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Authors: Linda D. Cirino

Tags: #Drama

La vendedora de huevos (12 page)

BOOK: La vendedora de huevos
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En cuanto mencioné a mi marido, Nathanael me soltó la mano y dio un paso atrás. Nunca hablábamos de mi marido, aunque en ocasiones sentía la necesidad de explicarle a Nathanael cómo me sentía. Sabía que no se sentía cómodo al pensar que mi marido podría regresar. Sentía que sólo ocupaba un lugar temporal en la historia de mi vida, un lugar que volvería a ocupar mi marido. Yo sabía que no era cierto. Aunque esperaba que mi marido regresara algún día, sabía que nuestra vida jamás volvería a ser igual. Aunque Nathanael saliera de mi vida, no podía imaginar volver a dormir con él de nuevo. Me negaba a pensar en la idea de que Nathanael pudiera marcharse. No perdíamos mucho tiempo especulando sobre el futuro.

Capítulo
6

U
na mañana, mientras sacaba agua del pozo, vi a una mujer del mercado caminando por la carretera. Me sorprendió, ya que no era habitual que alguien paseara por la carretera a menos que vinieran de visita a la granja, o a la que quedaba aún más lejos. Aunque la carretera llevaba al pueblo, había una más adecuada, con menor probabilidad de estar inundada, que constituía una ruta más directa. Reconocí a aquella mujer porque era una de las que paseaba por el mercado hablando con todo el mundo. Tenía el aire de alguien que conoce todos los rumores y que planta semillas allá por donde pasa. Tenía facilidad de palabra, sabía empezar una conversación sin preliminares y jamás parecía quedarse sin nada que decir.

Estaba prácticamente segura de que venía a verme a mí. Aunque no lo mostrara, aquella mujer me asustaba; me daba la impresión de que aquella mujer podría crear un rumor con sólo verme sacar agua del pozo.

—Buenos días, amiga mía —me dijo al entrar en el corral.

—Buenos días a ti también —contesté lo más cordialmente que pude. Estaba dispuesta a ser lo más servicial posible, aunque instintivamente sabía que no iba a contarle más que mentiras.

—¿Hoy tus hijos te han dejado sola sacando agua, amiga mía?

—Les insistí para que se apresuraran para llegar a la escuela esta mañana, después de sus tareas. Hacen tantas cosas por mí, ahora que mi marido está en el ejército. Hacen más de lo que deberían y además quieren sacar el agua. Les dije que yo era más que capaz de sacar agua y que tendría suficiente para la sopa de la cena. Naturalmente, puede que no lleguen a casa para entonces. A menudo tienen tanto trabajo que hacer para las Juventudes: preparar presentaciones o un programa. Dejo la sopa preparada para que la recalienten por la noche cuando lleguen. Estos niños de hoy en día son tan dedicados y están tan ocupados. —Me sorprendí a mí misma por mi efusión.

—Cierto, amiga mía, están muy ocupados. Y nosotras también estamos muy ocupadas, ¿verdad?

—Naturalmente, y con mucho gusto. Estamos haciendo todo lo que podemos para mantener una apariencia de normalidad mientras nuestros maridos se sacrifican por nuestro país. No sé qué haríamos sin ellos.

—Estoy totalmente de acuerdo contigo, amiga mía.

Se me ocurrió que aquella mujer podría haber venido para recoger algunas muestras gratuitas y le supliqué que se quedara un momento mientras iba al gallinero a por unos huevos frescos, con la esperanza de que los hubiera. Canturreé quizás un poquito más fuerte de lo habitual mientras me dirigía al gallinero atravesando el corral, entré y cogí media docena de huevos, que le llevé en una cesta. Al principio se negó, pero al cabo de unos minutos los aceptó. Me dijo que me devolvería la cesta en el mercado, el sábado. Le di las gracias y le deseé que le gustaran los huevos y que todo fuera bien hasta la próxima vez que nos viéramos. Me agradeció mis buenos deseos y me dijo que no podía demorarse más y que no tenía más remedio que irse. Le pregunté si estaba segura de que no podía quedarse un rato más, sentada conmigo y tomándose una taza de té con pastas, pero por suerte insistió en que tenía que irse. Nos despedimos de nuevo y vi cómo se marchaba de vuelta al pueblo.

