tienen sus propias responsabilidades con las Juventudes.

—Sí, así es, Hermana.

—Entonces, probablemente necesites ayuda la próxima temporada.

El tono que empleó la Hermana no reflejaba su habitual amabilidad teñida de preocupación. En realidad, me estaba dando una orden que resultaba difícil de ignorar camuflándola de mero consejo. La Hermana me estaba pidiendo que hiciera algo por ella, intentando encontrar una excusa en la que estuviéramos de acuerdo.

—Me da la impresión, Hermana, que necesita usted ayuda. ¿Querría contármelo?

—No, hija mía, preferiría no hacerlo, pero en estos días de dolor y de angustia, creo que mi deber es implicar a más y más personas en la obra de Dios. Hemos hecho lo que hemos podido por nuestra cuenta, pero la necesidad es tan grande que ya no es posible. ¿Me entiende?

—Hermana, me está hablando en términos que no entiendo, pero sería mucho más sencillo si simplemente me dijera lo que necesita y yo le diré si puedo proporcionárselo o no. No debe preocuparse por la posibilidad de que le entregue a las autoridades. Hemos estado luchando contra las autoridades durante años y todavía nos obligan a simular que estamos cumpliendo con todo lo que nos piden. Si hubiera hecho lo que exigían todas las regulaciones, ahora mismo nos estaríamos muriendo de hambre en la granja, sin mantequilla, leche y alimento adecuado para nuestras gallinas. Pero usted no quiere hablar de la política agrícola conmigo. ¿Qué es exactamente lo que quiere de mí, Hermana?

—He dado cobijo en el convento a una joven que necesita un lugar adonde ir. Quiere trabajar en la granja. ¿Tienes sitio para ella?

—¿Quiere vivir en la granja?

—Sí, eso sería lo mejor.

—¿Trabajaría?

—Querida Vendedora de Huevos, se lo digo ya, carece de experiencia en las labores del campo. Las desconoce por completo. Proviene de la ciudad, de una bastante alejada. Necesita nuestra ayuda. ¿Podría hacerlo?

No estaba preparada para semejante sugerencia y lo primero que pensé fue que pondría en peligro a Nathanael si traía a otra persona a vivir a la granja. Traté de encontrar una excusa que no hiciera peligrar las buenas relaciones que mantenía con la Hermana Karoline. Se me había adelantado al pedirme aquel favor, ya que yo me estaba preparando para pedirle uno cuando inició su exposición.

—¿Qué le parece si le damos un mes de prueba más o menos? Así le doy una oportunidad y dejo las puertas abiertas, tanto para ella como para mí, por si preferimos romper nuestro acuerdo de la manera más fácil posible.

La Hermana Karoline se aferró a mi oferta poco entusiasta.

—Creo que podemos acordarlo así. Verá que es una chica muy dispuesta, con muchas ganas de complacerla. Estará preparada en un momento.

Dicho esto, la Hermana se adentró en el convento y en menos de cinco minutos ya estaba de vuelta, arrastrando prácticamente a una niña un tanto reacia a cooperar, que a su vez arrastraba un paquete envuelto en un chal. Aquella personita de aspecto tan frágil aparentaba unos siete años. Me quedé estupefacta y miré a la Hermana con los ojos muy abiertos y llenos de preguntas, pero me ignoró. Obviamente había planeado aquel intercambio, pues la niña ya estaba lista y esperándome para que le diera los huevos.

—Muchísimas gracias, querida Vendedora de Huevos. Esperamos que usted y María tengan un buen día. La veré la semana que viene.

La Hermana se recogió la falda, se dio la vuelta y volvió al convento, cerrando la puerta tras de sí, mientras nosotras, María y yo, nos quedábamos en la puerta.

Empecé a farfullar, por los nervios y pensando en la decisión que había tomado, pensamientos que se quedaron tras la puerta una vez se hubo cerrado.

