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Authors: Linda D. Cirino

Tags: #Drama

La vendedora de huevos (3 page)

BOOK: La vendedora de huevos
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Mientras seleccionaba los huevos, golpeándolos entre sí para hallar posibles brechas en las cáscaras, y, más tarde, escuchando a medias la descripción que hacía mi marido sobre cómo ocuparme del campo, pensaba en lo que había ocurrido en el gallinero. No sabía cómo había podido llegar a parar allí aquel hombre, pero sabía que había pasado algo entre nosotros. Lo estaba protegiendo, incluso de mi marido.

Desde aquel instante, el hombre del gallinero pasó a formar parte de mis pensamientos. Cuando los niños regresaron a casa y retomaron sus tareas, mientras preparaba la cena y ordenaba la cocina, no dejaba de pensar en el momento en que iría a cambiar el agua y a darles de comer a las gallinas. Me gusta posponer el momento de alimentarlas tanto como puedo, por lo que disponen de una buena cantidad de pienso al despertarse y así no tengo que escuchar sus lamentos a primera hora de la mañana. Mientras seguía mi rutina habitual, me inquietaba pensar que vería a aquel hombre de nuevo en el gallinero. Había apartado algo de pan y una patata y lo había metido a escondidas en el bolsillo del delantal, en lugar de guardarlo. A menudo les dábamos a las gallinas los restos de nuestros platos y lo que quedaba después de cocinar. Esta vez, además, llevaba agua fresca, trigo, maíz y lo que había escondido en el bolsillo. Al cruzar el patio del granero en dirección al gallinero, empecé a canturrear la melodía de siempre, intentando caminar despacio. Mi marido estaba arreglando una herramienta frente al granero y, cuando abrí la puerta del gallinero, supe que podría ver lo que hacía dentro. Abrí la puerta y entré, tarareando, y dejé el cubo de agua en el suelo. Antes de levantar el abrevadero para tirar el agua estancada, lancé el pan y la patata hacia la oscuridad, sin dejar de tararear. Lancé el agua por la puerta, mirando hacia donde mi marido trabajaba, y regresé al gallinero. Puse el agua fresca, el grano y comprobé el estado de las gallinas, echando una rápida ojeada al gallinero. Vi que el hombre ya estaba comiendo, de rodillas bajo la percha, mirándome. Cerré la puerta y me marché.

Mientras yacía en la cama con mi marido a mi lado, me alegré de haberle dado al extraño el pan y la patata. Me pregunté qué querría decir con lo de escaparse del campo y ser asesinado. Pensé en preguntarle a mi marido, quien podría saber de estas cosas, pero no sabía cómo sacar el tema a colación sin revelar la presencia del hombre en el gallinero. Mi marido debía volver al ejército en tres días, pero no me preocupaba que pudiera averiguar lo de aquel hombre. No confiaba en poder esconderlo durante tres días sin que nadie lo descubriera. Me pregunté si lo encontraría allí por la mañana cuando fuera a dar de comer a las gallinas.

Durante los tres días siguientes continué con la misma rutina. Procuré añadir algo a las comidas que preparaba, consciente de que debía llevarle una parte al hombre. Mi marido no pareció notar la diferencia, preocupado como estaba por la idea de volver a cumplir con su deber y lo que aquello significaba. No dio muestras de inquietud por lo que su partida iba a representar para mí, excepto por el hecho de que tuviera que mantener la granja y a la familia principalmente vendiendo huevos. Aunque tampoco es que hablara mucho, aparte de darnos instrucciones a mí y a los niños. Pronto se marcharía, por lo que no le pusimos objeciones ni nos quejamos, sabedores de que volveríamos a quedarnos solos. Hubo un momento, justo antes de que se fuera, en que creí que nos iba a decir que nos echaría de menos, pero vi que lo que le preocupaba era su propia supervivencia. Nosotros no figurábamos en sus pensamientos.