Cuando volví a verla en el mercado, me devolvió el cesto vacío y me mostró una invitación para un encuentro de vendedores del mercado. Se lo agradecí y traté de darme la vuelta y marcharme, pero ella me preguntó si tenía intención de asistir a la reunión. Le dije que sí y ella me contestó que muy bien, que nos veríamos allí.

Naturalmente, no tenía ni la más mínima intención de asistir a la reunión. No tenía ni tiempo ni ganas de hacerlo. El siguiente día de mercado tras la reunión, aquella desalmada se paró en mi puesto en la plaza y me contó cuánta ilusión le hubiera hecho verme allí y cómo me había buscado entre los asistentes de aquella reunión tan útil, pero que no me había visto. Reconocí que me había sido imposible asistir. Le dije que pese a haber reservado el tiempo y recordarlo con gran ilusión desde que me mostró la invitación, en el último momento había llegado una partida de pienso, por lo que tuve que quedarme en el corral mezclando la masa para las gallinas y que no había podido posponerlo. También le dije que esperaba que hubiera otra reunión en un futuro próximo a la que pudiera asistir, para aprender a mejorar mi práctica en el mercado. Me dijo que entendía perfectamente que una eventualidad tal podía interferir en los planes de uno en el último momento y que, por supuesto, habría otra reunión y que era más que bienvenida si podía encontrar el tiempo para acudir, y me mostró otra invitación y le dije que haría planes para asistir. Me dijo que esperaba verme allí.

Sabía que aquello no podía durar demasiado y decidí desembarazarme de su presencia en mi vida asistiendo a la próxima reunión. Volví al pueblo y me dirigí al salón de actos de la escuela donde iba a tener lugar la reunión. Inmediatamente, busqué a aquella mujer desalmada para que pudiera asegurarse de que había asistido. Al principio no lograba verla, pero entonces, cuando se pidió silencio, me di cuenta de que estaba delante de la sala junto a otras tres o cuatro personas que miraban a la pequeña audiencia allí congregada. Me dirigí a uno de los asientos de las primeras filas y me senté. Asentí en señal de reconocimiento a los pocos vendedores que conocía y ellos me devolvieron el saludo, con los ojos un tanto abiertos por la sorpresa. El tema de la reunión era el de la Sangre y la Tierra, que el Estado se había encargado de repetir hasta la saciedad durante los últimos años. Nunca había prestado demasiada atención al eslogan ni a su significado, ya fuera de forma general o en particular, pero tuve que escuchar durante la siguiente hora a los tres interlocutores que habían preparado sus discursos sobre el tema. Lo esencial era que los campesinos, todos los que estábamos en aquella sala, éramos la columna vertebral del país y que, por tanto, era nuestra responsabilidad perpetuar la sangre pura en nuestro país. Nuestra sangre se perpetuaría en nuestros hijos y ellos debían continuar aquella pureza hasta que sólo quedaran seres humanos puros sin mancha alguna. Del mismo modo, debíamos proveer al resto del país del alimento que los mantendría. Éramos un país demasiado orgulloso como para confiar en que los productores extranjeros nos enviaran comida o forraje para nuestros animales, así que lo produciríamos nosotros. Ya habíamos conseguido aumentar nuestra autosuficiencia a poco menos del 80 por ciento y así seguiríamos hasta que no tuviéramos que comprar ningún producto básico a ningún país extranjero. Por lo tanto, nosotros, los campesinos, soportábamos el peso del país sobre nuestras espaldas, teníamos a sus hijos y los alimentábamos.