—Bueno, supongo que será mejor que regresemos a casa. No conoces el camino, pero mira, tú llevarás la caja y yo el resto y llegaremos en un santiamén. Buenos, ¿qué tal estás, María?

No obtuve respuesta.

—María, ¿no quieres contestarme?

Nada.

—Bueno, María. Hay mucha gente que no suele hablar mucho, no es nada de lo que uno se deba avergonzar. Anda, di algo para que sepa que si quieres puedes hablar.

Nada.

—Mmm. Ya veo. Prefieres no hablar. Bueno, podría mantener una conversación yo sola, haciendo las preguntas y contestándolas yo misma, pero creo que esperaré hasta llegar a casa.

Así, sin que María emitiera sonido alguno, emprendimos el camino de regreso. Tenía la sensación de que María no lo hacía para llevarme la contraria, sino porque estaba asustada. No sabía cómo iba a reaccionar a lo que ella dijera y temía disgustarme, así que optó por no decir nada en absoluto. Así era mucho más seguro. Mientras caminábamos veía cómo María me miraba de soslayo, examinándome. Parecía evaluarme para saber lo amable que podía llegar a ser con ella. Seguí mi camino por la carretera como si no estuviera y ella mantenía el paso, quedándose algo rezagada para después atraparme de un salto.

Cuando llegamos a la granja, le dije a María que tendría que dormir en mi cama y le enseñé la granja, procurando que entendiera que nadie debía entrar en el gallinero excepto yo. Le enseñé cómo sacar agua y las demás tareas que debían hacerse. Cuando llegó el momento de preparar la cena, la senté con un delantal lleno de guisantes y dos potes, uno para los guisantes y el otro para las vainas. Le mostré lo que debía hacer y la dejé sola. Cuando regresé, vi que había sólo una pequeña cantidad de guisantes y una gran cantidad de vainas. Estaba furiosa.

—¿Cómo te atreves a comerte nuestros guisantes? Nos has quitado la comida de la boca. ¿Por qué has hecho algo así?

La respuesta a la pregunta que había surgido con un grito que expresaba a la vez sorpresa y la sensación de haber sido traicionada, era evidente: María estaba muerta de hambre.

Me miraba confundida y con el horror reflejado en su carita mientras torcía el rostro, sorprendida.

—Oh, María, ¿es que no te dieron de comer en el convento?

Se negó a responderme. En un principio pensaba que era por timidez e inseguridad, no porque se sintiera fuera de lugar en aquellas circunstancias. Pero ahora no veía timidez, me daba cuenta de que no me estaba desafiando, que no se sentía culpable por haber hecho lo que yo consideraba una grave ofensa. María había hecho lo que consideraba natural. Había sufrido tal carencia de alimentos que jamás se le ocurrió que los guisantes pudieran formar parte de una comida que iba a ser compartida por todos. Simplemente había aprovechado la oportunidad de calmar el hambre que sentía. Mi reacción la había dejado perpleja. No seguí hasta que me respondió.

—María, ¿entiendes lo que te digo?

Asintió.

—¿Sabes que has hecho algo malo al comerte todos o casi todos los guisantes?

Negó con la cabeza.

—Por favor, ¿puedes explicarme por qué no me respondes con palabras? No podemos seguir así. Si no me respondes, tendré que enviarte de vuelta con la Hermana Karoline.

Evidentemente aquello fue definitivo, porque María contestó:

—No.

—¿Tienes hambre, María?

—No.

—Entonces, ¿por qué te has comido todos los guisantes?

Se limitó a encogerse de hombros.

—María, ¿hablarás conmigo?

—No.

Le dije que entrara en casa. Quería consultarlo con Nathanael, ya que sabía que lo estaría viendo y escuchando todo a través de la ventana del gallinero.

Cuando entré en el gallinero, Nathanael me dijo:

—¿Dónde has encontrado a esta cosita?

—De hecho, es del convento. La Hermana Karoline me ha pedido que me haga cargo de ella. Me dijo que trabajaría para mí.

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