A cada uno le preocupaba su propio dilema. Mencionó los rumores que sobre la guerra circulaban en el puesto militar, lo que convertía la venta de huevos en una mera trivialidad. Me inquietaba que pudiera fracasar en el negocio de los huevos y que tuviera que dejar la granja. Tanto mi marido como yo considerábamos tal eventualidad como un final desastroso para nuestros años de trabajo. Sería responsabilidad mía evitar que perdiéramos la granja, y no estaba convencida de poder conseguirlo.

Se marchó un domingo, y como los niños estaban en casa, nos quedamos en la carretera mientras le veíamos alejarse camino del pueblo, como una familia cualquiera. Cuando llegó a la curva, se dio la vuelta y nos saludó, y allí seguíamos nosotros, esperando ese gesto, de modo que le devolvimos el saludo. Desde allí vería la casa, el granero y el patio con el campo que atravesaba la carretera, todo, incluso los dos niños y yo misma, con nuestra mejor ropa, sin los detalles que revelaban cómo eran las cosas en realidad. Parecíamos sacados de una escena de un libro de ilustraciones, pero no nos sentíamos de aquel modo. Pensaba más en el hombre escondido en el gallinero que en el hombre en la carretera, que nos dejaba para ir al ejército.

Cuando los niños se fueron a la escuela al día siguiente, fui directa al gallinero, tarareando automáticamente para calmar a las gallinas. Ya había alimentado y dado de beber a las aves y había recogido los huevos de la mañana, pero era la primera vez que tenía la oportunidad de hablar con el hombre. Me acerqué y abrí la puerta, y vi que el hombre no estaba bajo la percha, sino de pie, junto a la puerta. Él sabía que no había nadie más en la granja, porque había visto marcharse a los niños por la mañana y a mi marido el día anterior. Me saludó dándome un abrazo mientras decía «gracias» una y otra vez. Su contacto volvió a sobresaltarme, ya que yo no solía recibir ni dar abrazos. Me separé y volví a mirar al hombre, por primera vez desde el primer día. Su saludo me había dejado sin aliento. Cubrí las ventanas para que se calmaran las aves y para poder hablar un rato sin sobresaltarlas.

Su ropa era de color marrón, con manchas de barro aquí y allá; los pantalones y la camisa eran del mismo tono indescriptible. Los puños de las mangas y los bolsillos, tanto de los pantalones como de la camisa, estaban doblados de forma irregular y en algunos sitios deshilachados a causa de un desgarrón. Los pantalones le colgaban de la cadera como si fueran una talla o dos más grandes y arrastraba las piernas por entre los desperdicios del suelo del gallinero. Su rostro mostraba una expresión dulce y sus labios una media sonrisa. Sus ojos y sus cejas reaccionaban enérgicamente a sus palabras. Tenía una barba de unos cuantos días, negra como su larga cabellera desmelenada. Llevaba unas gafas en estado lamentable a las que les faltaba una de las patillas, y una de las lentes estaba rota, aunque me di cuenta de que realmente las necesitaba. Su harapienta apariencia no disimulaba su elegancia natural. Habló con calma y sosiego, pero con gran intensidad.

—Gracias por traerme la comida, señora. Le estoy muy agradecido por su amabilidad. Bebí un poco del agua de las gallinas. Espero que no le importune. Gracias por salvarme la vida, señora.

—¿Por qué está su vida en peligro, joven? —le pregunté—. ¿De dónde se ha escapado? ¿Qué ha hecho?

—No he hecho nada en absoluto. Me obligaron a abandonar la universidad porque no pude mostrar la documentación adecuada. Me negué a marcharme, porque debo acabar mis estudios. Fui arrestado y confinado en un campo, en Mauernich, pero escapé.

—¿Mauernich? ¿Dónde está eso?

—A tres días de camino, hacia el este.

—¿Cuánto tiempo tenías que quedarte en ese campo? —le pregunté.

—No lo sé. Llevaba allí poco más de un mes. Creo que sólo era un lugar de confinamiento. Querían enviarme lejos, fuera del país —me contestó.

—¿Sólo por no tener la documentación adecuada? —le pregunté.

—Así es, señora —respondió él.

—¿Qué piensas hacer? —le pregunté.