Desde luego aquello era una gran responsabilidad. Salí de la reunión totalmente anonadada tras oír el mismo mensaje por boca de tres personas distintas, incluida la mujer que había venido a la granja. Cuando regresé, vi que los niños aún no habían vuelto de sus actividades en las Juventudes, así que me pasé por el gallinero, aunque no tenía por costumbre molestar a las gallinas a aquellas horas, cuando ya estaban subidas a las perchas. No tarareé al entrar, y no me vinieron a saludar, pero Nathanael sí. Sus manos me dieron la bienvenida en la oscuridad y nos abrazamos. Su abrazo me hacía sentir tan cómoda, me resultaba tan familiar que su calor me alimentaba. Volví mi cara hacia su rostro y le conté parte de lo que se había dicho en la reunión, y luego nos tumbamos sobre su manta.

—Estoy un poco aturdida por lo que he escuchado esta noche —le dije a Nathanael.

—Has llevado una existencia muy protegida, Eva mía. Has estado trabajando tanto, acarreando agua, alimentando a los animales, haciendo la colada, preocupándote por el tiempo, ocupándote de todo aquí, que esta filosofía te ha pasado de largo. Todo se hace por tu sangre. Tienes la sangre correcta. Yo no.

—¿Tú lo entiendes, Nathanael?

—Pues claro. Menudo estúpido sería si no lo hiciera. Sé que en este país no podré formar parte de nada. No puedo aprender, no puedo comprar, ni vender, ni trabajar, ni hacer nada. Me están pidiendo, no muy amablemente, que me vaya. Esa era mi intención cuando me refugié en este gallinero. Quizás ha llegado la hora de continuar el camino que interrumpí.

La conversación había tomado una dirección que no quería seguir, así que no dije nada. Nos quedamos tendidos, juntos un rato más sin hablar, hasta que me levanté y entré, despacio, en la casa.

Capítulo
7

L
os momentos más tranquilos coincidieron con las excursiones a la montaña de los fines de semana del chico y de su hermana. Disponía de menos ayuda, pero normalmente me ayudaban tan poco que no lo echaba mucho de menos. Siempre daban prioridad a los proyectos de las Juventudes y cuando se dedicaban a las labores de la granja era porque les sobraba algo de tiempo. Durante aquellos fines de semana tenía la impresión de que tal vez podría pasar más tiempo con Nathanael, que siempre me recibía con caricias, besos y haciéndome el amor. Podíamos hablar un rato, abrazarnos y darnos placer mutuamente. Por primera vez en mi vida aplazaba la realización de mis tareas para obtener mis propias satisfacciones.

Los niños siempre rebosaban entusiasmo cuando regresaban de aquellas excursiones de fin de semana. Hablaban alegremente de las cosas que habían visto y de lo que habían hablado. Tras una excursión en particular, tuve un escalofrío de emoción cuando mi hijo me describió la frontera suiza desde lo alto de la montaña que había escalado. Desde mi infancia había oído hablar de lo cerca que estábamos de aquella frontera, pero jamás se me había ocurrido que pudiera alcanzarse a pie y en unos cuantos días. Pregunté a mi hijo y me contó adónde había ido y cómo había sido capaz de continuar la marcha con la ayuda de una brújula. Mi hijo me trajo el compás que tenía en su habitación, me lo mostró y me explicó su funcionamiento básico. Estaba muy orgulloso de ello y de saber algo que yo no sabía. Me explicó todo lo que debía saber en una sola noche: Suiza está al sur y sólo tienes que atravesar la Selva Negra para llegar hasta allí; si uno se dedicaba sencillamente a seguir la brújula y viajaba siempre en dirección sur o suroeste, llegaría a Suiza sin pérdida alguna.