—En realidad, no tengo ningún plan, señora. Espero que usted me permita quedarme aquí por un tiempo —respondió.

—Unos cuantos días más no serán ningún problema —le dije un tanto bruscamente mientras descorría las cortinas, desconcertada tanto por lo que había dicho como por la sospecha de que algo permanecía oculto.

Mientras regresaba a casa, supe que no serían unos cuantos días más. Todavía no lograba entender del todo por qué lo habían arrestado y enviado al campo. Había respondido a todas mis preguntas, pero, sin embargo, no tenía ni idea de qué había hecho. Tampoco sabía qué más preguntarle, aun cuando estaba totalmente dispuesto a responder a todas mis preguntas, y, por lo que parecía, con sinceridad. Necesitaba tiempo para pensar en todos los fragmentos de información para ver qué podían significar y qué más podía preguntar. Habíamos hablado más de lo que solía hablar con otras personas, pero me faltaba mucha información para seguir interrogándole.

Aquella noche, junto con la comida, le llevé un cubo para sus necesidades, con lo que iniciamos una nueva rutina consistente en recoger su cubo cada mañana cuando me dirigía al excusado para vaciar el nuestro, que utilizábamos por la noche con el mismo fin.

Seguimos así durante una semana más, hasta que mis hijos fueron asignados a una excursión a las montañas con el grupo de las Juventudes. El chico ya se había hecho la mochila y había salido el viernes por la tarde para unirse a su grupo. Tenía el permiso de su padre para participar en aquel tipo de excursiones. A su vez, la chica había planchado su uniforme y su pañuelo y había empaquetado sus cosas, incluyendo su proyecto de costura, y se había embarcado en un fin de semana de talleres y de estudios sobre el hogar. Cuando me quedé sola en la granja, a excepción del hombre, acudí al gallinero como siempre tras la cena con agua y comida para las gallinas y algo para él. En aquella ocasión, aprovechando que no había nadie que nos pudiera observar, le llevé un plato completo de comida. Estaba tan hambriento que, mientras yo atendía a las gallinas, le oí comer y rebañar el plato. Me había sentido muy satisfecha al creer que el pequeño pedazo de pan y la comida que le llevaba podrían ser suficientes para un hombre de su talla y edad. Naturalmente, no me había ni acercado a la cantidad que podría satisfacer su apetito. Había creído que la muestra de comida que yo imaginaba tan significativa, al haberla robado furtivamente y lanzado bajo el palo del gallinero como si se tratara de un perro, podría satisfacerle. Me maldije a mí misma por haber sido tan tonta y, a partir de entonces, le llevé la mima cantidad que nosotros tomábamos. Me las arreglé para llevarle algo por la mañana y al mediodía, hasta que juzgué que ya tenía suficiente para aliviar el hambre que sentía.

Al día siguiente, sábado, le sugerí, al llegar por la mañana, que quizás le apetecería salir e ir a la casa para variar un poco. Estuvo de acuerdo enseguida y me siguió, con cautela, a través del patio del granero hasta la casa. Se sentó en la cocina mientras yo recogía las cosas que necesitaba para llevar al pueblo. El sábado era, por supuesto, día de mercado, por lo que preparé una cesta de huevos mayor y unas cuantas gallinas. El hombre me observaba mientras lo cargaba todo: los huevos en un cesto al hombro, las dos gallinas revoloteando en una mano, y, en la otra, un saco de patatas y cebollas. Ese día haría un buen intercambio, lo suficiente como para obtener una nueva ración de pienso y quizás algo de carne.

—Creo que puede quedarse aquí hasta que regrese esta tarde —le dije. Imaginé que sería un poco cansado pasarse cada día agachado bajo el palo del gallinero en compañía de las gallinas. Así que le dejé quedarse en casa.

Cuando regresé a primera hora de la tarde, las habitaciones del piso de abajo estaban vacías y, mientras subía las escaleras, vi a través del umbral que se había estirado en mi cama. El sonido de los zapatos sobre los peldaños le despertaron y, al entrar en la habitación, se incorporó y se sentó en el borde de la cama.