—Ojalá pudieras verlas, Mamá, las montañas, quiero decir. Son verdaderamente negras, negras por la cantidad de árboles que la luz no ha penetrado jamás y, si alzas la vista, los árboles son tan altos que no hay escalera alguna con la que alcanzar la cima. Si tratas de atravesarla, te quedas atrapado por todas partes por la maraña que forman las ramas más bajas de aquellos árboles, las cuales se entrecruzan para formar una barrera impenetrable. Forman un camino plagado de zarzas donde te topas con una nueva rama a cada paso que das. Se trata de un inteligente bloqueo arbóreo. «Diabólico», como lo calificó nuestro líder. Tienes que convertirte en una serpiente y deslizarte por debajo, arrastrándote. Entonces ves las raíces de esos árboles tan increíbles, semejantes a serpientes, del grosor de tu brazo, emergiendo de la tierra y entrecruzándose por encima y por debajo en una red que no te permite avanzar. Es como si el mismo bosque no quisiera ser penetrado. Pero, Mamá, el frío de aquel bosque es increíble. Incluso en los fines de semana más calurosos, tuvimos que ponernos los jerséis extra en cuanto entramos en el bosque, no sólo por la temperatura, que parece desplomarse unos veinte grados de golpe, sino porque es un frío como de catedral, un frío permanente, que parece no calentarse con nada, humano o natural. Pero, Mamá, más que eso, había una presencia en el bosque, una negra presencia. Nos siguió a todas partes donde fuimos hasta que llegamos a la cima de la montaña desde donde podíamos ver Suiza. Pero en el bosque, había una presencia definida, la presencia de la maldad. Nos tocó a todos; parecía seguirnos allá donde íbamos. Todos podíamos sentirla y nos cogimos unos a otros pese a no poder atravesar el bosque a no ser que fuéramos en fila india. Pero estarás orgullosa de saber que tras una noche y un día, yo, tu hijo, me acostumbré incluso a eso. Fui capaz de sentirme en paz. Otros dieron la vuelta porque se quedaron petrificados, no pudieron acabar la excursión. Pero yo no, tu hijo no. Fui capaz de conquistar hasta la maldad. ¿No estás orgullosa de mí, Mamá?

—Sí, por supuesto, hijo mío, es extraordinario lo que me cuentas. Me encantaría tener la oportunidad de ver las cosas que has visto y hecho. Has tenido tantas experiencias en una vida tan corta.

—Mamá, mientras yacíamos allí en el suelo, en parte sobre las raíces entretejidas de forma imposible, en parte sobre capas de hojas, tan suaves y gruesas que podías sentir siglos de hojas bajo el cuerpo, había tal oscuridad… no había luz por ninguna parte. Sólo el olor nos decía que los pinos seguían allí. La noche era tranquila, excesivamente tranquila. Pensé en Padre, tal vez también durmiendo en algún bosque con hojas de pino bajo la cabeza. Algún día ocuparé su lugar en el ejército y así podrá volver a casa, a la granja. Creo que mi destino es su deber, como el suyo es la granja.

La imagen descrita por mi hijo, permaneció conmigo durante un largo tiempo. Me imaginé los altos árboles y el aterrador bosque, tan solitario y tan misterioso. Le pregunté a mi hijo si el grupo planeaba una nueva excursión al bosque.

—Sí, Mamá, vamos a volver para intentar localizar nuestro rastro.

—¿De qué rastro se trata? ¿Cómo podría haber un rastro en el bosque?

—Hicimos un rastro con marcas especiales en los árboles para que pudiéramos volver a encontrar el camino de vuelta a casa. Ahora, se supone que tenemos que encontrar el camino y rehacerlo, quizás extendiéndolo. Cada uno de nosotros lleva un bastón para caminar de un metro veinte de alto para, utilizándolo como medida, hacer un corte en cada uno de los troncos del árbol a aquella altura, a intervalos regulares. Así, cuando volvamos, sólo tendremos que buscar los cortes en los árboles. Será una excursión espléndida.

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