—Espero que no le importe, pero hacía tanto tiempo que no podía estirar las piernas, y al encontrar un lecho mullido en el que dormir, no es que el gallinero no sea lo suficientemente bueno, es más que bueno para mí y aprecio enormemente que me dejes utilizarlo, pero esta cama me trae recuerdos y no pude resistirme. Espero no haberla ofendido al quedarme dormido en su cama.

—No. —Naturalmente, me había sorprendido verle sentado al borde de la cama. Yo era la única persona que había entrado en aquella habitación, aparte de mi marido y los niños, por supuesto. No me había sentido ofendida por que utilizara la cama, sino asombrada de que hubiese ocurrido algo así. Era como si al mirarme al espejo para recogerme el pelo viera un rostro nuevo. Era una sensación totalmente inesperada e inquietante. Todavía no me había hecho a la idea de lo que significaba vivir en el gallinero. Vi que mi reacción le había obligado a ofrecer una explicación a modo de disculpa, pero, de hecho, tan sólo estaba sorprendida.

—Me ha ido muy bien en el mercado, he vuelto con las manos vacías, pero no con los bolsillos vacíos —le dije.

—Me alegro por usted —me dijo él—. ¿Había mucha gente en el mercado? ¿De qué se habla por allí estos días?

—No hablo con los habitantes del pueblo. Tan sólo vendo mis mercancías.

—Ah, ya veo.

—¿Quiere cenar?

—Sí, gracias.

Y me siguió escaleras abajo hasta la cocina. Al oír sus pisadas detrás de mí, en la casa, recordé que estábamos solos. Ambos lo sabíamos. En ninguna otra ocasión anterior me había salido de la rutina habitual de la granja. No consideraba que hubiera nada indecoroso en ello, simplemente era algo que nadie habría imaginado. A mi marido jamás le habría pasado por la cabeza la idea de que pudiera estar en nuestra cocina con un extraño, con un hombre joven, preparando una cena para los dos. Probablemente, mis hijos tampoco podrían imaginar en nuestra cocina a nadie que no fuéramos nosotros. Su presencia dotaba a todo de cierta novedad. Reuní unas cuantas cosas para la cena, otras tantas para la sopa y lo puse todo a cocer en el fogón. Mientras tanto, él me observaba sentado a la mesa. No me daba la impresión de que tuviera mucha prisa por comer, simplemente disfrutaba viéndome preparar la comida. No apartó la vista de mis manos ni un solo instante.

Cuando nos sentamos a la mesa, cada uno a un extremo, debió de intuir que se trataba de una ocasión única. Para él tenía que serlo: poder comer sentado a una mesa, como si fuera un miembro más de la familia, al calor de la cocina, sin gallinas que picotearan a su alrededor. Debió de disfrutar de la ocasión. Pero también lo fue para mí: al levantar los ojos, en lugar de a mi marido, veía a aquel joven, con sus ojos oscuros y su espesa y rizada cabellera castaño oscuro. Mientras comíamos, de vez en cuando alzaba la vista y me sobresaltaba al no encontrar a mi marido. Mis ojos lo olvidaban cada vez que levantaba los ojos, aunque no olvidaba ni por un instante con quién estaba compartiendo aquella comida. El silencio entre nosotros era totalmente diferente a la clase de silencio que flotaba en el ambiente cuando comía con mi marido. Más que silencio era tranquilidad, sosiego. Casi ni me atrevía a alzar los ojos y fijar la vista en él, pero cuando lo hacía, le observaba comer, hasta que sentía mis ojos en él y me miraba. Entonces yo bajaba la vista, no con rapidez, sino más bien con timidez. Me sentía cohibida y algo avergonzada; me resultaba difícil acostumbrarme a la novedad de la situación. En una ocasión, nuestros ojos conectaron a través de la mesa, y él sostuvo su mirada y yo levanté la vista de la sopa y dejé de sentir tal timidez, y logré mantener la mirada alzada para seguir contemplándole.

BOOK: La vendedora de huevos
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